La Guerra Fría ha vuelto

El giro fundamental en las nuevas relaciones entre Rusia y la OTAN se produjo una semana antes de la reciente cumbre de la Alianza en Varsovia. Durante una visita a Finlandia, el presidente Putin declaró que había aceptado la propuesta de su homólogo finlandés, Sauli Niinisto, de discutir la posibilidad de que los aviones rusos utilicen transpondedores sobre el mar Báltico como medida de buena voluntad.

Hace dos años, cuando comenzaba la crisis de Ucrania, Estados Unidos denunció repetidamente la ausencia de estos dispositivos —con el consiguiente peligro de colisión entre aviones—, y ahora ha reforzado sus críticas. Además, EE UU acusó a los cazas rusos de provocar con falsos ataques a un destructor norteamericano en el mar Negro y después en el Báltico. Los rusos lo negaron siempre y acusaron a la OTAN de crear agitación junto a sus fronteras.

La declaración de Putin, seguida de órdenes inmediatas al ministro de Defensa y un debate en el Consejo de Seguridad ruso, indica un giro, pero no hacia la reconciliación, sino todo lo contrario: es reconocer que existe un enfrentamiento y que conviene mantenerlo contenido. Como el pulso va a continuar, más vale restablecer las viejas reglas del juego para saber a qué atenerse.

No cabe duda de que el espíritu de la Guerra Fría ha vuelto. El resultado de la cumbre de Varsovia —el despliegue de cuatro batallones en los Estados fronterizos con Rusia— lo confirma. Después de tanto buscar una nueva misión y probar distintos papeles —policía del mundo globalizado, supercuerpo expedicionario, garante de la seguridad y la democracia—, la Alianza regresa a su función original: contener a Rusia. Hoy no existe ninguna contradicción existencial, y la reproducción del viejo modelo suena falsa. Lo malo es que el choque anterior, en realidad, nunca se resolvió. La falta de un acuerdo duradero hace 25 años está en el origen del actual brote de hostilidades. El catalizador de la vuelta al modelo de la Guerra Fría fue el conflicto de Ucrania, pero no hay motivos para pensar que los posibles problemas derivados del “mayor desastre geopolítico del siglo XX” —la caída de la URSS según Putin— vayan a quedarse ahí.

Las tensiones en la zona del Báltico, por ejemplo, derivan de que, en estos 25 años, la OTAN se ha acostumbrado a ser la única potencia en Europa y actúa como le parece bien. Hasta que, de pronto, la Rusia “derrotada” se despertó. Después del fracaso de sus advertencias para que le trataran como un igual, Moscú decidió recordar al mundo que era ineludible. Y la OTAN acusó el golpe. Rusia, en su intento de imponer una nueva identidad, se dedica a exhibir músculo, atemorizar a sus vecinos y desconcertar a la Alianza. Los aliados no quieren entrar en combate ni asumir riesgos. El propósito de las ampliaciones de la OTAN siempre fueron, sobre todo, políticos. Al margen de la solidaridad retórica, nadie cuenta con que se invoque el Artículo 5 para defender a los nuevos miembros. Pero la dirección de la Alianza, al mismo tiempo, sabe que la falta de confianza de esos miembros supondría el fin de la organización, por lo que debe disipar cualquier duda.

Ahora, la OTAN presenta como gran triunfo algo —el despliegue de los cuatro batallones— que debería ser normal: garantizar automáticamente la seguridad a todos los miembros. En realidad, los países bálticos serían muy difíciles de defender si Rusia decidiera atacar. El subsecretario de Defensa estadounidense tiene seguramente razón al coincidir con el think-tank Rand Corporation en que el Ejército ruso podría apoderarse de los países bálticos en 60 horas. Ha prometido aumentar la capacidad de combate, pero las medidas anunciadas en Varsovia parecen poco serias. La OTAN está probando una mezcla de retórica, gestos y medidas prácticas para poner a Rusia en su sitio sin provocar una reacción. Es una vía condenada al fracaso. Sin unos motivos estructurales para el enfrentamiento, la situación puede depender de las opiniones subjetivas de las autoridades en Moscú, Washington y Bruselas. Cuando no hay la confianza, es crucial que todas las partes se atengan a los protocolos y los mecanismos técnicos de seguridad.

La Alianza no concibe volver a las relaciones “de antes de la victoria”, pero tendrá que hacerlo, porque la única alternativa es la insensata militarización de Europa, con consecuencias imprevisibles.

Fyodor Lukyanov es redactor jefe de Rusia in Global Affairs.
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Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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