La gran disyuntiva ante las desigualdades

Los estudios más recientes sobre los aumentos de la renta mundial en los últimos 20 años no ofrecen duda: los ganadores han sido el 5% más rico, que se ha llevado un 45% de ese aumento de la renta. ¿Los perdedores? Las clases medias y trabajadoras de los países desarrollados, cuyas rentas se han estancado o retrocedido.

España se perfila como un ejemplo arquetípico de esta realidad dentro de Europa: en 2012 la renta del 20% de españoles mejor situados superaba 7,2 veces la renta del 20% más humilde en nuestro país, lo que ponía a España a la cabeza del poco honroso ranking de la desigualdad europea, seguida por Grecia, Letonia, Rumania y Bulgaria.

A menudo se atribuye esta lamentable situación a la propia crisis. Por supuesto que ha sido la crisis la que ha llevado a extremos insospechados el deterioro de las clases trabajadoras y medias. Pero ya había otras tendencias operando, y hay que tenerlas en cuenta para encontrar remedios adecuados con una nueva política.

En España la desigualdad creciente se puede visualizar a partir de tres tendencias:

a) Los que más renta ganan en España van aumentando sus ganancias en relación a la mayoría de ciudadanos. La diferencia entre la renta per cápita y la renta de la mayoría aumentó entre 1995 y 2007 en el 21,5%. Y entre 2008 y 2013 esta diferencia creció otro 23,2%.

b) Se han disparado las diferencias de renta entre los ciudadanos normales y el nuevo fenómeno de nuestros días, los superstars —que han aparecido en campos tan dispares como los emprendedores de innovaciones tecnológicas de éxito, artistas, autores, deportistas, modelos o CEO y consejeros de grandes empresas—. Si el salario medio de los españoles en 2012 fue de 22.700 euros, el salario promedio de un consejero ejecutivo de una gran empresa del Ibex ascendía a 2,9 millones anuales, 126 veces superior.

c) Las remuneraciones al capital van ganando terreno y sobrepasaron ya en 2012 a las rentas del trabajo. Si en el año 2000 las rentas del trabajo representaban el 49,6% del PIB, decrecieron hasta el 44,2% en 2012. Mientras, las rentas del capital, que en el año 2000 representaban el 40,4% del PIB, ascendieron a lo largo del periodo para representar en el año 2012 el 46,1% del PIB.

Cuáles son las causas de fondo de estas tendencias?

Hay dos razones. En primer lugar, desde la caída del muro de Berlín, el mercado ha triunfado sobre el bien común, lo público ha cedido frente a lo privado y la economía ha sido teñida de neoliberalismo económico. El hecho de que más del 97% de las ayudas públicas en 2012 en España haya estado dirigida a rescatar al sector financiero, y que la opinión pública no haya sido informada de cuánto de ese dinero va a ser devuelto o cuándo, mientras se recorta el gasto social hasta extremos inauditos, es solamente un ejemplo gráfico de la colonización de lo público por lo privado, una deriva que comenzó hace ya más de 20 años.

Pero, en segundo lugar, es en ese escenario tan injusto donde está teniendo lugar el mayor cambio de base productiva desde la primera industrialización. Nos encontramos en una transición desde una base industrial (la que se creó con la máquina de vapor y la electrificación) a una nueva base digital.

Si esa mutación se realiza sobre la base del desequilibrio que padecemos a favor del mercado, generará aún más desigualdades.

Cojamos como ejemplo la aparición fulgurante, ya mencionada, de los superstars en nuestras sociedades. Este fenómeno se ha dado, por un lado, por los efectos que la digitalización tiene en los mercados: los ha transformado en instantáneamente globales. En ellos se paga a los que están en la cúspide no tanto por su productividad directa, sino porque una pequeña ventaja comparativa suya respecto a otros posibles candidatos se traduce en beneficios incalculables en los mercados globales. Esta tendencia se ha visto reforzada por uno de los fundamentos microeconómicos de la ideología del triunfo del mercado, de modo que el éxito de una empresa se mide, no a largo plazo o por el bienestar que trae a la gente, sino por la maximización de su valor bursátil. Las stock options, o el pago a directivos en acciones, fue el primer elemento de los sueldos fuera de toda proporción de los grandes ejecutivos. Esto creó un nuevo mercado, en el que se comenzaron a cotizar por cifras astronómicas. A partir de ahí, por emulación, los salarios directivos en general se han ido gradualmente despegando de su productividad.

Como aseguran Brynjolfsson y MCafee en The Second Machine Age, las nuevas tecnologías digitales están produciendo una reasignación gigantesca de las rentas, con claros ganadores (el capital, los trabajadores no rutinizables y los superstars) y perdedores (el trabajo, las clases medias y el común de ciudadanos).

Las transformaciones que estamos experimentando son solamente el comienzo. Veremos en los próximos años nuevos crecimientos exponenciales de esa nueva base económica, de la mano del Internet de las cosas, la impresión 3D o la inteligencia artificial. Nos encontramos ante una gran disyuntiva: o permitir que el cambio de base productiva siga su curso espontáneo dirigida por una ideología desfasada e inútil abocándonos a la ruina del contrato social, o encauzarla para bien de todos.

Esto último será posible con una nueva política que debería estar obsesionada por cuatro temas fundamentales: una fiscalidad para atajar y revertir las desigualdades, protegiendo a todos en esta transición; nuevas políticas de empleo que adecuen el trabajo a esa nueva base productiva; una nueva orientación de la educación y el apoyo a la investigación como prioridades reales en un futuro inmediato en el que nos lo jugamos todo. No obstante, hay una cuarta política que es la condición básica para que el resto tenga sentido: el rescate de la democracia. No podremos revertir las desigualdades o enfocar en términos de progreso la transición sin reformas disruptivas que fortalezcan la democracia.

El hecho de que haya que reequilibrar lo público frente a lo privado apela inmediatamente a la democracia como factor clave de reequilibrio. El hecho de que este desequilibrio se combina con la transición a una nueva base productiva que puede amplificar aún más desigualdad, refuerza doblemente esa necesidad. Pero nuestra democracia está tocada del ala, porque arrastra el déficit del excesivo poder que desde la Transición se otorgó a las cúpulas de los partidos políticos, y que ha devenido en un sistema alejado de la sociedad que se devora a sí mismo en el paroxismo de casos de corrupción al que asistimos.

Por ello, antes que nada hay que poner nuestra democracia a punto. Ello no será posible sin que los partidos se hagan literalmente el haraquiri, limitando el poder de sus cúpulas mediante una reforma de leyes fundamentales como la ley electoral, la ley de partidos y, como envolvente, nuestra propia Constitución.

Manuel Escudero es director del Centro Global para Negocios Sostenibles. Deusto Business School.

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