La gran crisis del 17

Cuando comenzó 1917 existía en España un “casi unánime parecer” –así lo reflejan las Acotaciones de un oyente de Wenceslao Fernández Flórez- que auguraba “la brevedad de la vida del periodo parlamentario”. Aunque el Partido Liberal encabezado por Romanones había ganado con holgura las elecciones de la primavera anterior, sus disputas internas habían dejado al gobierno en una situación de minoría similar a la de Rajoy. Era poco menos que imposible que se formara una mayoría alternativa, dado lo heterogéneo de la oposición; pero la dificultad de legislar que obligó a prorrogar el presupuesto y la alta probabilidad de que el gobierno saliera derrotado de cada envite auguraban una rápida disolución de las Cortes.

El propio Fernández Flórez fantaseó con el “chasco” que se llevaría “el que alguna vez desenvuelva curiosamente el paquete” del Diario de Sesiones de aquella frustrante legislatura que imaginaba flotando en el mar. De hecho, para una de las pocas cosas para las que hubo tiempo fue para que el ministro de Hacienda, un Santiago Alba tan antipático como Cristóbal Montoro pero mucho más brillante, demostrara una particular voracidad para intentar apoderarse de forma poco ortodoxa de buena parte de los beneficios empresariales.

La gran crisis del 17Es cierto que la neutralidad en la Gran Guerra estaba siendo tan provechosa para la economía como lo viene siendo ahora la política del Banco Central Europeo. Pero el Proyecto de Beneficios de Alba tenía el mismo tufo chapucero y arbitrario que el decreto por el que Montoro ha cambiado el Impuesto de Sociedades para cobrar retroactivamente hasta por las pérdidas. Quien sin duda era el hombre del momento, es decir Cambó, acusó al ministro de “improvisar el más complicado de los impuestos” y de comportarse como “un socio especialísimo” que deja tiradas a las empresas “en momentos de quebrantos” y las desvalija cuando se recuperan.

Según expone Juan Antonio Lacomba en su libro La crisis española de 1917, al comenzar ese año “España aparecía convulsa, nerviosa, descontenta y presta a resolver sus problemas por la acción directa”. Podría alegarse que aquí se acaba el paralelismo pues aunque la desconfianza y el desapego hacia la política sean similares a las de aquel momento crítico de la Restauración, la visión del final del túnel de la crisis económica parece haber devuelto a muchos españoles la esperanza en el futuro. Son las dos caras de la moneda que hoy se reflejan en la primera entrega de nuestro macrosondeo Los españoles ante 2017. En todo caso, ahora nadie piensa en la “acción directa” si exceptuamos –y no es poca excepción- la deriva de Cataluña hacia su referéndum unilateral.

Hace un siglo la crisis larvada en la sociedad española afloró de forma exponencial cuando entró en escena el más inquietante de los cisnes negros. Nadie esperaba que los recurrentes motines urbanos por la escasez de alimentos en las grandes ciudades rusas desembocara en un cataclismo de alcance mundial. Ni siquiera el Zar, que si no hubiera sido por el asesinato de Rasputin habría pasado una plácida Navidad según los ritos y el calendario juliano de la Iglesia ortodoxa. Ni siquiera el líder de los perseguidos bolcheviques de Petrogrado, Alexander Schliápnikov, que se burló de quienes percibían que se estaba gestando una revolución: "¿Qué revolución? Dadles a los trabajadores medio kilo de pan y el movimiento se extinguirá".

Bien porque, en un invierno particularmente frío en el que la falta de combustible bloqueó todos los transportes, el “medio kilo de pan” no llegó a tiempo; bien porque la impopularidad de la zarina alemana había erosionado la base social de la monarquía más de lo que nadie pensaba, el caso es que una dinastía de más de tres siglos de duración se derrumbó con estrépito en unos pocos días de febrero y marzo, apenas los soldados encargados de reprimir las protestas volvieron las armas contra sus oficiales. “Fue como si el imperio más grande del mundo, extendido sobre una sexta parte de la superficie de la Tierra fuera una construcción artificial, sin unidad orgánica, sostenida por cables que convergían en la persona del Monarca”, explica Richard Pipes en su obra canónica sobre el tema.

La abdicación de Nicolás II conmocionó al mundo como ningún otro acontecimiento lo había hecho desde la invención del telégrafo. Y aún faltaba la Revolución de Octubre cuando las clases dirigentes de las principales naciones ya eran conscientes de que, en palabras de Trotski, los bolcheviques se habían “asignado la misión de trastornar al mundo”.

Mientras el tren blindado en el que los alemanes enviaban a Lenin a Rusia, según Churchill como quien “inocula el bacilo de la peste”, recorría Europa; a medida que en Leipzig, Leeds o Turín prendía la mecha de la huelga insurreccional, el miedo a los “rojos” se extendía por doquier.

Ese fue el escenario en el que se desató en España una triple crisis con su frente militar, fruto del desafío de las Juntas de Defensa que acabó tumbando dos gobiernos; su frente político con la Asamblea de Parlamentarios, alentada desde Barcelona por Cambó para exigir Cortes constituyentes, en respuesta al cierre del parlamento; y su frente social, o más bien proletario, con la huelga general revolucionaria decretada por la UGT y la CNT con el expreso propósito de que la Monarquía borbónica siguiera la misma senda que la de los Romanov.

El cóctel parecía lo suficientemente explosivo para que Madrid y Barcelona fueran Petrogrado y Moscú pero hubo dos grandes diferencias que insuflaron unos postreros espasmos vitales al cuerpo aparentemente exánime del régimen de la Restauración. En primer lugar, el Ejército –incluidos los más destacados junteros- se prestó a reprimir a los huelguistas con ferocidad digna de mejor causa. En segundo lugar, Cambó convirtió al catalanismo político en un factor estabilizador, al acceder a formar parte del gobierno de concentración nacional, presidido por García Prieto, que salvó la crisis convocando unas elecciones relativamente limpias.

Cien años después ni el Ejército, vacunado desde el 23-F contra la intervención política, ni el proletariado, diluido desde el desarrollismo franquista en la tan sufrida como acomodaticia clase media, son actores de primer orden. Sin embargo, la mutación del catalanismo en nacionalismo, del nacionalismo en soberanismo y del soberanismo en separatismo ha hecho de esta Cataluña, sin un Cambó, un Tarradellas o un Pujol –no entro aquí en su cleptocracia-, la espoleta potencial de una conflagración de insospechadas consecuencias.

Los ingredientes de la crisis que lleva camino de desencadenarse en 2017 han quedado bien a la vista en el escaparate de 2016 para quien tenga ojos capaces de mirar. Tanto quienes quieren romper nuestro Estado-Nación como quienes quieren romper nuestro modelo de sociedad han confluido en la falacia bobalicona del “derecho a decidir” y han encontrado en el teatro de guiñol televisivo, abonado por el pensamiento débil de sus marionetas y los beneficios fuertes de quienes las manejan, el humus perfecto para hacer germinar un mantra imparable. Puigdemont y Junqueras, Iglesias y Colau se están llevando a la opinión pública a ese huerto, con el PSC y una parte del PSOE a punto ya de caramelo, sin que enfrente surja nada con suficiente determinación y consistencia.

De todos los argumentos soberanistamente correctos que me planteó Josep Cuní en su reciente inquisición periodística en TV3 hubo sólo uno que no fui capaz de rebatir: la democracia española está demostrando que es incapaz de regenerarse. Yo le dije que lo que tenemos es más bien una partitocracia o incluso una cupulocracia; pero al final da lo mismo. Son excusas –dialécticas- de mal pagador.

Ese es el amargo sabor a acíbar que nos ha dejado el año que se fue. La vieja política ha resistido en sus trincheras electorales, contaminando incluso una parte de la nueva política. Un aura endogámica y cesarista rodea los preparativos de los congresos de los cuatro grandes partidos nacionales –hasta Ciudadanos acaricia la tentación autoritaria en su ponencia de Estatutos- que marcarán el primer semestre del año.

Si todo transcurre según estas previsiones, ¿dónde encontrará el Estado de derecho la suficiente autoridad moral y capacidad de movilización para implementar las ineludibles medidas coercitivas que impidan celebrar el referéndum catalán en el otoño? Desde luego no en unos partidos incapaces de mencionar tan siquiera como hipótesis la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Desde luego no en un Jefe del Estado incapaz tan siquiera de pronunciar la palabra Cataluña en su mensaje navideño, tan impecablemente insípido.

Más vale no pensar en las reacciones en cadena que en un país con tantos aventureros en la cima y tantas desigualdades e injusticias en la base podría tener la quiebra del principio de legalidad en una de sus partes. Eso es lo que se busca con el pretendido “choque de legitimidades”. Porque al final todo depende –y vuelvo a citar a Trotski- de “ese minuto crucial en que tiene lugar el contacto entre la masa que empuja y los soldados que le cierran el paso”. Y da igual que hablemos en sentido literal de guardias civiles y mossos de esquadra. Y en sentido más amplio de los miembros del Parlament y del Congreso, de Forcadell y Ana Pastor o de Rajoy y Puigdemont. De lo que se trata, en España como en Rusia, en 2017 como en 1917, es de quién parpadea antes.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *