La guerra comercial en ciernes de Trump

Durante su campaña, el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, utilizó el comercio exterior como un pararrayos en su supuesta defensa de la atormentada clase media norteamericana. No es una táctica poco frecuente para los candidatos en cualquiera de los extremos del espectro político. Lo que es inusual es que Trump no haya moderado su tono anti-comercio desde su victoria. Por el contrario, subió la apuesta e hizo una serie de disparos tempranos de advertencia en lo que podría convertirse en una declaración de guerra comercial declarada a nivel global, con consecuencias desastrosas para Estados Unidos y el resto del mundo.

Consideremos las decisiones clave que tomó Trump en materia de colaboradores. El empresario industrial Wilbur Ross, el designado secretario de Comercio, ha sido explícito en su deseo de derogar los acuerdos comerciales "tontos" de Estados Unidos. Peter Navarro, profesor de Economía de la Universidad de California en Irvine, será el director del Consejo Nacional del Comercio -una nueva área de toma de decisiones políticas de la Casa Blanca que funcionará a la par del Consejo de Seguridad Nacional y del Consejo Económico Nacional-. Navarro es uno de los halcones más extremos contra China en Estados Unidos. Los títulos de sus dos libros más recientes -Muerte por China (2011) y El tigre agazapado: lo que el militarismo de China significa para el mundo (2015)- dicen mucho sobre sus prejuicios amarillistas.

Ross y Navarro también fueron coautores de un informe de posición sobre la política económica publicado en el sitio web de la campaña de Trump que puso a prueba cualquier semejanza de credibilidad. Ahora tendrán la oportunidad de llevar sus ideas a la práctica. Y, por cierto, el proceso ya comenzó.

Trump dejó en claro que retirará de inmediato a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico (TPP por su sigla en inglés) -en sintonía con las críticas de Ross de los acuerdos comerciales de Estados Unidos-. Y su actitud descarada de desafiar la política de 40 años "Una sola China" al hablar directamente con la presidenta taiwanesa Tsai Ing-wen -para no mencionar sus subsiguientes mensajes contra China por Twitter- deja pocas dudas de que su administración seguirá los consejos de Navarro and pondrá en la mira al socio comercial más importante y más fuerte de Estados Unidos.

Por supuesto, Trump, que se define a sí mismo como un negociador magistral, tal vez sólo esté usando un tono firme, para advertirle a China y al mundo que Estados Unidos ahora está dispuesto a operar desde una posición de fuerza en la arena del comercio exterior. Un comentario inicial audaz, dice el argumento, ablanda al adversario para un resultado final más apetecible.

Pero aunque esta firmeza sin duda funcionó muy bien con los votantes, no pasa una prueba de realidad esencial: el gran déficit comercial de Estados Unidos -una manifestación visible de su bajo nivel de ahorro- pone en tela de juicio la noción misma de poderío económico. Un déficit de ahorro doméstico significativo, como el que hoy aflige a Estados Unidos, explica el apetito insaciable de Estados Unidos por un superávit de ahorro del exterior, que a su vez engendra su déficit crónico de cuenta corriente y un déficit comercial masivo.

Los negociadores que intentan abordar este problema macroeconómico de un país a la vez no tienen chances de salir airosos: Estados Unidos registró déficits comerciales con 101 países en 2015. No puede haber una reparación bilateral para un problema multilateral. Es como el proverbio del niño holandés que tapó un agujero con el dedo para detener una fuga de agua en un dique. A menos que se resuelva el origen del problema -una escasez de ahorros que probablemente empeore frente a la ampliación inevitable de los déficits presupuestarios federales por parte de Trump-, los déficits de cuenta corriente y comercial de Estados Unidos no harán más que crecer. Estrujar a China simplemente desviaría el desequilibrio comercial a otros países -muy probablemente a productores de costos más elevados, lo que efectivamente aumentaría los precios de los alimentos extranjeros que se les venden a las familias norteamericanas en aprietos.

Pero la historia no termina ahí. La administración Trump está jugando con munición de guerra, lo que tiene implicancias profundas y globales. En ninguna otra parte esto es más evidente que en la posible respuesta china a la nueva demostración de fuerza de Estados Unidos. El equipo de Trump desestima la reacción de China frente a sus amenazas -cree que Estados Unidos no tiene nada que perder y todo para ganar.

Desafortunadamente, tal vez no sea el caso. Nos guste o no, Estados Unidos y China están atrapados en una relación económica codependiente. Es cierto, China depende de la demanda estadounidense para sus exportaciones, pero Estados Unidos también depende de China: los chinos son dueños de más de 1,5 billones de dólares en títulos del Tesoro de Estados Unidos y otros activos en dólares de Estados Unidos. Es más, China es el tercer mercado exportador más grande de Estados Unidos (después de Canadá y México) y el que se está expandiendo a pasos más acelerados -algo difícilmente inconsecuente para una economía estadounidense ávida de crecimiento-. Es tonto pensar que Estados Unidos tiene todas las cartas en esta relación económica bilateral.

La codependencia es una conexión muy reactiva. Si un socio cambia los términos del acuerdo, el otro probablemente responda del mismo modo. Si Estados Unidos ataca a China -algo que Trump, Navarro y Ross han predicado durante mucho tiempo y ahora parecen estar llevando a la práctica-, también debe enfrentar las consecuencias. En el frente económico, eso implica la posibilidad de aranceles recíprocos a las exportaciones de Estados Unidos a China, así como potenciales ramificaciones para las compras chinas de títulos del Tesoro. Y otros países -estrechamente asociados con China a través de cadenas de suministro globales- bien podrían imponer sus propios aranceles compensatorios.

Las guerras comerciales globales son raras. Pero, al igual que los conflictos militares, suelen comenzar con escaramuzas o malentendidos accidentales. Hace más de 85 años, el senador estadounidense Reed Smoot y el representante Willis Hawley dispararon el tiro inicial al patrocinar la Ley de Aranceles de 1930. Eso condujo a una guerra comercial global catastrófica, que para muchos transformó una recesión importante en la Gran Depresión.

Es el colmo de la locura ignorar las lecciones de la historia. Para la economía estadounidense proclive al déficit y carente de ahorros de hoy, hará falta mucho más que vapulear a China para que Estados Unidos vuelva a ser grande. Convertir el comercio en un arma de destrucción económica masiva podría ser un error de proporciones épicas en materia de políticas.

Stephen S. Roach, former Chairman of Morgan Stanley Asia and the firm's chief economist, is a senior fellow at Yale University's Jackson Institute of Global Affairs and a senior lecturer at Yale's School of Management. He is the author of Unbalanced: The Codependency of America and China.

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