En menos de una semana el término malware ha pasado a formar parte de nuestras vidas. El virus digital que desde el viernes ha desencadenado el mayor cibertataque de la historia no solo ha puesto en solfa a medio mundo infectando los ordenadores, sino que ha alertado sobre lo que nos espera, las nuevas formas de delincuencia y guerra del siglo XXI. Por la red, estos virus corren más rápido que la vieja pólvora. Para la ficción quedarán la guerra con pistolas de Solo ante el peligro, las espadas de El señor de los anillos o los cañones de El día más largo.El presente es digital.
De la gravedad de lo sucedido es preciso tomar lecciones. La primera, saber si el cibersecuestro de datos venía solo o escondía otros propósitos. El más ligero podría ser un daño industrial para robar contratos o patentes a otros países; pero nunca habría de descartarse el propósito de generar el caos para dañar a la inteligencia del adversario con un desorden masivo. El mundo del espionaje, evidentemente, es más virtuoso que un 007 de ficción y en este nivel de competencia lo mismo podría darse un catastrófico error de las agencias americanas, que la habilidad de Putin para incrustarle hackers negros a la NSA y culparle del ataque, que el mismo juego a la inversa. Dando por hecho que en el próximo embrollo jugarán también los chinos.
En todo caso, ya tuvimos primeros avisos, como el apagón en la costa este de EE UU para evidenciar que ni los más grandes, Facebook o Twitter, tenían protección ni proveedores alternativos. O el ataque con hackers empotrados en el partido demócrata y ahora en los archivos de Macron. De este episodio conocemos incluso el nombre de la primera persona que lo propagó, un ultraderechista de Estados Unidos que opera en el este de Europa. La primera reacción de Hollande fue como la de Obama, prometer una “dura respuesta al ataque”. Pero la pregunta es: ¿Con qué ley responder y cómo a igual escala? Las respuestas diplomáticas y comerciales tienen impacto cero sobre el atacante, lo que nos debería llevar a la alarma y al trabajo imperioso de protegernos para responder con réplicas contundentes. El aviso del último viernes no es baladí: hay dos grandes operadores informáticos en el mundo, Microsoft y Apple, y el ataque a uno de ellos ha generado el caos mundial.
Es cierto que, antes de esta gigantesca amenaza, los gobiernos y servicios secretos de los Estados punteros en inteligencia ya estaban trabajando. Nuestro CNI cuenta con grandes expertos en su Centro Criptológico Nacional y, hace ya dos años, España cambió la Ley de Enjuiciamiento Criminal para que el juez pueda autorizar el uso de troyanos por la Red con el fin de interceptar posibles ataques. Pero la realidad va al galope, por delante de leyes e incluso de la formación de los jueces y fiscales. ¿Cómo enjuiciar a un hacker si el juez desconoce no solo sus habilidades, sino incluso su lenguaje? ¿Qué legislación aplicar si ningún organismo internacional ha sido capaz de interpretar lo que está sucediendo? ¿Podría la OTAN sancionar a Rusia si hubiera interferido en algún país miembro, como EE UU o Francia? Claramente, no. Es la hora de rearmarse, de que Europa piense en términos de futuro, que ya son presente, y que trabaje en programas de software o aplicaciones derivadas. El mundo entero depende de Microsoft, Apple y, de modo incipiente, del abierto Linux. Es de suponer que los chinos ya han tomado nota de lo sucedido.
Entretanto, en nuestra vida cotidiana hemos de esperar ciberataques a baja escala de cámaras, sensores, puertas, relojes inteligentes, sistemas de coches o robos de poca monta, similares a los que, en los años noventa, nos sacaban quinientas pesetas a punta de navaja.
Aunque también, escuchando a los expertos, uno se tranquiliza porque los dos más temibles objetivos, la navegación aérea y las centrales nucleares, están extremadamente protegidos. Garantizan que no habrá un 11-S electrónico. Pero quienes así hablan también pronostican que el punto de inflexión no será hasta que todo se deteriore tanto que haga reaccionar a la sociedad entera. Y se conmine a gastar en seguridad informática tanto como se invierte en la física. Y se obligue a los fabricantes a evitar la vulnerabilidad de los sistemas, del mismo modo que la industria del automóvil desarrolló seguridad tras cien años de muertes.
Gloria Lomana es periodista, analista política y premio Fedepe 2016 (Federación de Mujeres Directivas y Ejecutivas).