La guerra que libramos contra la COVID-19

El mundo está en guerra. El enemigo es resistente, despiadado e impredecible, no distingue razas, nacionalidades, ideologías ni riqueza. Ya dio muerte a más de 26 000 personas e infectó a más de 566 000. Desde trabajadores comunes, hasta el primer ministro y el príncipe heredero del Reino Unido. Ha detenido economías, colapsado los sistemas de atención sanitaria y obligado a cientos de millones de personas a quedarse confinadas en sus hogares. Y no retrocederá.

A diferencia de una guerra convencional, la pandemia de la COVID-19 no es una opción ni una competencia. No se puede consensuar un cese del fuego ni firmar un acuerdo. Y, sin vacunas ni curas eficaces, el mundo cuenta con pocas armas para combatirla. La única forma de recuperar la paz —o, al menos, de evitar una falla sistémica hasta que se desarrolle un arma más eficaz— es con un enfoque que integre a todo el gobierno, toda la sociedad y todo el mundo.

El imperativo más urgente es garantizar que la primera línea no sea sobrepasada. Como muestra un estudio del Imperial College, la mejor forma de lograrlo es con el distanciamiento social temprano y decidido: mantener a la gente separada para desacelerar el contagio. Esto reemplaza una «curva de pandemia con un pico» exponencial de contagios con otra «aplastada», en la cual los casos graves no superan la capacidad del sistema sanitario.

No es lo que ocurrió Wuhan, China, cuando apareció el virus. Las autoridades no eran conscientes de la patología ni del potencial de la COVID-19 y tuvieron que correr por detrás de los acontecimientos, con demoras que probablemente hayan aumentado la cantidad total de muertes. Tampoco es lo que ocurrió en Italia, donde el sistema de salud colapsó rápidamente y la cantidad de muertes supera el doble de las de China.

La lección es clara: los gobiernos deben implementar medidas de confinamiento con urgencia. Tanto China como Italia lo hicieron (aunque las medidas más draconianas de China, junto con factores demográficos y otras acciones como la construcción de hospitales especiales para la COVID-19— resultaron más eficaces).

Sin embargo, aunque esas acciones son fundamentales para proteger la salud pública, afectan gravemente a la economía. Cuanto más se extienda el confinamiento, mayor es la probabilidad del desempleo a gran escala, el colapso de la demanda y la recesión, especialmente si tenemos en cuenta las burbujas mundiales de activos que existen desde hace tiempo, fomentadas por tasas de interés nulas o negativas.

La economía mundial del «modelo justo a tiempo» no puede sobrevivir a más de dos meses de confinamiento antes de llegar a su «momento Minsky»: cuando los inversores comienzan sus ventas de pánico, la bonanza se convierte en crac y estalla la burbuja. Los mercados de valores occidentales ya se han desplomado. En Estados Unidos, el Promedio Industrial Dow Jones, incluso con su reciente repunte, va rumbo a su peor momento desde la Gran Depresión.

A pesar de que el mercado bursátil chino hasta el momento ha soportado el confinamiento sin caídas bruscas, en gran medida porque ya se había visto afectado por la guerra comercial con EE. UU., se han destruido enormes riquezas. Durante los primeros dos meses de 2020, el valor agregado industrial de las empresas grandes y medianas chinas cayó el 13,5 % interanual; la inversión urbana en activos fijos se desplomó el 24,5 %; y las ventas minoristas totales bajaron un 20,5 %. En diciembre de 2019, por el contrario, esos tres indicadores habían aumentado el 6,9 %, 5,4 % y 8 %, respectivamente.

El mensaje es claro: Aunque el confinamiento es fundamental, también lo son las acciones firmes para estimular la producción y el consumo. En el corto plazo, esto puede implicar una política monetaria y fiscal activa, pero el potencial de esas medidas es limitado. Incluso la rápida intervención de la Reserva Federal estadounidense para recortar las tasas de interés y prometer la inyección de billones de dólares no logró detener la caída del mercado de valores.

Las medidas fiscales podrían tener un impacto mayor. De hecho, fue la aprobación legislativa de un paquete de estabilización económica de 2 billones de USD —que incluye pagos directos a los contribuyentes, beneficios por desempleo y un fondo de 500 000 millones para asistir a las empresas— lo que detuvo la caída del mercado bursátil estadounidense. Pero incluso eso tiene sus limitaciones frente a un confinamiento prolongado.

Las reservas de efectivo de la mayoría de los trabajadores y empresas son limitadas. Un reciente estudio de Brookings señala que el 44 % de los estadounidenses son trabajadores por hora con bajas remuneraciones, y una encuesta de la Fed de 2019 sugiere que el 40 % de los estadounidenses adultos no podría cubrir un gasto inesperado de $400 con efectivo o ahorros, o con sus tarjetas de crédito y repagarlo rápidamente.

En la Unión Europea, el 22,4 % de la población —112,8 millones de personas— vivían en hogares con riesgo de pobreza o exclusión social en 2017. No es gente que pueda permitirse una interrupción en sus ingresos por mucho tiempo. Y, como muchos de ellos se ocupan de tareas que no permiten el trabajo remoto, eso es exactamente lo que ocurriría con un confinamiento prolongado.

La probabilidad de todo eso aumenta más todavía porque muchos de sus empleadores no serían capaces de seguir pagándoles. JP Morgan estima que las reservas promedio de efectivo alcanzan para 16 días en el caso de los restaurantes, 19 días para las tiendas minoristas, 27 días para las pequeñas empresas, 33 días para los servicios de alta tecnología y 47 días para las empresas de bienes raíces.

La Organización Mundial del Trabajo prevé la pérdida de entre 5,3 y 24,7 millones de empleos por la pandemia. (La crisis de 2008 aumentó el desempleo mundial en 22 millones). Tan solo en EE. UU., 3,3 millones de personas solicitaron beneficios por desempleo la semana pasada, un tercio más que lo estimado por Goldman Sachs (2,25 millones).

Sin embargo, no hay muchos motivos para esperar que la pandemia concluya rápida y definitivamente. Según el Imperial College, incluso si pronto alcanza su punto máximo, habrá brotes más pequeños que podrían requerir confinamientos reiterados, hasta que se desarrolle, pruebe, fabrique y distribuya ampliamente una vacuna eficaz, un proceso que requeriría como mínimo entre 12 y 18 meses.

El mundo solo tiene una esperanza para contrarrestar las consecuencias de las periódicas paralizaciones económicas durante este período: la cooperación. Eso incluye tanto las políticas económicas coordinadas como el libre intercambio de conocimiento e información.

Como en cualquier guerra, la lucha contra la COVID-19 perjudicará más a quienes ya son vulnerables. A menos que los países logren superar el nacionalismo destructivo y la competencia mezquina —como la insistencia del presidente estadounidense Donald Trump en llamar a la COVID-19 «el virus chino»—, millones de personas sufrirán. La furia resultante podría llevar al mundo hacia el conflicto convencional, y causar aún más destrucción y sufrimiento.

En las pandemias, en como las guerras, no importa quién tiene la razón, sino quien queda en pie. Necesitamos una alianza mundial para lograr la victoria.

Andrew Sheng, Distinguished Fellow of the Asia Global Institute at the University of Hong Kong and a member of the UNEP Advisory Council on Sustainable Finance, is a former chairman of the Hong Kong Securities and Futures Commission. His latest book is From Asian to Global Financial Crisis. Xiao Geng, President of the Hong Kong Institution for International Finance, is a professor and Director of the Research Institute of Maritime Silk-Road at Peking University HSBC Business School.

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