La gran desconexión

No te culpes. La desconexión la quiere el régimen de Vladimir Putin. La cerrazón la busca el Kremlin. El cerrojo lo corren los redactores del relato de la Rusia solipsista que ha de seguir su camino singular, su osobii put. Al autoritarismo le va la autarquía.

Que nadie se mortifique con dolor prestado. Occidente se atrinchera y expulsa diplomáticos rusos, sí. Denuncia y acusa, desde luego. La guerra del Estado ruso contra Ucrania la vemos como una amenaza a toda Europa y levantamos el muro que juntos echamos abajo en Berlín: "Tear down this wall", clamó entonces Reagan y Gorbachov lo escuchó. El mismo Gorbachov al que ahora los rusos del poscomunismo desprecian y si lo escuchamos hablar es porque Werner Herzog o Vitali Manski nos muestran su entrañable fragilidad en películas colosales.

Muchas empresas globales se han marchado de Rusia. Las sanciones impuestas a Moscú son la razón primera de esa fuga. También los problemas de logística, que hacen muy difícil producir en Rusia artículos de mayor o menor complejidad. Hubo también presión social para que algunas empresas se retiraran del mercado. Se las amenazó con el boicot si se quedaban. Es lo que tiene el brazo punitivo de la cancelación, que, una vez desatado, lo mismo enfría el chai latté de Starbucks que pone súbito fin a "la pausa que refresca".

La gran desconexiónHay un relato que ve a Rusia bloqueada y apartada por Occidente. Acechada por las sanciones. Empujada al rincón de los parias. Es una historia que el Kremlin cuenta de puertas para adentro con esa mezcla hedionda de victimismo y chulería que es propia de los nacionalismos. Véase el catalán, sin ir más lejos. Pero hay otro relato, uno que se ha estado construyendo durante siglos. Es el de la excepcionalidad rusa. Y ese es un momento fundamental de la construcción de la isla que hoy es Rusia y explica la manera ufana con la que se ensimisma y aísla.

Llueve sobre mojado. Es el viejo fantasma de enemigos por doquier que amenazan con el contagio. La plaza sitiada resulta un eficaz pegamento social. Ya lo fue en los tiempos de la URSS, cuando más que isla, Rusia era "archipiélago Gulag". Kirill, el patriarca de Moscú y de toda Rusia, se quejaba hace unos días: "Nuestra patria no le ha hecho mal a nadie y si la atacan es porque somos distintos", dijo. Una excepcionalidad, añadió, que genera en los occidentales odio y "envidia" hacia Rusia.

Desde el Kremlin o la Duma tampoco se ahorran la práctica cotidiana de acusar a Occidente de aislar a Rusia, mientras dinamitan los puentes. El 30 de junio pasado el ministro de Exteriores Serguéi Lavrov dijo que el Telón de Acero comenzaba a bajar de nuevo. La culpa caía otra vez de nuestro lado, porque habríamos tirado de la palanca en la Cumbre de la OTAN en Madrid. Unas semanas antes, la portavoz de Lavrov, la simpar María Zajárova, anunció la retirada de Rusia del memorando que fomentaba los nexos de Rusia y Estados Unidos en "las áreas de la cultura, la ciencia, la educación y los medios de comunicación". Se trata de un documento firmado en 1998, una de las eficaces pasarelas de colaboración con las que Rusia se incorporó al intercambio científico y cultural con el país que hasta hacía pocos años había sido su mayor antagonista en la Guerra Fría.

"El absurdo y la falta de perspectiva de esta campaña (de cancelación de la cultura rusa) resulta evidente para cualquier persona razonable o instruida... Esas acciones de los norteamericanos han hecho que continuar honrando este memorando carezca de sentido", denunció Zajárova en la sala de prensa del ministerio. De modo que la respuesta a unos pocos y penosos incidentes, a la postre superados, no era la protesta institucional o diplomática, sino echar a la papelera un acuerdo que contaba más de 20 años. A Zajárova y Lavrov se les juntaron el hambre y las ganas de comer. Apenas sorprendió que Rusia anunciara semanas después que abandonaba la Estación Espacial Internacional, uno de los proyectos de colaboración científica más ambiciosos emprendidos por la humanidad.

A esto se añadió la salida de Rusia del Plan Bolonia al que se adhirió en 2003. Se trata de otra decisión unilateral. El mecanismo de convergencia de titulaciones y de armonización del recorrido académico será sustituido por un sistema propio del que nadie sabe nada, pero que amenaza con aislar a los graduados rusos del mercado laboral europeo. Una estrategia de urgencia para cortar un éxodo de profesionales que huyen del país al que la guerra va sumiendo en una noche soviética que tal vez complazca a las generaciones que todavía participan de la épica de la URSS, pero que espanta a jóvenes criados en el poscomunismo, en el tráfico cordial de ideas, games y anhelos de futuro con sus iguales de Occidente.

Después de fagocitada Crimea en 2014 e impuestas las primeras sanciones, el Kremlin ha promovido lo que llama la "sustitución de importaciones". La Rusia autoritaria quiere ser también una Rusia autárquica. Una mónada que se baste a sí misma. Pero las cuentas no dan. Una cosa es que un koljoznik poscomunista urda mozzarellas en Voronezh y otra bien distinta producir un smartphone que no parezca un trozo de plástico que se hace el listo. O que aparezcan los chips con los que llenarle la barriga. Es lo que ha sucedido con el "sustituto" ruso de los smartphones: sólo vendió unas pocas unidades y ya no se podrá fabricar más. Los ejemplos de las sustituciones falaces llenan los canales de Telegram. Los automóviles sin airbag, por ejemplo, que corren menos, pero matan más. O ese bollo mohoso que sirvieron a una clienta de Vkusno i tochka, la cadena rusa que heredó los restaurantes McDonald's, y llenó las redes sociales del país con la evidencia de que heredar a quienes se marchan no significa emularlos con éxito. Ese moho es la nueva pátina de la gran desconexión.

El anhelo de una senda propia, contraria a la integración en el mundo, es una tensión secular de la cultura y la política rusas. Ahí está el viejo dilema entre eslavófilos y occidentalistas. Iván Turgueniev y el último Dostoievski, por ejemplo. Este le espetó al maestro de Padres e hijos, establecido en Alemania, que encargara un telescopio a París para que mirara con él a los rusos, porque ya no sabía quiénes eran.

En 1999, cuando Putin se miraba al espejo probándose el traje de presidente que vestiría unos meses después y hasta hoy, entrevisté a Aleksandr Duguin, uno de los muñidores de la ideología del putinismo, que es un artefacto revanchista y sobrevalorado, como el ejército ruso, pero igualmente letal. Duguin era entonces un freak con ínfulas. Hoy es un freak de Estado. Entonces me dijo, y lo publicó Ajoblanco, que "solo con la ayuda de los rusos es posible restaurar el contenido positivo de la historia occidental". También me dijo que "el sexo en Occidente se ha secado como un dátil" y que si nos complacían los abortos él los aplaudía para nosotros, pero los censuraba para Rusia, donde las mujeres debían parir muchos hijos que construyeran la próspera y temible Eurasia.

El de Duguin es el mismo afán que vi en el ufano gozo con que el director del Hermitage, Mijail Piotrovski, anunció hace pocos días en una entrevista a Rossiískaya Gazeta que establece una moratoria de 10 años a las exposiciones de ese museo en el extranjero y llevará las obras de sus colecciones por toda Rusia "para que nos envidien". ¡Otra vez la envidia, ese recurso del acomplejado! Piotrovski, por cierto, dice también que Rusia es más Europa que muchos países de la Unión Europea, que, con sus embargos y su unanimidad ideológica, se habría convertido en la nueva Unión Soviética.

Rusia busca quedarse sola, aunque quiera aparecer como la víctima de una manada de fervorosos bullies. Al putinismo le convienen la soledad y el aislamiento. Le gusta decir que Occidente se hunde y que sin Rusia, a fin de cuentas, no somos nada.

Me gusta creer que toda la verdad del mundo está en los clásicos rusos. Hay una idea en Humo, la novela de Turgueniev, que sacaba de sus casillas a Dostoievski y me ronda ahora ante los exabruptos de la excepcionalidad rusa: "Si Rusia se hundiera, la humanidad no perdería nada, ni sufriría desasosiego alguno".

Jorge Ferrer es escritor cubano.

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