La guerra entre democracia y populismo no ha hecho más que empezar

Enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y los manifestantes frente al Capitolio. Julio Cortez / AP
Enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y los manifestantes frente al Capitolio. Julio Cortez / AP

Como dijo Aristóteles en su Poética, el final de un drama debe ser sorprendente pero inevitable. Si estamos de acuerdo, los cuatro años de Donald Trump como presidente de Estados Unidos han llegado a una conclusión apropiada.

El Capitolio es el edificio más impresionante de Washington, D.C. Muchos turistas que llegan por primera vez a la ciudad creen que es la Casa Blanca, por su tamaño imponente. Y, a pesar de las numerosas turbulencias que ha sufrido la democracia en Estados Unidos, sus congresistas y senadores siempre han podido trabajar a salvo entre sus honorables paredes desde hace más de dos siglos. La última ocasión en la que los enemigos de la democracia consiguieron irrumpir en el Capitolio fue en 1814, cuando las tropas británicas tomaron las calles de Washington.

Esto ayuda a entender por qué los acontecimientos del miércoles, a diferencia de muchos otros sórdidos sucesos de los últimos cuatro años, se recordarán durante décadas. Por primera vez, una insurrección popular ha interrumpido las deliberaciones de los representantes libremente elegidos por los estadounidenses. Y la persona responsable de que se haya reunido esa turba, la que la ha movilizado, no es un terrorista fanático ni el líder de una extraña secta religiosa, sino el presidente de Estados Unidos.

Después de perder su intento de reelección por siete millones de votos, Trump empezó a difundir teorías conspiranoicas, cada vez más desesperadas, sobre un supuesto fraude electoral. Aún hoy, en una actitud que no tiene ningún precedente, sigue sin querer reconocer que Joe Biden le derrotó en unas elecciones libres y limpias.

El miércoles estaba previsto el final de ese sórdido espectáculo. El Congreso debía certificar los resultados de las elecciones. Nada iba a impedir que Joe Biden se convirtiera en el 46º presidente de Estados Unidos.

Para dar a su último y desesperado intento de subvertir el resultado de unas elecciones libres la vaga apariencia de tener un amplio respaldo, Trump exhortó a sus partidarios a que acudieran a manifestarse a Washington. El miércoles se dirigió a ellos en este tono: “Vamos a dirigirnos al Capitolio... Nunca recuperaremos nuestro país siendo débiles. Debemos demostrar nuestra fuerza”.

Alentados por estas palabras incendiarias, y por la lamentable debilidad de la policía local, algunos manifestantes rompieron las endebles barreras que pretendían proteger el corazón de la democracia estadounidense. Los congresistas y senadores tuvieron que interrumpir la importante labor que estaban haciendo para ponerse a salvo. Cientos de seguidores de Trump irrumpieron en el edificio y empezaron a saquearlo.

En la Cámara de Representantes, los guardias de seguridad sacaron las armas e intentaron detener a una avalancha cada vez mayor de agitadores que quería entrar. A unos centenares de metros, varios habían franqueado ya los últimos obstáculos. Un hombre desnudo de cintura para arriba, con gorro de piel y cuernos artificiales, subió al estrado del Senado y se volvió hacia el hemiciclo mientras flexionaba sus músculos en gesto triunfal.

A la hora de la verdad, la insurrección más surrealista desde la de la película Bananas de Woody Allen no consiguió gran cosa. La policía, por fin, se hizo con el control del Capitolio. El tremendo bochorno de lo sucedido pareció avergonzar a unos cuantos de los que durante tanto tiempo han sido rehenes de Trump —entre ellos el vicepresidente Mike Pence— y les hizo distanciarse de su secuestrador. La Cámara y el Senado han seguido votando y aprobando, con claras mayorías, el resultado de las elecciones.

Incluso después de cuatro años en los que Donald Trump ha atacado de mil maneras las instituciones democráticas de Estados Unidos, las imágenes de esta insurrección han logrado indignarnos y sorprendernos. En el transcurso del día recibí alrededor de una docena de mensajes de amigos de todo el mundo que no daban crédito a lo que estaba llegando a sus pantallas transmitido desde Washington, D.C. Y, sin embargo, para los estudiosos del populismo autoritario, estos acontecimientos parecen inevitables.

Desde que entró en política, Donald Trump siempre ha dejado claro que él era el único que representaba al pueblo estadounidense. Esa convicción es la que le ha llevado, a cada paso, a entrar en conflicto con cualquier institución democrática que limitara su caprichoso ejercicio del poder. Desde el punto de vista de Trump, ni los jueces ni los representantes electos tienen derecho a trastocar la voluntad del pueblo, tal como la interpreta su mente narcisista.

Esta idea fundamental es también la que explica por qué Trump es incapaz de aceptar la legitimidad del resultado de las elecciones. Como sabe que él representa la verdadera voz de la gente, cualquier elección que parezca demostrar lo contrario no puede ser libre ni justa. Para cualquiera que se crea su premisa populista, las abstrusas teorías de la conspiración sobre los votos robados son la explicación más lógica para algo que, de no ser así, es imposible.

Es todo horrible y bochornoso. Pero, en medio de todo este horror, no debemos olvidar que, en estos cuatro años, la democracia estadounidense ha superado una dura prueba en la que muchos otros países han fracasado trágicamente.

La prensa estadounidense ha informado sobre los ataques de Trump contra las instituciones democráticas. Los grupos de la sociedad civil las han defendido recurriendo a la imaginación. Decenas de millones de ciudadanos han votado para apartar a Trump del poder. Las autoridades electorales locales han hecho frente con un valor extraordinario a tremendos intentos de intimidación. Y, al final, un buen número de congresistas y senadores republicanos ha certificado el resultado de las elecciones.

Las instituciones de Estados Unidos han sufrido graves daños. En el mejor de los casos, tardarán decenios en recuperar su fiabilidad y su prestigio. Las imágenes del miércoles nos perseguirán durante muchos años.

Sin embargo, en muchos otros países de Europa, Asia, África o Sudamérica, los populistas autoritarios han conseguido adueñarse por completo del sistema político. Y hay muchos otros que aguardan entre bastidores, dispuestos a aplicar las mismas reglas.

La victoria de los populistas no es inevitable. Pero después de presenciar el terrible perjuicio que un narcisista personaje televisivo ha sido capaz de infligir a la democracia más antigua del mundo, nadie podrá sorprenderse si lo consiguen en otros países. La guerra trascendental entre democracia y populismo no ha hecho más que empezar.

Yascha Mounk es profesor de la Facultad de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins y autor de El pueblo contra la democracia (Paidós). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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