La globalización une al mundo gracias a los traslados de personas, cosas, ideas, dinero y mucho más; pero el discurso sobre ella se ha tornado cada vez más divisivo y las evaluaciones alternativas del proceso están separando al propio mundo globalizado.
Mientras los países con ingresos medios —los mercados emergentes— siguen exaltados por aprovechar los mercados globales y el dinamismo impulsado por la globalización, y mientras muchos países con ingresos bajos perciben oportunidades para dar el salto hacia una mayor prosperidad gracias a las nuevas tecnologías, los países ricos no están, en general, contentos con la situación actual. En las sociedades industriales maduras como Estados Unidos, la propia idea de la globalización genera sospechas, cuando no indignación. En línea con ese sentir, el presidente y director ejecutivo de BlackRock, Larry Fink, tocó una fibra sensible el año pasado cuando proclamó el fin de la globalización, y los políticos occidentales vienen promocionando la «localización en sitios amistosos» y otras formas de desvincularse de China.
La mayoría de esas descripciones son nuevas variantes de un antiguo mantra: paren el mundo que me quiero bajar. Sin embargo, más allá de su poder, la retórica sobre la fragmentación mundial no se ajusta a la realidad. El concepto de desglobalización puede formar parte de todos los discursos políticos, pero las estadísticas no lo respaldan. No solo el comercio mundial sigue expandiéndose, también lo hace el intercambio entre EE. UU. y China. Las comunicaciones a través de Internet y el flujo de datos crecen de manera exponencial y, pasada la pandemia, la gente vuelve a cruzar fronteras.
Es por la infelicidad en los países ricos que el debate contemporáneo resulta tan enconado. A medida que se desvanece el encanto de la globalización resulta más tentador entender al mundo como un juego de suma cero: si uno gana, otro pierde, y si puedo asegurarme de que pierdas, ganaré. Por lo tanto, la estrategia estadounidense es mantener el liderazgo tecnológico frente a China, principalmente mediante la restricción del acceso a los semiconductores más avanzados. Incluso los intelectuales inclinados hacia la globalización y a quienes les agrada la idea de la competencia insisten ahora en que EE. UU. puede ganar esta contienda.
Sin embargo, esta obsesión por ocupar el primer lugar genera naturalmente una respuesta de confrontación, especialmente por parte de otras grandes economías cuya aspiración es alcanzar y superar a EE. UU.: si China cree que EE. UU. hará lo que sea para evitar que ocupe el primer lugar, eso la lleva a adoptar su propia retórica de suma cero. Los diplomáticos dejan de ser diplomáticos para convertirse en estridentes «lobos guerreros».
Por otra parte, aunque tradicionalmente China no participa en alianzas, la sensación de amenaza la llevó a cultivar vínculos más estrechos con Rusia, otro país con armamento nuclear y una postura antioccidental. En el contexto actual, una relación más estrecha con Rusia parece una forma poderosa de redoblar la apuesta de la propia China por el dominio global.
La narrativa de la desvinculación crea entonces un efecto yo-yo, en el que tanto EE. UU. como China tratan de alejarse solo para darse cuenta luego de que aún dependen de la economía globalizada... y del otro. Después de hacer olas el año pasado con su llamado a la localización en sitios amistosos, la secretaria del Tesoro de EE. UU. Janet L. Yellen (y el asesor de seguridad nacional Jake Sullivan) están retrocediendo un poco, en un esfuerzo por reparar los daños al proceso de participación de ambos países.
La India, mientras tanto, sufre una versión más atenuada de esa ansiedad. Si bien los indios aprecian la solidez de sus vínculos económicos y personales con EE. UU. y los perciben como la base de un desarrollo eficaz, las motivaciones occidentales los preocupan.
En la India, como en la mayoría de las economías emergentes, esta visión refleja el anticolonialismo (o la descolonización). La globalización se convierte en una suerte de venganza por los abusos del imperio, y los intentos de las antiguas potencias coloniales ricas por desvincularse o detener la globalización se perciben como nuevas versiones de la antigua opresión colonial. La lucha por el futuro de la globalización es un choque entre legados históricos.
La falta de acuerdo sobre la bondad de la globalización dificulta su gestión todavía mucho más. Las viejas instituciones que deben coordinar las políticas están bajo presión. La Organización Mundial del Comercio quedó paralizada hace más de una década cuando en la ronda de negociaciones de Doha no fue capaz de reducir aún más las barreras al comercio mundial, y luego Donald Trump frotó más sal en sus heridas con políticas comerciales nacionalistas de corte agresivo. De manera similar, aunque el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional siguen siendo vitales, deben trabajar ahora con una multitud de nuevas instituciones para la cooperación, que son más pequeñas y responden a objetivos muy limitados.
Hacia principios del siglo, los políticos y economistas debatieron si el FMI debía reinventarse para convertirse en prestamista internacional de última instancia. Luego vino la crisis financiera de 2008, cuando se posicionó como parte de una estructura integrada por instituciones regionales y alternativas desarrolladas por China y Europa (la iniciativa de bonos Chiang Mai de 2000, el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, el Mecanismo Europeo de Estabilidad, etc.). Ahora la gestión internacional del dinero consiste en coordinar una red de organismos regionales cada vez más densa. Esa tarea exige una comunicación eficaz, pero se trata de un diálogo que suele verse obstruido y frustrado por disputas relacionadas con el lenguaje y la valencia política de la globalización.
¿Se puede evitar el impasse? ¿Podemos dejar de lado las sospechas que impiden una cooperación mundial más sólida? Uno de los requisitos es que todos reconozcamos que la combinación de nuevas tecnologías y mayor interconexión tiene implicaciones intrínsecamente imposibles de conocer (y, por ello, de controlar). Nadie podrá predecir con precisión qué país ocupará el primer lugar.
Los procesos vinculados de globalización y cambio tecnológico pueden hacer caer fácilmente al mundo en una trampa. Los resultados son inciertos, pero además esa incertidumbre es paralizante. Corresponde entonces al gobierno ofrecer cierta seguridad; cuanto más eficaz sea, menos motivos habrá para sospechar y el mundo estará menos dividido por la ansiedad de «ganar» o «perder».
Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University. A specialist on German economic history and on globalization, he is a co-author of The Euro and The Battle of Ideas, and the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, Making the European Monetary Union, and The War of Words. Traducción al español por Ant-Translation.