La guerra antigua

En 1991, Jean Baudrillard publicó La guerra del Golfo no ha tenido lugar. Tan provocativo título respondía a la constatación de encontrarnos ante un nuevo tipo de guerra, alejada de las tradicionales, basada en la virtualidad y la disuasión, una guerra quirúrgica, transmitida en tiempo real.

Nada de esto ocurre en el conflicto ruso-ucranio, donde se nos hurta la realidad por la puesta en escena. En primer lugar, Volodímir Zelenski es un actor, que ya se había representado a sí mismo como presidente en una serie televisiva. En una inversión paradójica, la realidad es ahora una copia de una ficción, una realidad de segunda mano, por así decir. Zelenski aparece siempre con una camiseta verde-caqui, como si estuviera en un entrenamiento militar, no puede llevar uniforme porque no pertenece al ejército, y no quiere llevar traje porque restaría dramatismo a la situación. Frente a él, Vladímir Putin, en su excesivo palacio dorado, con su rostro impasible, se convierte en la caricatura del malo de la película.

Más allá de esta parafernalia, se nos escamotea la visión directa. Acostumbrados a que todo pase en tiempo real ante nuestros ojos, la verosimilitud para nosotros es que lo real se convierta en imagen, la verdad es el streaming. Sin embargo, en Ucrania los hechos se muestran en diferido, y Rusia es un agujero negro informativo. Las imágenes, excepto la voladura del puente de Crimea, llegan tarde, interpretadas por el relato ideológico. En este sentido, esta es una guerra antigua, no transmoderna, lo que induce a la desconfianza.

Creíamos que las guerras reales, sangrientas, no ocurrían ya en Europa, sino en zonas más o menos primitivas. Sin embargo, hemos abandonado el espacio bélico disuasorio, virtual, de guerra quirúrgica. Esta es una guerra anacrónica, nos retorna a la Guerra Fría, boicotea la información, no se retransmite, nos devuelve a los muertos en las cunetas y en las fosas comunes. Y si Putin emplea ahora la amenaza nuclear, lo hace a destiempo, a la desesperada, con los cadáveres hasta las rodillas, con una lógica no quirúrgica sino de morgue. Lo que no obsta para un segundo Hiroshima.

Zelenski fue un héroe por no huir, esta fue su primera caracterización como personaje. A partir de ahí comenzó su representación. Desempolvó los valores vetustos que creíamos solo presentes en himnos militares y películas bélicas y westerns de los años cincuenta: valentía, heroicidad, defensa de la patria, gallardía viril, legitimidad moral, resistencia hasta la muerte.

¿Cuántos europeos son capaces de poner en riesgo sus vidas por esos valores? Vivimos en una sociedad blanda, carente de ideales sociales, con valores débiles: consumo, narcisismo, búsqueda de la satisfacción (no nos atrevemos a llamarla felicidad), encuentros tinder (no nos atrevemos a llamarlo amor). Nuestros jóvenes quieren ser influencers. El suyo es un universo fluido, en el que lo instantáneo sustituye a la profundidad. No quieren hacer la revolución, prefieren sentirse transgresores: el sexo, y no la política, es su presunta rebeldía. No necesitan cambiar el mundo, les basta con transformarse a sí mismos.

Frente a esta idiosincrasia generacional, sorprende en Ucrania la potencia de los valores e ideales fuertes en su defensa de la patria. Los rusos, ante una retórica oficial semejante, se muestran mucho más “europeos”: ni patriotismo, ni valor, y no aceptan ir a una guerra en la que solo ven la amenaza de la muerte. Esta guerra en Ucrania, que nos devuelve en cierto sentido a la primera parte del siglo XX, ¿nos puede aportar una revitalización de valores perdidos: honestidad, sacrifico, lealtad… (pensemos en John Wayne o Gary Cooper)?, ¿hay algo rescatable en ellos, por debajo de la crítica que ha caracterizado esos valores como patriarcales, fascistas, violentos y moralmente desfasados?

Me llamó la atención que, al principio de la guerra, los ucranios hicieran salir a las mujeres y los niños de las zonas de conflicto, mientras los hombres debían permanecer. Quedó claro cuál era la misión de ambos sexos: las mujeres cuidar a niños y ancianos, los hombres pelear. En esa separación de roles hay otro elemento significativo: quienes deciden la guerra son hombres en su mayoría: ¿no es quizás el exceso de testosterona un elemento a neutralizar a la hora de tratar los conflictos internacionales? Quiero decir, quizás a los varones hay que enviarlos al frente cuando se trata de pelear, pero deberían ser las mujeres, no testosterónicas, quienes se encargaran de negociar. Por desgracia aún no estamos en ese papel, ya se ha visto: huir con los niños o quedarse para ser violadas y asesinadas. Las mujeres seguimos siendo cuerpo, cuerpo nutricio y protector, o cuerpo violable. Rara vez somos mentes pactando la situación de todos. Y ese es un aspecto sensato que debemos reivindicar, frente al desempolvado o no de ciertos valores potentes, y la representación infatuada de los amos de la guerra.

Rosa María Rodríguez Magda es filósofa y escritora. Su último libro es La mujer molesta. Feminismos postgénero y transidentidad sexual.

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