La mayor parte del comercio y la inversión internacional se produce en redes que dividen la producción en pasos discretos que se pueden llevar a cabo en diferentes países. Las empresas intercambian insumos y productos en cadenas de valor transfronterizas, algunas de gran complejidad. Estas cadenas de valor –ya sea entre empresas o al interior de las mismas, a nivel regional o global- representaron más de las dos terceras partes del comercio mundial en 2017 y un sorprendente 80% en algunas industrias manufactureras.
Pero, como resultado del COVID-19, se calcula que todo está dado para que el comercio global de mercancías se desplome un 13-32% en 2020. Peor aún, la pandemia ha paralizado las redes de fabricación y las cadenas de suministro –especialmente en China, que representa el 28% de la producción industrial global-. Eso ha demorado el suministro de servicios esenciales, así como de alimentos, productos farmacéuticos y médicos básicos (inclusive guantes y mascarillas quirúrgicas), productos electrónicos y componentes automotrices, metales y otros bienes manufacturados.
Como resultado del daño y la disrupción económica generados por el COVID-19, los líderes empresariales están reevaluando el grado de dependencia de sus empresas de proveedores extranjeros únicos, a la vez que examinan cómo mitigar vulnerabilidades estratégicas. Y existen cada vez más reclamos de parte de los líderes políticos de países ricos a favor de cambios radicales en las estructuras de producción y en la política comercial.
Algunos gobiernos occidentales han anunciado planes para fomentar una mayor producción doméstica de necesidades básicas. Pero el salario promedio elevado y los niveles de productividad de esos países harán que los productos que requieren mucha mano de obra, la fabricación básica y otros servicios sean caros de producir, mientras que las medidas de protección como los aranceles perjudicarán a los consumidores domésticos.
Algunas economías avanzadas también están incrementando su escrutinio de las inversiones extranjeras relacionadas con el suministro de bienes y servicios críticos. Esas políticas, que intencionalmente son poco claras, se aplican a casi todos los productos y, por lo general, están destinadas a desalentar las compras de empresas domésticas por parte de inversores chinos durante la pandemia. Y algunos países en desarrollo, como la India, han comenzado a imponer restricciones similares.
Ahora bien, desmantelar las cadenas de valor global (CVG) y erigir barreras a la inversión extranjera directa (IED) son malas ideas. Implementarlas auguraría el retorno de las peores formas de proteccionismo y micro-nacionalismo económico, con consecuencias potencialmente devastadoras para la prosperidad, la estabilidad y la paz global.
Esas políticas podrían implicar una sentencia de muerte para muchas economías de bajos ingresos y agudizarían las desigualdades entre países, exacerbando así la actual debilidad de la demanda agregada global. Después de todo, el crecimiento global se ha beneficiado enormemente del surgimiento de nuevos mercados importantes en países alguna vez pobres como Japón, China y Corea del Sur, que se han vuelto fuentes confiables de demanda del consumidor y financiamiento de la inversión.
En general, los países ricos se benefician de las cadenas de valor global (CVG). Los costos inferiores del transporte y las innovaciones en materia de embalaje permiten que muchos productos ahora se puedan producir lejos de sus mercados finales. Como resultado de ello, se suelen fabricar productos de alto valor en regiones de bajo costo del mundo. Y al adoptar un modelo de abastecimiento global basado en cadenas de suministro transfronterizas, muchas empresas en economías avanzadas pueden sacar ventaja de estos costos reducidos.
Las empresas que participan en las CVG se vuelven así más eficientes y productivas. En tanto entran en industrias de mayor valor (muchas veces de gran necesidad de capital), pueden pagar a sus empleados sueldos más altos y mejorar sus actividades hacia la frontera tecnológica. Las CVG también crean oportunidades para subcontratar la producción de bienes con componentes cada vez más sofisticados, gestionar procesos industriales que requieren varios niveles de experiencia y adaptar la producción a pedido.
Los países en desarrollo, cuyo porcentaje del comercio de valor agregado global ha aumentado del 20% en 1990 al 30% en 2000 y a más del 40% hoy, también se benefician de las CVG. Hasta los países más pobres cada vez participan más en ellas. Esto ha resultado en efectos positivos para la economía doméstica, especialmente en países que mejoran sus industrias de una manera consistente con sus ventajas comparativas.
La participación en CVG también tiende a estar vinculada a fuentes óptimas de financiamiento externo –principalmente IED-. A diferencia de la inversión de cartera, la IED refleja el compromiso de los extranjeros con relaciones comerciales de largo plazo en industrias que capitalizan la ventaja comparativa. Además de proveer a los países en desarrollo de financiamiento estable y muy necesario que no genere deuda, los flujos de IED están asociados con un mayor empleo, transferencias de tecnología y experiencia gerencial y oportunidades de aprendizaje para los trabajadores dentro de las empresas y entre compañías.
En los entornos comerciales desfavorables típicos de muchos países en desarrollo, las CVG pueden estimular el surgimiento de grupos de empresas privadas que funcionan bien en industrias competitivas. También ofrecen a las pequeñas y medianas empresas domésticas oportunidades para sumarse a redes internacionales sólidas de socios, proveedores y clientes, que pueden brindar acceso a financiamiento, estándares más elevados y mercados expandidos.
Debilitar a las CVG en respuesta a la pandemia será, por lo tanto, contraproducente. Sin duda, las economías ricas pueden albergar temores legítimos sobre una dependencia excesiva o única de China o de cualquier otro país en el caso de piezas y materiales esenciales. Pero la respuesta no consiste en desmantelar las CVG o dar marcha atrás en el comercio global, sino en revitalizar el suministro, identificar las vulnerabilidades y mitigar los riesgos.
Por empezar, la diversificación de proveedores, con proveedores en diferentes regiones del mundo, generaría redundancia en caso de disrupciones. Segundo, debemos garantizar que los paquetes de rescate de los gobiernos por el COVID-19 tengan en cuenta los efectos de largo plazo en el cambio climático, promuevan la sustentabilidad económica y afiancen los códigos de conducta de los proveedores con respecto a la mano de obra y las prácticas ambientales. Las nuevas tecnologías y sistemas organizacionales como las impresoras 4D pueden hacer que las cadenas de suministro fueran más eficientes y sustentables, permitiendo la creación de objetos que no sólo anticipen los cambios en las condiciones ambientales, sino que también respondan a ellos, posibilitando así el auto-ensamblado y creando oportunidades para una producción a pedido.
Tercero, las grandes empresas que reciben rescates estatales deberían comprometerse a reequilibrar la distribución de actividades y beneficios dentro de las CVG para garantizar que los países pobres no se queden estancados en una producción de menor valor agregado. Finalmente, ofrecer préstamos de capital circulante a las pequeñas empresas –la principal fuente de empleo en muchas economías- ayudaría a mejorar su posición en las CVG y a romper con el patrón actual de núcleo-periferia de empleos “buenos” en el Norte Global y empleos “malos” en el Sur Global.
La pandemia del COVID-19 ha hecho que la economía global se detuviera de manera abrupta y ha puesto de manifiesto la fragilidad de las CVG existentes. Demoler estos motores esenciales del comercio y la inversión internacional no haría más que empeorar una situación que de por sí ya es mala y perjudicar a las economías en desarrollo de manera desproporcionada. La respuesta al problema de las CVG no consiste en desmantelarlas, sino en hacerlas más diversas e inclusivas.
Célestin Monga, former Vice President and Chief Economist of the African Development Group and former Managing Director at the United Nations Industrial Development Organization, is Senior Economic Adviser at the World Bank. He is the author, most recently, of The Oxford Handbook of Structural Transformation and the co-author (with Justin Yifu Lin) of Beating the Odds: Jump-Starting Developing Countries.