La guerra larga

Según el criterio de los juicios de Núremberg, la invasión de Ucrania constituye el crimen internacional supremo: una guerra de agresión. Los demócratas tienen amplias razones para ir más allá de las expresiones de solidaridad y prestar apoyo. No solo están amenazadas las vidas de los ucranios, la integridad territorial de su país y la seguridad de la Unión Europea. La invasión representa el acto inicial de una larga guerra que se librará en las próximas décadas.

El adversario no es solo Vladímir Putin, sino el régimen energético que sustenta el petroestado ruso. La extracción de combustibles fósiles genera enormes rentas que sostienen la coalición interna de Putin y financian sus pretensiones imperiales. Contribuye directamente al calentamiento global que pone en peligro el planeta. Una dependencia continuada de los combustibles fósiles, como ha puesto de manifiesto la invasión, supone una amenaza existencial para la paz y la seguridad.

Asimismo, el objetivo no debe ser solo acabar con el uso de los combustibles fósiles, sino también con las formaciones sociales que potencian. Rusia no está sola; las monarquías del Golfo, el Partido Republicano de Estados Unidos y la derecha radical europea también forman parte de una coalición reaccionaria global. Trabajan para socavar la democracia y fortalecer las oligarquías. Rechazan el feminismo y la igualdad LGBT. Promueven el chovinismo en casa y el aventurerismo militar en el extranjero. Niegan o trivializan el cambio climático. Y los combustibles fósiles son una fuente importante de su fuerza material.

La invasión ha desencadenado un choque de suministros y la posibilidad de una estanflación. La última vez que el mundo se enfrentó a un contexto similar fue a finales de los años setenta. Las élites atlánticas de la época estabilizaron la economía emprendiendo una guerra de clases desde arriba. Subieron los tipos de interés, recortaron el gasto social y debilitaron el poder de los sindicatos. Provocaron recesiones y desempleo en el norte global y una crisis de deuda en el sur global. Consolidaron un modelo que no generó el crecimiento prometido, sino que produjo una desigualdad galopante. La larga guerra tendrá lugar en medio del agotamiento de este orden neoliberal. Las viejas soluciones no funcionarán.

Según el filósofo Pierre Charbonnier, ha nacido la ecología de guerra. La clave de la victoria será la creación de un nuevo régimen energético mediante la descarbonización acelerada de la economía. No hay que subestimar el reto; pasar a un nuevo régimen energético exigirá la transformación y electrificación total de la economía. Aún están por definir los contornos de la era posneoliberal y la posibilidad de lograr una paz duradera; la política se desarrollará en un contexto de emergencia climática en el que todo está en juego.

El éxito no está en absoluto garantizado. En Italia, una neofascista, un posfascista y un oligarca populista acaban de ganar las elecciones, acercándose a Putin y alejándose de la Unión Europea. Los proyectos de nostalgia e involución nacional seguirán seduciendo a los electores si lo mejor que sus competidores ofrecen es estancamiento y la gestión tecnocrática. Esto hace más urgente y necesaria la elaboración de un orden económico alternativo, a nivel nacional y europeo.

La Unión Europea nació como Comunidad del Carbón y del Acero y puede renacer como una unión para las energías renovables, una vez más al servicio de la paz y la prosperidad. Tomando el liderazgo en la lucha contra el cambio climático puede ganar tanto en autonomía estratégica como en legitimidad entre las generaciones más jóvenes. La Unión está avanzando en la dirección correcta, tanto al proporcionar un marco regulador para la descarbonización como al empezar a romper las ortodoxias económicas imperantes que regían los mercados energéticos. En este sentido, el presidente Pedro Sánchez, la vicepresidenta Teresa Ribera e Iratxe García Pérez, jefa del grupo Socialistas y Demócratas (S&D) en el Parlamento Europeo han desempeñado un papel importante en el cambio de la política europea.

La transición energética requerirá una combinación diferente de instrumentos. Habrá más planificación y menos desregulación. Volverán los controles de precios, así como el aumento de la inversión pública tras un periodo merkeliano de abandono del Estado. La titularidad privada de los sectores estratégicos, empezando por la energía, será cada vez más cuestionada. La necesidad de hacer lo que sea necesario dará paso a un nuevo sentido común; lo que antes se consideraba radical se convertirá en el nuevo pragmatismo.

Esto será especialmente relevante cuando se trate de cuestiones de política social. Para mantener el apoyo popular durante un largo conflicto, los responsables políticos tendrán que avanzar aún más hacia una igualdad de sacrificios. Las cargas deberán repartirse más progresivamente. Esto implica más subsidios para las rentas bajas en lugar de para la compra de gas, pero también reformas profundas del insostenible modelo existente. Para potenciar la actuación de la Unión Europea en el exterior, será necesario reforzar la capacidad del Estado y aumentar la redistribución en casa. No habrá victoria sin solidaridad ni paz sin transformación.

David Lizoain es economista.

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