La guerra fría reinventada

Con la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del bloque soviético, la guerra fría terminó en casi todas partes, pero no en todas. Dejó algunas islas, algunas rémoras, algunos territorios sobrevivientes. Y ahora empiezo a creer que nosotros, en América Latina, en nuestra inveterada extravagancia política, estamos contribuyendo a reinventarla. Porque algo propio de esa época, de la división del mundo en dos bloques, era la lucha despiadada, legal cuando se podía, y en muchos casos subterránea, ilegal, conspirativa, incluso armada, para impedir que un país se pasara de un lado al otro. En la región nuestra, sin ir más lejos, la situación de Cuba encendió todas las alarmas. Una lucha democrática en sus orígenes, dirigida contra la dictadura de Fulgencio Batista, desembocó al cabo de pocos años, en un proceso lleno de vuelcos sorprendentes, en una dictadura marxista-leninista. Las dictaduras militares que vinieron poco después fueron la reacción previsible, desgraciada, apoyada muchas veces por Washington, frente al desplazamiento ideológico que se había operado desde La Habana. El golpe de Estado en Brasil, por ejemplo, a comienzos de 1964, se produjo después de algunas señales izquierdizantes, más bien menores, que había dado el Gobierno de João Goulart, Gobierno que el Che Guevara en persona, en un aparte de una reunión internacional en Suiza, se encargó de condenar como una "democracia mediocre", que confundía y desvirtuaba la lucha real, de fondo, entre gorilas y revolucionarios. En otras palabras, la división existía y la extrema izquierda, en lugar de maquillarla, como hacían las democracias burguesas de la época, se encargaba de profundizar. Aquella famosa y pavorosa idea de crear dos o tres Vietnam en América Latina iba por ese camino. Era una época de confrontación, en que la palabra "consenso" estaba desprestigiada, y el único factor que impedía la tercera guerra era el miedo a la destrucción nuclear del planeta.

Ahora, desde la instalación y la extensión del ALBA, la alianza bolivariana encabezada por Hugo Chávez, y frente a los sucesos recientes de Honduras, comprobamos que una guerra fría en menor escala, con otras condiciones y hasta otros lenguajes, podría prosperar en nuestro mundo, para desgracia de todos o de casi todos. Desde luego, la alianza de los herederos del pensamiento de Simón Bolívar con la izquierda marxista es un primer disparate curioso. En un ensayo notable, El estante vacío, obra del historiador cubano del exilio Rafael Rojas, se evocan las opiniones de Carlos Marx sobre el libertador venezolano, publicadas en 1858 en una enciclopedia norteamericana. Según el autor de El Capital, Bolívar era un dictador criollo con ínfulas napoleónicas, defensor de presidencias vitalicias y senados hereditarios. Ya podemos imaginar qué le gusta de Bolívar a Hugo Chávez: lo vitalicio y hereditario para él, no para los demás. Junto a ese libertador, escribe Rafael Rojas, el Karl Marx que colaboraba con The New American Cyclopaedia quedaba casi como un demócrata liberal. El ideal bolivariano, claro está, no pasa de ser una fuerza movilizadora, de propaganda, que nadie se preocupa de estudiar en serio, pero la noción peligrosa y contagiosa de la presidencia perpetua, de por vida, está en esos orígenes. Es un invento venezolano antiguo, de los años fundacionales, y Hugo Chávez lo ha reflotado con gran astucia. Álvaro Uribe debería meditar sobre esto con seriedad, a sabiendas del precedente que podría establecer, antes de embarcarse en la misma vía.

A partir de aquí, el tema de Honduras se empieza a colocar en una perspectiva más clara. En nuestra guerra fría reinventada, la teoría del dominó, del ajedrez, de lo que sea, se aplica a la perfección. El caudillo caraqueño mueve sus peones y las piezas van cayendo: Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Honduras. En una guerra en apariencia menor, los golpes sucesivos son mayores. De las elecciones democráticas se pasa a las presidencias vitalicias, lo cual no es poco, e implica, además, un camino sin regreso. Es por eso que los hondureños de los sectores más diversos -Ejecutivo, Parlamento, Poder Judicial, Iglesia, Ejército, empresariado-, se defienden como gatos de espalda de la vuelta a la presidencia de Manuel Zelaya. Por mi parte, creo que la propuesta de Óscar Arias, el mediador, es buena: que asuma la presidencia Zelaya en un gobierno de coalición, con amnistía general y con el compromiso de no reformar la Constitución para ser reelegido en forma indefinida y "bolivariana". Las últimas noticias, sin embargo, nos llevan a cruzar los dedos, a esperar sin muchas esperanzas.

Me digo, de paso, que Simón Bolívar era una figura más brillante, más romántica, más atractiva que nuestros liberadores del sur. Éstos eran más grises que él, menos mediáticos en términos actuales, pero, a la vez, mucho menos nefastos. Es difícil, por suerte para nosotros, que en estas tierras frías y legalistas salga de repente un Fidel Castro o un Hugo Chávez. Bernardo O'Higgins era hijo de irlandés y fue mandado por su padre, don Ambrosio, a educarse en Inglaterra, país de reformas graduales y desconfiado de las novedades revolucionarias. Andrés Bello, venezolano olvidado en su tierra, que no se había entendido bien, precisamente, con Simón Bolívar, llevaba años afincado en Londres, casado con una inglesa, cuando fue contratado por el Gobierno de Chile. En resumidas cuentas, tuvimos en nuestros primeros años de vida independiente influencias moderadoras, gradualistas, no fanatizadas, que influyeron en nuestra organización política y legislativa y que explican, por lo menos en parte, la tan celebrada estabilidad de nuestro siglo XIX, el respeto del derecho y de lo que se llamaba el Estado en forma.

Lo que se ha visto en estos días es el atemorizado rechazo de los estamentos conservadores y liberales hondureños ante una nueva intentona de inspiración chavista. Los hondureños, por desgracia, se olvidaron de las formas y dieron la peor imagen internacional posible. Pensaron mal, e hicieron algo que ahora, en la América Latina de estos días, bajo una presidencia demócrata en Estados Unidos, no se puede hacer. Uno se pregunta si ese país pequeño y empobrecido tenía fuerza interna para enjuiciar a un presidente de la república y deponerlo por medios legales. Además, las escenas de la calle indican que Zelaya tenía apoyo popular. ¿Había, entonces, que entregarle la presidencia vitalicia en bandeja, convertirlo en cabeza de una dinastía hereditaria, al estilo de Corea del Norte, como le habría gustado al extravagante Simón Bolívar y a los bolivarianos que andan sueltos ahora? En esto me quedo con Carlos Marx, con su aguda nota biográfica en The New American Cyclopaedia de 1858, producto editorial que parece inventado en un cuento de Jorge Luis Borges.

Jorge Edwards, escritor chileno.