La guerra de las rosas

Llevaba tiempo en preparación, con intercambio ocasional de disparos, pero ayer se convirtió en una contienda abierta. Pedro Sánchez tomó la iniciativa convocando un debate interno en la forma de elecciones primarias y congreso del partido. Sus críticos, decía, no se atreverán a negarle la voz a la militancia. Éstos, por su lado, han decidido intentar tomar el control del partido desde arriba, basándose en la idea de que quizás los votantes más moderados tengan otras preferencias. Muchos retratan esta guerra como una mera lucha de poder vacía de contenido, pero pocas son las batallas por el control de un partido que no contraponen visiones de fondo; y no se conoce ningún conflicto de ideas que no conlleve la intención de un bando de imponer las suyas sobre las del rival. El poder y el proyecto van de la mano, y las dudas sobre el segundo suelen emerger cuando el espacio para disfrutar del primero se reduce. Como le sucede a un PSOE que encadena varias derrotas sin precedentes.

De esta manera, la guerra de las rosas dirime mucho más que el futuro de Sánchez, de Díaz, o incluso del socialismo español, pues en ella se contraponen dos visiones del papel que debe tener un partido socialdemócrata en el nuevo escenario político occidental. Escribía hace unos meses en estas mismas páginas que la formación parecía indecisa entre dos rutas: de un lado se encuentra la alternativa de colaborar con el centro y el centroderecha tradicional, o incluso ocuparlo, forjando un bloque por la estabilidad y las reformas comedidas. El primer ministro italiano Matteo Renzi representa ese camino. El contraargumento define también la vía opuesta: cualquier pacto con las élites es una traición, y por tanto el deber de la socialdemocracia es alejarse, no acercarse, al centroderecha. Hace pocos días, Jeremy Corbyn salía triunfante de su propia guerra interna, en la que también ha empleado a la militancia más movilizada como muro de contención contra los moderados (que otros llamarían establishment) del laborismo. La vía central, una en la que el socialismo se recicla para proponer nuevas coaliciones entre ganadores y perdedores de la evolución económica de los últimos años, permanece inexplorada. Y Pedro Sánchez ha decidido ir a la guerra con la estrategia de Corbyn.

La alternativa de Ferraz impide facilitar una investidura de Rajoy independientemente de las veces que el país acuda a las urnas. Para ello, se ha apoyado en la porción más movilizada de la militancia. Por eso, la cúpula solo se ha movido de su segundo plano cuando ha considerado que está dispuesta a asumir explicar a las bases por qué se hace lo contrario de lo que quieren. El argumento, según ellos, es sencillo: seguir sin Gobierno deja España en una situación de bloqueo inaceptable. No es distinto del esgrimido por el resto de partidarios de las grandes coaliciones en los países del norte de Europa. Lo que omiten es que este coste en estabilidad a corto plazo se ve compensado por el beneficio de escuchar a quien pide cambio, manteniendo el sentimiento antiestablishment a raya. La experiencia en esos mismos países apunta a que cualquier unión entre el centroizquierda y el centroderecha no hace sino alimentar las pulsiones extremas en ambos lados del espectro.

Los nuevos partidos contienen esa intención de asalto al poder tanto como representa un deseo de modificación profunda en las politicas y en las instituciones. Fomentar lo segundo sin dejar espacio a lo primero es el gran reto de la vieja izquierda, y la vía de concentración no lo facilita.

Es por eso que es esta una guerra que no acaba aquí, ni dentro de nuestras fronteras, sino que se libra en la esfera continental: los distintos partidos socialdemócratas del continente vienen tomando posiciones desde hace años. Impulsados por convicciones ideológicas o por necesidades de competición electoral, la socialdemocracia europea en pleno enfrenta el mismo dilema: estabilidad o cambio. El viaje hacia el centro, que ha sido su ruta más habitual en las últimas décadas, no resulta hoy muy atractivo. La ausencia de un crecimiento ecónomico sólido y, sobre todo, repartido de manera equitativa debilita los argumentos de quienes propongan profundizar en el capitalismo, así sea con un corte social: para qué, pensarán muchos votantes, si ya no salimos ganando con el sistema actual. Ante semejantes situaciones de crisis estructural los socialdemócratas se han caracterizado por proponer nuevos proyectos que retejiesen la relación entre Estado y mercado. Pero hoy día carecen por completo de uno. O, mejor dicho, han renunciado a él.

En realidad, la ruta de la innovación ya ha sido señalada por otros: reformas estructurales a cambio de amplio estímulo fiscal con universalización y mejora de las coberturas, a pagar por el capital y por las clases medias y altas, en una combinación que permita afrontar los retos que plantea la globalización y la tecnificación del mundo del trabajo, impulsando al mismo tiempo la plena igualdad de la mujer en el terreno económico y social. El relato está ahí, pero la clave es que ya no funciona a nivel estatal. En una Europa dividida entre acreedores y deudores, la única manera de llevar adelante un nuevo proyecto de crecimiento inclusivo es con un pacto entre los primeros y los segundos. Pero los socialdemócratas europeos llevan años atrapados en la separación progresiva de ambos mundos, de manera que Alemania cada vez está más lejos de Grecia, y Holanda, de España. Ahora, con un espacio electoral mucho más reducido en sus plazas nacionales, el centroizquierda se afana en buscar maneras más simples de sobrevivir. Llegó su hora de administrar la miseria.

La guerra de las rosas del PSOE no es más que un episodio de esta gran contienda. Si finalmente se emprende un viaje al centro, se desdibuja la redistribución y potencia a sus rivales anti-elitistas. Pero si el movimiento acaba siendo hacia la izquierda sin matices, se habrá producido un equilibrio inestable de futuro incierto, que posiblemente dará alas al conservadurismo. La integración europea, única respuesta al entuerto, se ha quedado así huérfana de la atención que merece. Salvo por aquellos que, por supuesto, están contentos de tenerla toda para ellos, como chivo expiatorio perfecto. Resultaría triste, y paradójico, que Europa muriese por la cobardía de quienes en el pasado crecieron bajo su manto, pero hoy no se atreven a defenderla. Así les vaya la vida en ello.

Jorge Galindo es sociólogo y candidato doctoral en el departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra.

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