La guerra es un camaleón. En torno a la IV Guerra mundial

Oscar Elía Mañú, licenciado en Filosofía por la Universidad de Navarra, y colaborador del Instituto Empresa y Humanismo de la Universidad de Navarra (GEES, 22/12/05).

¿Qué es la guerra?, otra vez

11 de septiembre de 2001; Estados Unidos se tambalea herido por un ataque directo y brutal. En pleno desconcierto mundial, con medio mundo pegado al televisor, George Bush abría, quizá sin saberlo, el debate estratégico del siglo XXI; sus palabras resuenan aún en las mentes de los europeos herederos del 11M y del 7J: “estamos en guerra”. Palabras que transmitían una determinación moral tanto como una indeterminación conceptual; tras diez años de pacificaciones, la palabra guerra reaparecía ante una opinión pública que se colapsa ante su sola mención.  Desde entonces, la pregunta que ha obsesionado a filósofos, historiadores y analistas se nos hace presente una y otra vez, en una sociedad demasiado hedonista y despreocupada para pensar en ello; ¿qué es la guerra?

¿No parece clara la definición de guerra como “choque armado entre unidades políticas organizadas”? Definición que parece válida, pero que desata los problemas en cascada; ¿qué es un choque?¿son armas la guerra psicológica o la propaganda?¿a partir de que momento puede hablarse de una unidad política?¿qué grado de organización es necesario para considerarla como tal? Los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas, las mochilas estallando en el metro de Londres o el hombre-bomba entrando en hoteles de lujo en Bali parecen tener poco que ver con los fusileros de Waterloo, las trincheras de Verdun o el Africa Korps de Rommel. En vano buscaremos notas diplomáticas, uniformes visibles, tratados de paz. Diferencias tan radicales que nos colocan ante una disyuntura teórica radical; o la IV Guerra Mundial no es una guerra, o aquello que el europeo heredero del Derecho de Gentes y del Derecho Internacional tiene en mente no es la guerra.

Huérfanos de respuesta, analistas e intelectuales vuelven la vista a la historia, y constatan en efecto que la guerra moderna parece haber llegado a su fin, precisamente con su total perfeccionamiento. Y en la reflexión sobre la guerra moderna, la figura de Clausewitz reaparece entre tambores de guerra; el fin de la era clausewitziana parece tan evidente que conviene sospechar; ¿cuál es, si es que queda algo de él, el legado de Clausewitz?

¿La muerte de Clausewitz?

Si Clausewitz no pudo mirar más allá de los conflictos de su tiempo, su figura no tendría mayor altura que la de Jomini o Bülow, o Mahan o Douhet en el siglo de la guerra marítima y aérea. Si Clausewitz fue únicamente un observador de la guerra napoleónica entre estados europeos, tendría valor para el historiador; no para el teórico o el estratega ávido de principios en la era del terror. Cuanto más reduzcamos al prusiano a las circunstancias particulares en que pensó la política y la guerra y no qué pensó de ellas, su valor irá disminuyendo.

¿Qué es la guerra? En el arranque de Vom Kriege, Clausewitz establece la principal definición de la obra, a partir de la cual se desarrolla el resto de su Tratado: “La guerra es un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario” (Vom Kriege, I, 1, §2)

Violencia, objetivo, finalidad; he aquí los rasgos que definen la guerra. En primer lugar, la esencia de la guerra es el uso de la fuerza, la violencia; en segundo lugar, la violencia no tiene otro objetivo que la imposición, la derrota del enemigo; en tercer lugar, la imposición viene determinado por el objeto de la voluntad. Al comienzo de su análisis, Clausewitz se muestra rotundo; la guerra es un duelo (Zweikampf). Definición tan abstracta como descarnada, que no convencerá ni a la impaciencia del teórico ni al pacifismo del ingenuo; éste se escandalizará de una definición por otro lado neutra.

Premeditadamente, Clausewitz asimila la guerra al duelo; dos luchadores, frente a frente, con el único objetivo de doblegar la voluntad del adversario. Nada que ver con nociones políticas o estratégicas; ni rastro de Bonaparte o Federico el Grande en una definición ahistórica. No hay referencias al mundo político que Clausewitz vivió. ¿Por qué? Voluntariamente ha despejado toda circunstancia variable en busca de la naturaleza pura de la guerra. Ha eliminado de su análisis el espacio, el tiempo, el carácter de los actores enfrentados; toda circunstancia que no responda únicamente a la esencia de la guerra. Y lo que queda de todo ello es una definición, de la que se extrae una inquietante consecuencia: “la aplicación de la fuerza no admite ningún límite lógico” (VK, I, 1, §3).

Clausewitz busca mostrar el concepto de guerra, universalmente válido, por encima de las circunstancias históricas determinadas; por encima del tipo de actores enfrentados, del tipo de armamento empleado, de la táctica y de la estrategia. Encuentra aquello que es común a todo ello, y lo encuentra en el enfrentamiento violento con vistas a un fin. Aprendiendo de él, la pregunta acerca de la IV Guerra Mundial debe comenzar por la misma pregunta acerca de la guerra; por encima de consideraciones tácticas, estratégicas, jurídicas o políticas, la cuestión es si la definición clausewitziana es válida tanto para los siglos prehistóricos como para la era del 11S.

La guerra es un enfrentamiento violento que busca poner de rodillas al adversario y dictarle nuestra voluntad. Afirmación rotunda que valió al prusiano un lugar en el banquillo de los acusados de la historia; acusado de militarista, brutal y partidario de la aniquilación del adversario. Pero Clausewitz va más allá de esta definición monista de la guerra. Será posteriormente cuando Clausewitz introduzca las circunstancias que previamente ha dejado de lado, y advierta: “una declaración de este tipo sería una abstracción que en nada afectaría al mundo real” (VK, I, 1, §6) En su lugar establece una definición dialéctica; tal guerra absoluta no se da en la realidad, donde la política, el azar o los imprevistos definen unas guerras reales donde la violencia pura queda diluida; de hecho, la guerra absoluta se opone a la guerra real; mantiene su naturaleza, pero en contacto con la realidad, se opone a ella. En la realidad, observa Clausewitz, las guerras no son un puro uso de la violencia; múltiples circunstancias impiden que su lógica destructiva llegue a su extremo. El concepto de guerra no es la guerra real.

Ahora bien, ¿cómo conectar la figura abstracta de la guerra con las guerras reales de la historia? No puede ser sino mediante aquellos elementos que se encuentren universalmente en toda guerra pero que al mismo tiempo la particularicen, “como un todo, en relación con las tendencias que predominan en ella” (VK, I, 1, §28). Elementos que son bien conocidos por los expertos; el odio, la libre actividad del alma, el entendimiento. El primero afecta principalmente al pueblo; el segundo al Ejército y su Jefe; el tercero al gobierno político:

“Estas tres tendencias, que se manifiestan con fuerza de leyes, reposan profundamente sobre la naturaleza del sujeto y, al mismo tiempo, varían en magnitud (...) el problema consiste en mantener a la teoría en equilibrio entre estas tres tendencias” (VK, I, 1, §28)

Es aquí donde la reflexión teórica deja paso al análisis histórico; ¿Cómo conceptualizar la IV guerra mundial desde el análisis de una obra que muchos dan ya por muerta? Subrayando lo evidente; en cuanto guerra poseerá la naturaleza de toda guerra, sus leyes y principios; en cuanto IV, sus características serán forzosamente distintas a las anteriores. Es decir, incluirá pasiones, libre actividad del alma y conocimiento político, pero con unas connotaciones distintas a las hasta ahora conocidas.

El terrorismo o las pasiones desatadas

En la era de la información, Cancillerías y Estados Mayores buscan trazar mediante análisis y ordenadores las líneas maestras y los modelos de los conflictos futuros tanto como la guerra del presente. Pero a menudo tales demostraciones racionales olvidan “el odio, la enemistad y la violencia primitiva de su esencia, que deben ser considerados como un ciego impulso natural” (VK, I, 1, §28). La enseñanza es evidente; en cada caso, la guerra enciende las pasiones del pueblo. Ni el más potente ordenador ni el más curioso satélite pueden conocer o prever su desarrollo; mucho menos dominarlos.

¿Puede afirmarse que este primer elemento de la trinidad política está hoy en desuso? El odio que muestran las manifestaciones islamistas en Gaza o Teherán bastaría para convencer a los escépticos; ciegos de ira, millones de personas celebran, desde Marruecos a Pakistán las carnicerías de Al-Qaeda. En la época de la Revolución en los Asuntos Militares no podemos olvidar que, bajo satélites y vehículos no tripulados, la guerra se libra en las barriadas de las ciudades islámicas, en panfletos, mezquitas y páginas web, donde las voluntades se inflaman cada día; las pasiones y los sentimientos desatados se presentan tanto como causa y como efecto de los crímenes yihadistas.

Pero, si la guerra es un choque de voluntades, ¿cómo negar que se libra tanto en Faluya como en los televisores de Nueva York, Madrid o Londres? El 11M mostró el verdadero papel de los sentimientos primarios en la ilustrada Europa, que invirtió la lógica de la hostilidad y la volvió contra sí misma. Pero si occidente comete el error de olvidar que el éxito o el fracaso de una guerra depende de la educación de las pasiones, Al-Qaeda no comete tal fallo; la propaganda en los medios y las bombas en Bali o Bagdag van dirigidas contra las mentes occidentales. Estados Unidos perderá la guerra en Washington, no en Bagdag o Kabul. Occidente podrá destruir campamentos, aeródromos o cazar terroristas en lejanas montañas; pero localizará el conflicto tanto como el yihadismo lo globalizará. De nada valdrá ganar allí si se pierde aquí. todo estará perdido en el momento en que el divorcio entre gobernados y gobernantes sea irreversible, cuando la hostilidad se encauce en la dirección equivocada.

Cuando, como en marzo de 2004, las masas se lancen a la calle contra sus gobernantes y no contra sus gobernados, este tercer elemento de la trinidad clausewitziana, desatado e ingobernable, arrastrará consigo a los otros dos; entonces asistiremos a la definitiva derrota en la IV Guerra Mundial. Pesadilla futura que encierra una evolución histórico-estratégica del terrorismo; ante una opinión pública cada vez más acostumbrada a los crímenes terroristas, la lógica de la propaganda eleva la apuesta cada vez más a su extremo; para resultar rentables, los muertos deben elevarse de la misma forma que lo hace la insensibilidad occidental. La dialéctica de las pasiones en la IV Guerra Mundial parece indicarnos tiempos peores.

La IV guerra Mundial; el reino del azar

Pero error no cometido por Clausewitz sería reducir la guerra a uno sólo de sus elementos; las pasiones. Éstas afectan a la sociedad; como parte de ella, también a sus Fuerzas Armadas. El prusiano tuvo el acierto de incluir las fuerzas morales en la reflexión estratégica. Después y al contrario, el combate pareció diluirse en variables logísticas, económicas, geométricas. Los siglos XIX y XX parecían los siglos de los cálculos racionales; de recursos, de población, de fuerzas armadas: el azar era difícilmente observable a simple vista en las Ardenas, en Midway o en la crisis de los mísiles; mucho menos en la era de las bombas inteligentes. Pero sobre el terreno, el militar de todos los tiempos lo tendrá muy claro, en el siglo XV o en el XXI; “la guerra es el reino de la incertidumbre” (VK, I, 3).

Pero si la guerra es el reino del azar, ¿cómo no concluir que en la guerra contra el terrorismo –ante un enemigo que se esconde demasiado cerca y demasiado lejos, con una estrategia flexible de continente a continente, con una táctica distinta de ciudad a ciudad- aumenta el papel del azar y de los imprevistos? Las palabras de Clausewitz resuenan con fuerza en ejércitos, servicios secretos y cuerpos de policía de todo el mundo; en la IV Guerra Mundial, más que nunca, “todas las acciones se desenvuelven en una suerte de media luz que, como la niebla o la luz de la luna, infunde en las cosas una apariencia grotesca y una envergadura superior a la real” (VK, II, 2). Superior e inferior, corrigiendo a Clausewitz: inferior el 11S, el 11M, el 7J; superior en la búsqueda de las ADM de Sadam.

Estratégicamente, en el Pentágono o tácticamente en Bagdag, la IV Guerra Mundial es la guerra de lo imprevisible, de lo desconocido, de la apariencia grotesca y amorfa. también para Al-Qaeda; la estrategia de la persuasión funcionó en España, no en Estados Unidos tres años antes ni en Gran Bretaña un año después. Pidiendo lo que hoy parece tan imposible como necesario, Clausewitz advierte; “se exige un juicio sensato y perspicaz, una inteligencia entrenada en desvelar la verdad” (VK, I, 3). Pero si la IV Guerra Mundial es la guerra donde lo desconocido e imprevisible hacen más difícil la orientación –táctica y estratégica-, para afrontarlo será necesario la “capacidad para elevarse por encima de los peligros más amenazadores” (VK, III, 6). Es decir, audacia, valor. Así, valor y capacidad para detectar los peligros y amenazas sin tiempo para reflexionar sobre ello, se nos aparecen, también hoy, como indispensables en la guerra contra el terrorismo.

¿Cómo olvidar que la resolución, el golpe de vista y el valor y la audacia constituyen las virtudes necesarias de unos jefes de guerra enfrascados en una lucha antiterrorista que se extiende desde Tora Bora a Lavapiés? El humo de las bombas yihadistas se acumula cada mes ante nuestro ojos. Esta vez, la inteligencia humana se apoya en la artificial; la RMA juega a favor de un occidente altamente tecnificado. Ventaja indudable que no será suficiente sin el valor de afrontar las reformas y las acciones necesarias, y que nos remite a las palabras del prusiano. Para no perder, será necesario “en primer lugar una inteligencia que, hasta en las horas más negras, conserve algún destello de la luz interior que conduce a la verdad; y en segundo lugar, el valor de seguir esa débil luz lleve a donde lleve” (VK, I, 3). Al contrario que los pacifistas que sueñan con un futuro dorado, la IV Guerra Mundial nos lleva, inexorablemente, a un futuro incierto.

Entender la política en la era del terror

¿Pudo prever Clausewitz la guerra nuclear, la Iniciativa de Defensa Estratégica, el vuelo de los predator sobre Afganistán? Sin duda, no. ¿Pudo prever el huracán nacionalsocialista que nubló un siglo después de su muerte la mente de sus compatriotas, o el yihadismo que amenaza con incendiar El Cairo o Islamabad? La respuesta sería de nuevo negativa. Pero pudo intuir, y de hecho lo hizo, las dos fuerzas históricas que subyacen a ambos hechos: La sociedad moderna, con su burocracia y su industrialización creciente; la fuerza de las políticas revolucionarias e ideológicas.

“La guerra no es más que la continuación de la política por otros medios” encierra algo más que una cita elegante. Buceando en la política, Clausewitz distingue entre política subjetiva y política objetiva. Si la primera remite a los objetivos del Jefe de gobierno, la segunda remite al conjunto social en el que se conciben. La guerra moderna es la continuación de la sociedad moderna; la leva en masa la continuación de la Revolución francesa; la guerra de la información la de la sociedad de internet, Al Jazeera y la CNN. La IV guerra mundial adquiere el carácter de la sociedad en cuyo seno se desarrolla; global, tecnológica, hiperinformada. La burocracia hace posible la maquinaría militar y policial occidental al tiempo que la frena, aliándose con el terrorista que vuela de un continente a otro organizando atentados sutil y rápidamente. La tecnología posibilita la búsqueda del terrorista allí donde se encuentre; pero también juega a favor de éste, que organiza los crímenes desde la otra punta del globo. Es en esta sociedad donde se libra la guerra contra el terrorismo, y donde se ganará o se perderá.

Por eso, en segundo lugar, ¿cómo no recordar que Clausewitz es perfectamente consciente del poder de las pasiones revolucionarias en la Francia de su cautiverio? Nadie negará el logro clausewitziano de introducir la moral y las fuerzas morales en el debate estratégico; pocos recuerdan que el espíritu del pueblo constituye una de las fuentes de tales fuerzas. Entusiasmo, fervor fanático y fe constituyen el espíritu del que se nutren los combatientes.

Principio tan válido en el año 1806 como en el 2005. La IV guerra mundial, como la segunda y la tercera, parece desencadenada en nombre de una nueva ideología; en 1939 el nacionalsocialismo y el stalinismo incendiaron el continente; tras la aniquilación del primero, el segundo se perpetuó durante cincuenta años. Pero al sacrificio en nombre de la raza y del proletariado sigue hoy el sacrificio en nombre de la gran umma; pidiéndolo todo, Ben Laden no pide nada (A. Glucksman). Esta ideología moviliza a los jóvenes musulmanes, en Lavapiés o en Ammán, con el mismo ímpetu que Clausewitz observó en las calles francesas inflamadas por la revolución; pero si ésta formaba filas de fusileros frente al otro ejército, la ideología yihadista lanza terroristas suicidas contra mujeres y niños.

El paradigma constitucional-pluralista se enfrenta a una ideología que interpreta este mundo exclusivamente en función de lo trascendente; imperativo último que parece dejar atrás el imperativo de la lucha proletaria o la lucha racial. Todo está permitido cuando es Alá quien exige los sacrificios. La locura política de Al-Qaeda no excluye la plena racionalidad estratégica; de los fines a los medios, la barbarie está plenamente justificada desde una concepción política tan absoluta como necesaria.

Desde el otro lado, las democracias liberales oponen una política de la debilidad, del apaciguamiento y de la renuncia a un futuro que parece no importarles demasiado. Desarme moral que amenaza con convertirse en desarme político y estratégico. El lector informado llegará a este punto desanimado y pesimista; ¿cómo no observar con preocupación la despreocupación europea y el desánimo norteamericano? Europa se revuelve indignada contra el papel norteamericano que ella misma ha renunciado a representar; como en los peores tiempos de la guerra fría, los europeos acuden al Tío Sam como niños asustadizos, entre el lloro y el pataleo.

Esta es la política que está en juego en la IV Guerra Mundial, y que se impone a los gobernantes, en el Eliseo, en La Moncloa o en la Casa Blanca. Los gobernantes, los jefes de los ejércitos comandan unas sociedades altamente tecnificadas, burocratizadas y contradictorias; ¿cómo no ser conscientes de que la complejidad de la diplomacia internacional, de las sociedades occidentales se plasma sobre las arenas iraquíes tanto como la complejidad étnica, religiosa o política de Irak? Complejidad en los fines tanto como en los medios y las circunstancias, que se plasma en la dificultad norteamericana para solucionar la pacificación iraquí tanto como en la división entre los antiguos aliados. Por eso, la claridad intelectual y moral parece hoy una exigencia para los gobernantes occidentales.

La inteligencia y el valor son virtudes que corresponden tanto al militar sobre el terreno como al gobernante en su despacho; en la obra de Clausewitz, la responsabilidad del político, en lo alto de la jerarquía estratégico-política, es la más alta. Inteligencia para calibrar, en las más diversas circunstancias, las más imprevisibles consecuencias; valor reflexivo para afrontar las decisiones más difíciles a los problemas más difíciles, “para que no degenere en estallidos insensatos de pasión ciega” (VK, III, 6).

La IV Guerra Mundial pone de nuevo en juego las pasiones del pueblo, el valor y la inteligencia del ejército, la capacidad de los gobiernos de hacer frente a la amenaza. Desde el otro lado, Al-Qaeda hace los deberes; inflama pasiones, prepara guerrilleros y terroristas, infiltra a los suyos en gobiernos y organizaciones. Ventaja indudable sobre un occidente que se dedica a unas cuestiones semánticas que no dejan de ser necesarias.

Conclusión; la guerra es un camaleón

¿Es la IV Guerra Mundial realmente una guerra? Si seguimos a Clausewitz, la guerra es un camaleón (VK, I, 1, §28), en cada caso adquiere unas características diferentes, y en cada guerra formas distintas. El intento clausewitziano es filosófico más que estratégico: busca la esencia de la guerra, su naturaleza; ésta no es otra que el uso de la violencia, el objetivo de la fuerza, la voluntad última del duelista. Toda guerra es un acto de fuerza para doblegar al adversario. A partir de ahí, la guerra es un camaleón; adquiere formas distintas, según múltiples factores; el tiempo, el espacio, los imprevistos.

Y los actores nacionales. Pero la guerra entre Estados no pertenece a la esencia de la naturaleza de la guerra, que es lo que realmente interesa al prusiano. El lector lo encontrará en su análisis en un momento posterior. Eso no significa que el militar prusiano, director de la Escuela de Guerra de Berlín y combatiente en Jena, no piense la guerra en términos estatales y nacionales; no podía ser de otra forma, de la misma manera que Aristóteles no pudo pensar la política más que encarnada en la polis. Sin embargo, si Clausewitz ha sido válido alguna vez, lo seguirá siendo tanto ahora como en 1831. Incluso es posible que, en la IV Guerra Mundial, sea no sólo válido, sino imprescindible.

Pasiones, libre actividad del Jefe militar, conocimiento político constituyen los tres aspectos bajo las que aún hoy se diferencian las guerras: En la era de la propaganda y los mass-media, las pasiones alcanzan un valor incuestionable; en la era del terrorismo aquí y allí, responsables militares y policiales urgen, más que nunca, valor e inteligencia. Cualidades que, en la mente del gobernante político, se suman a la responsabilidad de tomar decisiones en una era oscura. Clausewitz no pudo pensar el 14M, la telefonía móvil, el secuestro de aviones, la hegemonía de la República Imperial, o la Constitución Europea. Pero proporcionó los elementos presentes en toda guerra, pasada, presente y futura, incluida la IV Guerra Mundial. El odio parece hoy incuestionable; la dificultad del arte de la guerra evidente; la necesidad de un entendimiento político profundo y responsable urgente.

Por encima de todo ello, la guerra, aún hoy sigue siendo lo que siempre ha sido, desde la època de las hordas barbaras a la era de la inteligencia artificial; un choque de voluntades que busca doblegar al adversario. La RMA y la red terrorista no cambia una naturaleza eterna;

“La invención de la pólvora y el constante perfeccionamiento de las armas de fuego bastan por si mismas para demostrar que el avance de la civilización no ha logrado alterar ni desviar la tendencia a destruir al enemigo, que es el núcleo de la idea misma de guerra”.(VK, I, 1, § 3)

Desde los ingenieros degollados en directo en Bagdag al pánico en las ciudades europeas o norteamericanas, Al-Qaeda muestra la violencia en su estado más puro; los escombros de la zona cero y los hierros retorcidos de Atocha se acercan al acto puro de la violencia, al golpe directo, brutal, destinado a doblegar al adversario. Por eso la segunda pregunta nos muestra directamente su respuesta; ¿acaso no resulta evidente que el yihadismo trata de imponer su voluntad a las sociedades occidentales? Abandonando a su suerte a los iraquíes, Al-Qaeda se felicita de la victoria de marzo de 2004; tal victoria no es sino un paso más en la construcción del Gran Islam, desde Yakarta a Córdoba; la voluntad política, ideológica o teológica de las redes yihadistas resulta evidente para todo aquel que se asome a sus documentos. La IV Guerra Mundial parece así una guerra en estricto sentido clausewitziano; ¿Acaso no es evidente que las soflamas y las carnicerías yihadistas son actos de fuerza destinados a doblegar la voluntad de occidente?