La gran estafa

Nada hay de reprochable en que alguien venda fotocopias pixeladas o una lata con excrementos de artista al precio que otro alguien esté dispuesto a pagarle. En un mercado abierto no hay estafa. Tampoco suelen operar ni hermanitas de la caridad ni tontos. Si alguien paga es porque aguarda de lo comprado un beneficio. Nada hay de reprochable en eso. Con una condición sólo, sin la cual se trocaría en estafa: que ni un céntimo público facilite ese tráfico mercantil. ¿Cumple esa condición Arco? Y que tal intercambio de valores –fotocopia pixelada o excremento por dinero– no sea revestido de interés común ni de trascendentes libertades creativas.

La gran estafaLos artistas, no siempre fueron libres. O, para hablar con propiedad, no siempre proclamaron serlo. En el rigor de su reglada tarea, los artistas fueron y son tan siervos de la trama de determinaciones que rige su oficio cuanto lo puedan ser todos los profesionales de algo. Cuanto lo son, en su efímera realidad, todos los hombres. Aun los más grandes. La grandeza nada modifica en eso. Con la sencillez de los maestros, Jean Starobinski daba forma al dilema hace ahora medio siglo: la libertad no es un tópico artístico antes de que el siglo XVIII haga nacer, junto a la burguesía urbana, las retóricas de un anhelo fallido: el hombre libre. Sólo entonces, «el estatuto de arte y artista experimenta una mutación… A través de las reivindicaciones de los artistas y de las tentativas de la filosofía estética…, se abre paso y se impone una idea de la creación, según la cual la obra de arte se convierte en el acto por excelencia de la conciencia libre». Y el autor de La invención de la libertad ironiza benévolamente sobre las derivas del dislate: «Si dispone de tiempo, un pintor puede crear por el placer de crear, despreciar el gusto del público actual, renunciar a la venta de sus obras… Si, por el contrario, un arquitecto no quiere satisfacer otro gusto que no sea el suyo, sus planos se quedarán en sus cartapacios». La «libertad creativa del artista» es un hallazgo retórico muy moderno. Sirve para lo que sirve: vender obra, bajo prestigio de sacralidad. Pero, ¿tiene algo que ver con la libertad la maestría para producir imágenes?

El deseo cristaliza en imágenes. Los pensadores del barroco han sabido que en eso se cifraba la analítica de la conciencia humana. ¿Qué es un sujeto? El coágulo de las imágenes que su deseo anuda en redes codificadas de lenguaje. Podría pensar ese sujeto –y lo piensa, seguro– que es él quien está decidiendo qué imágenes desear y de qué manera. Se equivoca: ni se elige la lengua en la que se habla, ni tampoco el modo en el que ella asocia imágenes y las trueca en ordenadas o inarmónicas. Dice Spinoza que eso hace tan difícil precaverse contra nuestras ficciones imaginarias: que palabras e imaginación son lo mismo. Y al artista plástico que ejerce después de Freud, se le exige saber que ni él ni quienes hayan de admirar su virtuosismo ven con los ojos. Ven con la lengua: con las inviolables tramas de sentido e interpretación que la lengua –esa tejedora de mitos– impone al cerebro que construye lo que el ojo transmite.

Pero, de ser así, un cambio de lengua –o de lógicas en la lengua– impondría un trastrueque equivalente en lo que es visto, en el curso del tiempo, ante un mismo cuadro. ¿Qué queda de la eternidad de la obra maestra, si cada tiempo que la ve debe, en su lengua y su mirada propias, reinventar esa eternidad o desecharla? Nada en lo que haya mucha certidumbre. Revisemos las suntuosas páginas de En busca del tiempo perdido en las que Proust narra la súbita muerte del esteta Bergotte, justo cuando está contemplando un cuadro que él dice ser el más bello jamás pintado: «Un paño de muro amarillo, que pintó con tanta ciencia y tanto refinamiento un artista para siempre desconocido, apenas identificado como Ver Meer». ¿Nos damos cuenta de la enormidad de lo que acabamos de leer? El más culto de los intelectuales de inicio del XX se maravilla ante un autor «eternamente desconocido» que sólo los más exquisitos conocen vagamente: Johannes Vermeer. Que es, para nosotros, uno de los dos o tres pintores más universales.

Revisemos nuestra mirada: hemos hecho canon para la eternidad y la armonía de una Atenas en mármol blanco que hubiera horrorizado a quienes la levantaron en los colores chillones que conocemos por los relatos platónicos. Y nuestra eternidad no es ya la suya.

Lo «intemporal» y lo «libre» no es la obra. Es lo que sueña el artista, ilusorio Narciso que, ante el espejo, no acepta reconocerse en otro rostro que no sea el de Dios. Y esa amalgama lo contamina todo. Porque, para este nuevo «Creador», que consagró la estética romántica, ninguna de las interrogaciones a las que el buen artesano debía someterse y dar respuesta, tiene ya peso ni alcance. No se interroga a un Creador, a un Dios. Su libertad, como tal, es absoluta, incuestionable. Ni siquiera la maestría técnica podría constreñirle, a la manera en que sí constreñía al artesano Vermeer. Y arte será cualquier cosa que su «libertad creativa» imponga: un excremento en lata o una colección de ampliadas fotocopias pixeladas. Como tal, cotizará –es lo esencial– en el mercado. Porque, hacia el Creador, sólo se rinde obediencia.

¿Queda clara la estafa? Ha bastado enarbolar dos palabras, «libertad creativa», y dar el significado de cada una de ambas como obvio, para que todo problema se desvanezca. Como conviene a las más duras teologías, interrogación y problema son sacrilegio. La trampa –la estafa– está, como siempre, en la arbitrariedad de las palabras. «Creación» es, en rigor, atributo divino: sólo pensable desde un infinito que saca de la nada. «Libertad» es el atributo de un infinito al cual nada limita o determina: o sea, Dios. «Libertad creativa» es pleonasmo en teología. Y clamoroso oxímoron en arte.

Gabriel Albiac, filósofo.

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