La guerra digital

Está en marcha una nueva guerra digital. Nos jugamos mucho más que la mera rivalidad entre las superpotencias de Oriente y Occidente.

Tres hurras para Google. A pesar del peligro de perder la posibilidad de unos inmensos beneficios a largo plazo en el mercado chino de Internet, ha asestado un golpe en defensa de una de las grandes causas de nuestro tiempo: la libertad de información en el mundo. La Declaración Universal de Derechos Humanos dice que todos los seres humanos tienen derecho "a buscar, recibir e impartir información e ideas a través de cualquier medio e independientemente de las fronteras". La realidad es que la mayoría de la gente todavía no puede ejercer ese derecho, en parte por culpa de la pobreza y la falta de educación, pero también porque algunos Gobiernos se lo impiden.

El triunfo de todas estas nuevas y maravillosas tecnologías de la comunicación e información no es algo que debamos dar por descontado. Quienes opinamos así celebramos cada pequeña victoria del David digital sobre el Goliat autoritario, ya sea el manifestante con su teléfono móvil en Irán o el bloguero que utiliza redes privadas virtuales en China, pero la verdad es que Goliat se ha defendido bastante bien hasta ahora. De hecho, en la vida real, es posible que haga falta un Goliat para vencer a Goliat. De ahí la fascinación de "Google contra China".

¿O es, más bien, Estados Unidos contra China? En un discurso pronunciado hace unos días, la secretaria de Estado norteamericana Hillary Clinton expuso de forma inequívoca la postura de su país. Las tecnologías no toman partido en la lucha por la libertad y el progreso, dijo, pero Estados Unidos sí: "Defendemos una sola red de Internet en la que toda la humanidad tenga el mismo acceso al conocimiento y las ideas". Y criticó explícitamente la censura y la persecución de los usuarios de Internet en países tan distintos como Irán, Arabia Saudí, Vietnam, Egipto... y China. Ronald Reagan pronunció unas famosas palabras ante el Muro de Berlín: "Señor Gorbachov, derribe este muro". Sin utilizar un lenguaje tan directo, Clinton dijo, en realidad, "Señor Hu, derribe este gran cortafuegos".

Y Estados Unidos ha acompañado sus palabras con hechos; con unos cuantos, por lo menos. El Departamento de Estado dispone de un modesto programa de financiación de iniciativas para mejorar la libertad mundial de información. Parte de ese dinero está destinado a tratar de encontrar maneras técnicas de sortear los muros cibernéticos de la censura. Estas "tecnologías para burlar las barreras" no se limitan a las tradicionales páginas web, que dependen de direcciones IP relativamente fáciles de bloquear, sino que utilizan formas de conexión y difusión más escurridizas, comolas redes para compartir archivos (P2P), el teléfono móvil y la televisión por satélite.

El gran problema es el siguiente: cada agujero que se abre en el muro para el usuario idealista y sediento de información puede ser también un hueco por el que se cuelen el aficionado a la pornografía infantil, el terrorista, el predicador del odio y el ciberdelincuente. En su discurso, Hillary Clinton reconoció que existen males de los que las sociedades libres quieren defenderse, y mencionó el tratado sobre delitos informáticos del Consejo de Europa. Dicho tratado considera delito la difusión de pornografía infantil y autoriza el intercambio de datos informáticos almacenados para combatirla. Ahora bien, volvemos a lo mismo: ¿cómo se puede impedir que las mismas tecnologías y disposiciones legales aprobadas por la comunidad internacional que utiliza una democracia para identificar, censurar, atrapar y encarcelar a un pedófilo le sirvan a una dictadura para identificar, censurar, atrapar y encarcelar a un disidente?

Y recordemos que, para alguien como Li Changchun, el responsable de medios de comunicación en el Comité Permanente del Politburó, hablar de lo que los norteamericanos llaman "libertad", llamar "matanza" a los sucesos de la plaza de Tiananmen, es tal vez el equivalente político a la pornografía infantil. Es "pensamiento decadente" propagado por "fuerzas hostiles" para debilitar la salud espiritual de la sociedad china. La política de Estados Unidos es, denuncian, "imperialismo informativo".

No se trata meramente de una guerra fría digital entre Estados Unidos y China, del mismo modo que la guerra fría original era mucho más que una rivalidad geopolítica directa entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Ahora, como entonces, existen diferencias más amplias que no siempre coinciden con los intereses de los líderes de esos Estados en un momento dado.

Si quisiera resumir aquí el argumento ideológico general, diría: piensen en un combate de boxeo entre el fantasma de Samuel Huntington y el espíritu de Google. Huntington decía que la única forma de evitar un "choque de civilizaciones" era que lo que él llamaba los "Estados centrales" de las "civilizaciones" rivales, como Estados Unidos y China, se dejaran mutuamente actuar a su manera en sus respectivas esferas de influencia. Ésta es una regla a la que son fieles muchas compañías multinacionales: en China, haz como los chinos. Por sus reacciones iniciales al pulso entre Google y China, Bill Gates y Steve Ballmer, de Microsoft, parecen haberse inclinado en esta dirección. Y Yahoo llevó este principio a un extremo vergonzoso cuando vendió a un usuario suyo, un disidente chino, a las autoridades. El resultado fue que lo condenaron a 10 años de cárcel. A la hora de lidiar con empresas rivales, como con las naciones que son rivales comerciales en Europa, las autoridades chinas confían en el método de divide y vencerás.

La otra vía es la que ahora podemos identificar sin reservas, desde el punto de vista político y desde el punto de vista estético, con Google. Es el espíritu del universalismo liberal. Su afirmación fundamental es que existen ciertos derechos universales que ningún Estado o "civilización" tiene la prerrogativa de reprimir, y que, como proclama la Declaración Universal de Derechos Humanos, el derecho a la libertad de información es uno de ellos.

Igual que ocurre con la libertad de expresión dentro de un país, eso no quiere decir que cualquiera sea libre de decir a cualquiera lo que le parezca sobre cualquier cosa. Siempre existen límites, y algunos de ellos están fijados en otros pactos internacionales. Lo que necesitamos es un diálogo de ámbito mundial sobre cuáles deben ser esos límites. Habrá ciertas restricciones en las que todo el mundo esté de acuerdo. Por ejemplo: ¿hay algún país en la Tierra que esté de acuerdo con que debería permitirse la difusión libre de la pornografía infantil? En cambio, habrá otras reglas sobre las que habrá discrepancias.

Dichas discrepancias existen no sólo entre unas civilizaciones y otras, sino también dentro de cada civilización y cada país. Algunos chinos están completamente de acuerdo con Google; otros, con Li Changchun. Algunos estadounidenses están de acuerdo con Google y Clinton; otros (especialmente cuando están en un entorno profesional, no cuando están hablando en su casa), con Huntington y Yahoo! Ambas tendencias están muy representadas aquí, en Davos, en la reunión anual del Foro Económico Mundial, que, por consiguiente, es un buen lugar para comenzar.

Que empiece el debate. Y que se amplíe más allá del viejo Occidente de la guerra fría y sus aliados tradicionales. Debemos hablar seriamente sobre cuáles tienen que ser los límites a la libertad de información en el mundo. Pero debemos preguntarnos por qué los gobernantes autoritarios son tan reacios a dar el paso y mantener este debate. Si piensan que su sistema es mejor, ¿por qué no lo defienden? Si no lo hacen, es inevitable que hasta sus propios ciudadanos y usuarios de Internet tengan la sensación de que a sus gobernantes les da miedo someterse a los focos.

El único principio que los universalistas liberales y usuarios de Google no podemos aceptar es que este debate es ilegítimo, porque los límites legítimos a la libertad de información están donde las autoridades de un Estado concreto, en un momento determinado, dicen que están. Pero eso es precisamente lo que pretenden imponer los poderosos adversarios de la libertad de expresión en el mundo. Por tanto, el primer debate que es preciso que ganemos es el de si deberíamos estar teniendo ese debate. Tal vez sea el más difícil de los dos.

Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos. Ocupa la cátedra Isaiah Berlin en St. Antony's College, Oxford, y es profesor titular de la Hoover Institution, Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.