La grandeza como solución

Las crisis nos atenazan, y hasta nos paralizan, a todos. Nadie es capaz de escapar a tan desalentador e inmisericorde sino. Las dificultades presentes y las insatisfacciones diarias nos arrastran al pesimismo y la desazón. Todo parece diluirse en una tupida y perenne oscuridad en la que una sociedad desconcertada necesita y reclama, urgentemente y hasta a gritos, la presencia de una luz que, como en la niña que acompaña la tragedia del Minotauro de Pablo Picasso, ilumine y fije la senda de la convivencia nacional. Las palabras atribuidas a Goethe, «Licht! mehre licht!», «Luz, más luz!», se erigen en ineludible referente taumatúrgico de esta España constitucional. Nada sin embargo, a pesar de la grave singularidad y de los interminables sinsabores del momento, novedoso ni excepcional en el curso de la historia de los pueblos. Y, por tanto, del nuestro, uno de los más antiguos y sabios, pero que, como todos, no logra escapar a las dos caras del turbulento Jano. Casi todos nos vemos hoy representados, como en el lienzo de El Grito de Edvard Munch, con los ojos desorbitados, las manos en las orejas y la boca abierta, paralizados por el temor. De aquí que la respuesta de hoy, como la de antes, y hasta la de siempre, sea la misma: grandeza para ser y grandeza para estar. En palabras de Charles De Gaulle ( Mémoires de guerre), «Face aux grands périls, le salut nést que dans la grandeur», «Frente a los grandes peligros, la salvación no está más que en la grandeza».

Se habla mucho, quizás demasiado, de la desconfianza hacia la Política. Se desconfía, quizás demasiado, de nuestra clase política. Una clase política a la que se tilda indiferenciadamente, y sin excepción, de incapaz, acomodaticia y cainita. Y, en los últimos tiempos, además, de arbitrista, desahogada y no ejemplarizante. Pero, reiterémoslo: no hay alternativa a la Política con mayúsculas. No hay régimen constitucional sin democracia representativa. La Política y los operadores políticos son imprescindibles en un sistema político presidido por las ideas de libertad, convivencia, alternancia y justicia. Los atajos ya conocemos adonde nos empujan indefectiblemente: al abismo de la intolerancia, el enfrentamiento y la destrucción. El miedo a la libertad, como en la obra de Erich Fromm, abre las puertas al inframundo de las dictaduras, la opresión y la muerte civil. No olvidemos las consideraciones del clarividente Mefistófeles a Fausto: «El populacho (un perfil al que el pueblo español se niega a transfigurarse) nunca advierte la presencia del diablo, aun cuando éste lo tenga ya cogido por el pescuezo». De aquí la urgencia de la más ambiciosa y transversal regeneración política e institucional, y del ineludible fortalecimiento y vertebración de la sociedad civil.

Pero no les voy a hablar de la malhadada crisis, ni de la anhelada regeneración de la política, sino de la presencia, hoy, como antes, de momentos y personajes que explicitan la mejor cara, de la condición humana. La presidida por la grandeza. Y a tal efecto deseo detenerme en dos momentos, como en el título de la clásica obra de Stefen Zweig, verdaderamente estelares. Uno, de alcance social, y que trae causa en nuestra Transición Política y de su síntesis jurídico nacional: la Constitución española de 1978, de la que hemos conmemorado, sin la justicia merecida, su trigésimo treinta y cinco aniversario. Otro, de ámbito internacional: el legado personal y colectivo de Nelson Mandela. Atinaban Pedro Abelardo, sagaz escritor francés hace mil años ( Historia calamitatem) –«A menudo provocan o mitigan mejor los sentimientos humanos los ejemplos que las palabras»–, y ya en la modernidad, el británico Burke ( Letters on a Regicide Pace) –«El ejemplo es la escuela de la humanidad, y nada aprenderán de otra cosa»–. Al final siempre encontramos un resuelto caballero, como Antonius Blovk en la película de El Séptimo sello de Ingmar Bergman, a jugar una partida contra el mismísimo demonio, aún a sabiendas de que no puede ganar, si ayuda a otros a alcanzar una tierra mejor. Siempre hay personajes que, como en El ángel exterminador de Luis Buñuel, abren las puertas a la esperanza.

En primer lugar, decíamos, la grandeza del pueblo español durante la Transición Política. Un tiempo presidido por una inequívoca voluntad de cerrar para siempre, nevera gain!, las fraticidas heridas de una guerra civil y de impulsar el perdón y la convivencia. Unas convicciones apuntadas cincuenta años antes por un desencantado Manuel Azaña en el Ayuntamiento de Barcelona en 1938: «Paz, piedad y perdón». Y una Constitución, la de 1978, no como la de épocas pasadas, definidas por la bandería y la facción, sino por ser la Carta Magna de todos y para todos. De aquí el certero motivo y el correlativo título de la obra, El abrazo, del pintor Juan Genovés, superados los oscuros tiempos de el Duelo a garrotazos de Francisco de Goya.

Aunque el mejor ejemplo reciente de grandeza es el de Nelson Mandela. Tras veintisiete años en prisión por oponerse al apartheid, lejos de pregonar una facilona revancha de odio y rencor, auspició un grandioso proyecto de reconciliación nacional basado en la dignidad de la persona. Un héroe del siglo XX amable con todos con independencia de su condición, generoso, seductor –¡su impenitente sonrisa!–, afable, pero firme en sus convicciones, con un profundo sentido de la justicia, perseverante y trabajador infatigable, coherente, seguro de sí mismo, y con una visión estratégica y un pragmatismo absoluto. Madiba, nos recuerda John Carlin (El factor humano), haciéndose eco de las palabras de Coetsee, personifica las virtudes romanas de «dignitas, gravitas, honestas». Su testamento personal –«Poco importa lo duro que sea el viaje… soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma»– y político –«Si queréis un día olvidar el apartheid, debéis aprender a perdonar (a la población de color); Si queréis un día ser perdonados, debéis olvidar vuestro apartheid (a la minoría blanca)»– está construido desde la magnanimidad. Y, además, supo renunciar al poder. Parafraseando nuevamente a Goethe, «nada de lo que era humano le era ajeno».

Pedro González-Trevijano, magistrado del Tribunal Constitucional.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *