La guerra de Afganistán que los españoles no podemos perder

Las muertes del brigada Suárez y del cabo Alonso, a manos de un terrorista suicida en Shindand, al sur de Herat, no son más que otro terrorífico escalón en el horror afgano y vienen a corroborar lo que medio mundo sabe: en Afganistán se libra una guerra contra la barbarie talibán, contra la producción insoportable de la droga y en solidaridad con las mujeres más oprimidas del planeta.

Pero ante la obviedad del conflicto bélico, conviene repasar determinados aspectos políticos y sociológicos que, gracias a la insistencia por ocultarlos, van calando en España. En todo Occidente, las opiniones públicas son cada día más conscientes de que Afganistán es una guerra casi total, pero en nuestro país seguimos, erre que erre, escondiendo la cabeza debajo del ala.

Menos mal que la elección de Barak Obama como presidente de los Estados Unidos dejará sin excusas -o no- a quienes en este lado del planeta siguen pensando que los muertos tienen que ser americanos. Porque inexorablemente el mundo se aproxima a la redefinición de la misión que la OTAN mantiene en suelo afgano.

Se trata de ganar la guerra sin paliativos. De lo contrario, la Alianza Atlántica y todos y cada uno de sus miembros mostraremos nuestras vergüenzas más inconfesables ante la China que observa atenta desde su frontera del Hindukush; ante los «tanes» ex soviéticos que siguen mirando con ojos rusos hacia el sur; ante Islamabad y el hervidero de terroristas dispuestos a viajar a Europa desde las montañas del norte pakistaní y, en definitiva, ante el terrorismo islamista.

El acoso al que las tropas norteamericanas ha sometido a los talibanes desde el inicio de la operación Libertad Duradera ha convertido este conflicto en un laboratorio de la guerra del siglo XXI, más perfecto y perverso, si cabe, que lo experimentado en Irak. Así, a las acciones de combate de los primeros años de guerra les han sucedido operaciones de guerrilla contraatacadas por los talibanes con atentados terroristas que han ido evolucionando hasta la acción suicida, lo que hace pensar a los servicios de Inteligencia occidentales que ya ni siquiera son afganos los que lanzan el coche bomba contra los militares de la OTAN. Quizá, como ocurrió el pasado domingo contra el último vehículo del convoy español.
A la fuerza, las bandas de combatientes, más diseminadas que nunca, huyen del sur hacia el norte y el oeste, donde confluyen dos características: los señores de la guerra siguen controlando el poder de las provincias y, además, las tropas allí establecidas no parecen dispuestas al combate, ya sea por las reglas de enfrentación impuestas desde sus gobiernos, como es el caso español, o por la propia dificultad de las acciones bélicas en un territorio absolutamente hostil.

El embajador estadounidense en Madrid, Eduardo Aguirre, me recordó, unas horas después de que Obama ganara las elecciones, que la necesidad de más tropas preparadas para el combate será ineludible. Pero esta evidencia traerá consigo, en breve, un reposicionamiento político de los Gobiernos que aportan efectivos a la región afgana. Ya no hay excusas. Obama ha despejado el camino y toca retratarse. ¿Podrán Europa y España soportar la llegada de aviones con los ataúdes, no ya de algunos asesinados en atentados esporádicos, sino con muertos caídos en combate? ¿No sería aconsejable ir preparando a la sociedad española -aunque habría que haberlo hecho hace años- a ser consciente de lo que allí hacen nuestros militares? ¿No sería ese reconocimiento el mejor homenaje a su labor, más allá de las sinceras y sentidas pompas fúnebres? El problema político radica en el cambio de discurso. De la paz a la guerra, del atentado a la batalla, de la defensa al contraataque. Sea como fuere, no nos engañemos. Los terroristas que asolan Afganistán no pretenden simplemente atacar a las tropas multinacionales. No. Lo que buscan es el poder en Afganistán. Pretenden derrocar a Karzai con la OTAN de por medio y conseguir así recuperar el control total del régimen de Kabul.

Los ministros Miguel Ángel Moratinos y Carme Chacón me insistieron directamente, hace tan solo unos días, en la necesidad de poner el foco en la reconstrucción del país. De acuerdo, en principio; pero no será suficiente. Porque esa labor pasa en primer lugar por la edificación del propio Estado, de arriba abajo y al revés. Kabul parece estar bajo una dirección más o menos democrática, pero el resto del país sigue dominado por señores feudales, auténticas minidictaduras del poder absoluto, la corrupción, la droga y la humillación a la mujer. Y dar la vuelta al caos tardará varias generaciones.

En segundo lugar, la reconstrucción pasará obligatoriamente por la formación del ejército nacional y sus fuerzas policiales. Lo que la OTAN reconoce como «afganización» de la seguridad. Más de lo mismo, porque este trabajo requerirá mucho dinero, mucho tiempo y mucha sangre.

En este campo, todos los países de la Alianza reconocen el éxito del PRT español en Qala-i-Naw, donde alrededor de 200 soldados se encargan de la seguridad de la provincia de Baghdis. Un territorio de las dimensiones de la provincia de Zaragoza que intenta ser controlado por dos centenares de militares españoles, donde la seguridad se complica debido, fundamentalmente, a la extensión de los trabajos de cooperación y a la lejanía de las obras respecto a la propia ciudad. Cuanto más éxito tenga la labor de la AECI, mayor rechazo talibán provocará. También en este capítulo los protocolos de uso de la fuerza deberán cambiar para adecuarse a los nuevos escenarios.

Por no hablar de la situación de la mujer. Existe una obligación moral, casi personal, de cada uno de los soldados occidentales allí destinados, para mejorar la consideración y la vida de las afganas. Basta hablar con ellos para corroborarlo. En todas las ocasiones en que yo mismo he deambulado por Afganistán, me ha sobrecogido hasta la vergüenza la visión fantasmal de las mujeres bajo sus burkas. ¿Quién iba dentro? ¿Una anciana, una adolescente? ¿Una persona?
El capítulo de lucha contra la droga también merece un pequeño alto en la reflexión.

Y es que desde Occidente se aprecia con razón que la exportación de todo tipo de drogas supone la fórmula de financiación multimillonaria de los talibanes, pero ¡ojo!, también es el modo de vida de la población rural y medieval por casi todo el país. ¿Se podrá acometer la destrucción de esos campos y, por lo tanto, condenar a sus habitantes, más aún, a la nada? ¿Se habla en serio cuando se pretende convencer a aquella gente de que el sustituto del opio ha de ser el pistacho?

Hay que coger el toro por los cuernos y reconocer que aquello es una guerra con todo el horror que conlleva. España no debe quedar al margen de aquel desastre porque tenemos que ganar la batalla. A la vez, y aunque lleguemos tarde, tendremos que acometer por fin la formación de nuestra sociedad en la auténtica asignatura de Cultura de la Defensa. Ya está bien de mantener vivos los complejos posfranquistas, de no honrar a los muertos como se merecen y de no llamar a las cosas por su nombre.

Fue el por entonces ministro Bono quien me comentó, pisando las piedras en la base de Herat, que nuestras tropas deberían seguir allí al menos diez años. Puede ser que se quedara corto. Por nuestro bien, por el futuro y porque no se puede perder la guerra de Afganistán, deberemos permanecer allí varios decenios, con todas las consecuencias.

LAS muertes del brigada Suárez y del cabo Alonso, a manos de un terrorista suicida en Shindand, al sur de Herat, no son más que otro terrorífico escalón en el horror afgano y vienen a corroborar lo que medio mundo sabe: en Afganistán se libra una guerra contra la barbarie talibán, contra la producción insoportable de la droga y en solidaridad con las mujeres más oprimidas del planeta.

Pero ante la obviedad del conflicto bélico, conviene repasar determinados aspectos políticos y sociológicos que, gracias a la insistencia por ocultarlos, van calando en España. En todo Occidente, las opiniones públicas son cada día más conscientes de que Afganistán es una guerra casi total, pero en nuestro país seguimos, erre que erre, escondiendo la cabeza debajo del ala.

Menos mal que la elección de Barak Obama como presidente de los Estados Unidos dejará sin excusas -o no- a quienes en este lado del planeta siguen pensando que los muertos tienen que ser americanos. Porque inexorablemente el mundo se aproxima a la redefinición de la misión que la OTAN mantiene en suelo afgano.

Se trata de ganar la guerra sin paliativos. De lo contrario, la Alianza Atlántica y todos y cada uno de sus miembros mostraremos nuestras vergüenzas más inconfesables ante la China que observa atenta desde su frontera del Hindukush; ante los «tanes» ex soviéticos que siguen mirando con ojos rusos hacia el sur; ante Islamabad y el hervidero de terroristas dispuestos a viajar a Europa desde las montañas del norte pakistaní y, en definitiva, ante el terrorismo islamista.
El acoso al que las tropas norteamericanas ha sometido a los talibanes desde el inicio de la operación Libertad Duradera ha convertido este conflicto en un laboratorio de la guerra del siglo XXI, más perfecto y perverso, si cabe, que lo experimentado en Irak. Así, a las acciones de combate de los primeros años de guerra les han sucedido operaciones de guerrilla contraatacadas por los talibanes con atentados terroristas que han ido evolucionando hasta la acción suicida, lo que hace pensar a los servicios de Inteligencia occidentales que ya ni siquiera son afganos los que lanzan el coche bomba contra los militares de la OTAN. Quizá, como ocurrió el pasado domingo contra el último vehículo del convoy español.

A la fuerza, las bandas de combatientes, más diseminadas que nunca, huyen del sur hacia el norte y el oeste, donde confluyen dos características: los señores de la guerra siguen controlando el poder de las provincias y, además, las tropas allí establecidas no parecen dispuestas al combate, ya sea por las reglas de enfrentación impuestas desde sus gobiernos, como es el caso español, o por la propia dificultad de las acciones bélicas en un territorio absolutamente hostil.

El embajador estadounidense en Madrid, Eduardo Aguirre, me recordó, unas horas después de que Obama ganara las elecciones, que la necesidad de más tropas preparadas para el combate será ineludible. Pero esta evidencia traerá consigo, en breve, un reposicionamiento político de los Gobiernos que aportan efectivos a la región afgana. Ya no hay excusas. Obama ha despejado el camino y toca retratarse. ¿Podrán Europa y España soportar la llegada de aviones con los ataúdes, no ya de algunos asesinados en atentados esporádicos, sino con muertos caídos en combate? ¿No sería aconsejable ir preparando a la sociedad española -aunque habría que haberlo hecho hace años- a ser consciente de lo que allí hacen nuestros militares? ¿No sería ese reconocimiento el mejor homenaje a su labor, más allá de las sinceras y sentidas pompas fúnebres? El problema político radica en el cambio de discurso. De la paz a la guerra, del atentado a la batalla, de la defensa al contraataque. Sea como fuere, no nos engañemos. Los terroristas que asolan Afganistán no pretenden simplemente atacar a las tropas multinacionales. No. Lo que buscan es el poder en Afganistán. Pretenden derrocar a Karzai con la OTAN de por medio y conseguir así recuperar el control total del régimen de Kabul.

Los ministros Miguel Ángel Moratinos y Carme Chacón me insistieron directamente, hace tan solo unos días, en la necesidad de poner el foco en la reconstrucción del país. De acuerdo, en principio; pero no será suficiente. Porque esa labor pasa en primer lugar por la edificación del propio Estado, de arriba abajo y al revés. Kabul parece estar bajo una dirección más o menos democrática, pero el resto del país sigue dominado por señores feudales, auténticas minidictaduras del poder absoluto, la corrupción, la droga y la humillación a la mujer. Y dar la vuelta al caos tardará varias generaciones.

En segundo lugar, la reconstrucción pasará obligatoriamente por la formación del ejército nacional y sus fuerzas policiales. Lo que la OTAN reconoce como «afganización» de la seguridad. Más de lo mismo, porque este trabajo requerirá mucho dinero, mucho tiempo y mucha sangre.

En este campo, todos los países de la Alianza reconocen el éxito del PRT español en Qala-i-Naw, donde alrededor de 200 soldados se encargan de la seguridad de la provincia de Baghdis. Un territorio de las dimensiones de la provincia de Zaragoza que intenta ser controlado por dos centenares de militares españoles, donde la seguridad se complica debido, fundamentalmente, a la extensión de los trabajos de cooperación y a la lejanía de las obras respecto a la propia ciudad. Cuanto más éxito tenga la labor de la AECI, mayor rechazo talibán provocará. También en este capítulo los protocolos de uso de la fuerza deberán cambiar para adecuarse a los nuevos escenarios.

Por no hablar de la situación de la mujer. Existe una obligación moral, casi personal, de cada uno de los soldados occidentales allí destinados, para mejorar la consideración y la vida de las afganas. Basta hablar con ellos para corroborarlo. En todas las ocasiones en que yo mismo he deambulado por Afganistán, me ha sobrecogido hasta la vergüenza la visión fantasmal de las mujeres bajo sus burkas. ¿Quién iba dentro? ¿Una anciana, una adolescente? ¿Una persona?

El capítulo de lucha contra la droga también merece un pequeño alto en la reflexión.

Y es que desde Occidente se aprecia con razón que la exportación de todo tipo de drogas supone la fórmula de financiación multimillonaria de los talibanes, pero ¡ojo!, también es el modo de vida de la población rural y medieval por casi todo el país. ¿Se podrá acometer la destrucción de esos campos y, por lo tanto, condenar a sus habitantes, más aún, a la nada? ¿Se habla en serio cuando se pretende convencer a aquella gente de que el sustituto del opio ha de ser el pistacho?

Hay que coger el toro por los cuernos y reconocer que aquello es una guerra con todo el horror que conlleva. España no debe quedar al margen de aquel desastre porque tenemos que ganar la batalla. A la vez, y aunque lleguemos tarde, tendremos que acometer por fin la formación de nuestra sociedad en la auténtica asignatura de Cultura de la Defensa. Ya está bien de mantener vivos los complejos posfranquistas, de no honrar a los muertos como se merecen y de no llamar a las cosas por su nombre.

Fue el por entonces ministro Bono quien me comentó, pisando las piedras en la base de Herat, que nuestras tropas deberían seguir allí al menos diez años. Puede ser que se quedara corto. Por nuestro bien, por el futuro y porque no se puede perder la guerra de Afganistán, deberemos permanecer allí varios decenios, con todas las consecuencias.

Ángel Expósito, director de ABC.