La guardia pretoriana de AMLO

El secretario de Defensa de México, el general Luis Cresencio Sandoval, y el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, en febrero de este año. Credit Marco Ugarte/Associated Press
El secretario de Defensa de México, el general Luis Cresencio Sandoval, y el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, en febrero de este año. Credit Marco Ugarte/Associated Press

Mientras lees estas líneas, en México un soldado habrá distribuido vacunas, un marino habrá terminado de quitar sargazo del mar Caribe y un oficial vigilará a un grupo de migrantes que avanza para cruzar sin documentos la frontera sur del país. En ocasiones, quizás mate a alguno.

Los militares también aparecen a menudo en las conferencias mañaneras del presidente Andrés Manuel López Obrador. Y por una razón: con AMLO, las fuerzas armadas se han vuelto omnipresentes en la vida diaria de México. La militarización es mayor, incluso, que cuando el derechista Felipe Calderón declaró su guerra al crimen organizado en 2006 o después de que Enrique Peña Nieto mantuviera ese despliegue durante su mandato.

AMLO comprende que la presencia militar hace fuerte a su gobierno, al menos metiendo el susto en el cuerpo de la oposición y la sociedad civil sobre sus intenciones. No es solo que encontrase en ella un aliado para atacar problemas de policías corruptas o burocracias lentas: el presidente está decidido a cobijar a las fuerzas armadas en su proyecto político. AMLO, un nacionalista autoritario que dice ser de izquierda, habla de los soldados como el pueblo uniformado al igual que Hugo Chávez. Su discurso cala profundo en las familias más pobres, donde suele nutrirse la infantería militar.

En la construcción del poder, no siempre se necesita ocupar un cargo para cogobernar y, sin suficiente transparencia o vigilancia legislativa, las fuerzas armadas de México tienen demasiado campo de operación. Lo que el ejército decida hacer depende más de la mayor o menor fe democrática que digan profesar sus generales que de candados y controles institucionales.

No es una imagen tranquilizadora. AMLO ha encontrado en los militares un respaldo inesperado para realizar acciones de seguridad, resolver logística de oficinas civiles del Estado o apuntalar negocios públicos. Y no es una buena idea tener a una organización vertical y opaca con demasiado poder cerca de un presidente con vocación hegemónica, escaso respeto por el disenso, desprecio por los mecanismos de control y empeñado en un ataque sistemático a la prensa independiente. ¿Acaso unos se están convirtiendo en la guardia pretoriana del otro por ambiciones y necesidades mutuas?

Golpes y revoluciones mediante, la presencia militar en la vida cotidiana de América Latina no ha sido, por decir lo menos, saludable. Las dictaduras, el sandinismo devenido en autocracia familiar, el chavismo en Venezuela o los cientos de oficiales investidos como funcionarios por Jair Bolsonaro en Brasil simbolizan —no agotan— el riesgo de tener un cuerpo armado protagonizando la vida política de las naciones.

México no ha tenido golpes militares pero sus ejércitos tienen un lugar privilegiado en el ajedrez institucional. En general, actúan en una suerte de limbo. Ejecutan su presupuesto con muchísima autarquía y mínima supervisión legislativa. La justicia rara vez condena a los soldados y altos oficiales que violan la ley, creando un fuero especial cuasi de facto.

AMLO ha virado en su visión de las fuerzas armadas. Después de prometer que las sacaría de las calles, les otorgó mayor peso político, funcional y económico. Primero creó una Guardia Nacional, civil en el papel pero repleta de soldados; luego les concedió el control de las fronteras y puso un número elevado de exoficiales al frente de las oficinas migratorias de la mitad del país.

También decidió que los militares realicen tareas administrativas como repartir vacunas o alistar hospitales contra la covid. Finalmente, les abrió una ventanilla impensada de negocios. Su gobierno otorgó millones de dólares a la Secretaría de Defensa para que construya y administre un aeropuerto en una instalación militar dirigida por militares. Incluso los protegió de sí mismo: los militares no entraron en el recorte draconiano que la Cuarta Transformación del presidente impuso a casi todas las oficinas federales. Los fondos para las fuerzas armadas no han dejado de crecer. La última decisión de AMLO —conceder al ejército las ganancias del Tren Maya, como sucedió en Chile con el cobre— premia a su aliado armado.

Ciertamente, la relación de AMLO con las fuerzas armadas ha tenido tensiones. Los militares se inquietaron cuando ordenó que liberaran a un hijo de Joaquín Guzmán en Culiacán. Pero el gobierno se ha ocupado por llevarles tranquilidad. Como en pocos asuntos, su gobierno presionó a Estados Unidos por el retorno y liberación del ex secretario de Defensa Salvador Cienfuegos, detenido en Estados Unidos por presuntos vínculos directos con el narco. Comprensible para quien ve a los militares como parte de su proyecto político.

Uniformes caminando una casa de gobierno hieren el sentido común: no es guerra o dictadura. El escenario parece invitar a un llamado recurrente: con oposiciones desprestigiadas, la sociedad civil debe levantar su voz. Discutir la inconveniencia de una organización inútil —los militares no están entrenados para hacer de policías, manejar trenes, aeropuertos, distribuir vacunas, detener migrantes o limpiar las playas— de una omnipresencia incontrolable. Y discutirla políticamente: en América Latina la figura del hombre fuerte es históricamente tentadora y, combinada con una presencia militar politizada, trágica.

Es imprescindible corregir a un presidente que solo parece cómodo si le obedecen sin cuestionarlo. En unos meses serán las elecciones intermedias de México y es probable que el partido de AMLO gane una mayoría legislativa absoluta. Si el presidente lo logra, será difícil que retroceda y saque a los militares de su círculo áulico: se sentirá reivindicado. ¿Reformará luego la Constitución, posará con sus generales detrás? México haría bien en cuestionarse si no está ante el riesgo de un nuevo caudillo que, enamorado de un incomprobable pueblo bueno, decida gobernar abrazando a pretorianos armados.

Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Seminario Iberoamericano de Periodismo Emprendedor en CIDE-México y del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur es su último libro.

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