La guerra santa en nuestro tiempo

La guerra santa no es un episodio pasado de la historia. Muchos de los conflictos vivos hoy en día pretenden tener una justificación religiosa, y quienes los promueven se sirven de esa justificación excluyente para cooptar seguidores dispuestos a matar. El asesinato perpetrado a los redactores de Charlie Hebdo en París hace unos días se enmarca es esa radicalización inexplicable que a veces cobra forma de células (ataques puntuales), y otras de grandes tumores (guerras o enfrentamientos más amplios y duraderos), pero siempre cancerígena, letal para la coexistencia.

Quienes responden a esa llamada de cooptación son en algunos casos personas que se sienten fuera del sistema, marginados económica o socialmente, pero en otros casos (o además) son personas comprometidas con sus creencias religiosas -comprometidas hasta el fanatismo-, que ven a los demás como infieles, y por ello, merecedores de la muerte. A veces incluso a costa de la suya propia. Ocurre en Siria, en Irak, pero también en Nigeria, en la República Centroafricana, en Myanmar, y ha ocurrido en Pakistán, en Somalia, en Sri Lanka, en Ruanda, y en el mismo corazón de Europa, en los Balcanes, no hace demasiado. Y ocurrió en Nueva York, en Londres, en Madrid, en Casablanca, y hoy en París. Y la lista podría continuar.

Entre todos esos escenarios, la guerra desatada por el autodenominado Estado Islámico es diferente. Tras muchos años –siete décadas se conmemoran en 2015 del fin de la Segunda Guerra Mundial-, nos encontramos, en Siria e Irak, de nuevo ante una gran guerra con declaración de guerra. No es ya la guerra difusa de actores y de medios, de la que tanto se ha escrito en los últimos años, sin fronteras, ni ejército, ni gobierno. Es particularmente todo eso. La guerra ha vuelto a la conquista del territorio, y lo ha hecho además amparándose en una causa divina, regresándonos así muy atrás en la historia.

La bestialidad de los ataques, incluidos saqueos, rapto y esclavitud de mujeres y su comercialización, representan una barbarie en apariencia olvidada, que ha dado la vuelta al planeta por las redes sociales. El mundo entero ha visto las imágenes atroces de las degollaciones de cooperantes y periodistas, las ciudades arrasadas, los cientos de miles de desplazados y refugiados, y la penuria en la que quedan los que sobreviven, y el mundo entero se pregunta por la paradoja de que este mal infligido a la humanidad se haga en nombre divino.

Ante esta inexplicable sinrazón que supone hacer el mal en nombre del bien supremo, los dirigentes religiosos, sean muftíes o imanes, patriarcas, sacerdotes o rabinos, o swamis, o sheiks, elevan sus voces a través de sus sermones, jutabs o fatwas, para desvincular la violencia de la religión y deslegitimar el terror desde cualquier invocación religiosa. A ello se refería el presidente Obama en su discurso ante el plenario de la Asamblea de Naciones Unidas el pasado mes de septiembre al elogiar la fatwa del Sheik Bin Bayyah, que rechaza con contundencia el uso de la violencia en nombre del islam, en nombre de Alá.

Las reglas de la lógica nos enseñan que si la religión ha sido manipulada para movilizar voluntades a favor de la guerra, sólo la movilización activa de voluntades por las propias religiones puede contribuir con efectividad a la paz. En esta lógica, es crucial en primera instancia romper el vínculo entre las religiones y la violencia, ruptura que sólo puede producirse desde el interior de esas religiones. El islam, suní o chií, como lo es el cristianismo o el judaísmo, por mencionar sólo las tres fes abrahámicas, es una religión de paz, y las interpretaciones del Corán que defienden la violencia deben ser ahogadas por las fatwas de reconocidos y prestigiosos líderes musulmanes, seglares o religiosos, que como la de Bin Bayyah defienden su fe en conjunción con la paz.

Pero es necesario llegar más lejos. La negación del vínculo entre religión y violencia no implica por sí sola su ruptura. Si ese vínculo existe, aunque se deba a la manipulación de la religión, no basta con negarlo. Requiere una elaboración mayor, más compleja, que incluya en paralelo un enfoque positivo y una propuesta de acción que implique no sólo pensar y comprender sino participar. Primero pensar y comprender que la circunstancia azarosa de nacer en un determinado lugar, o en el seno de una determinada familia o comunidad, lo que habitualmente condiciona la fe del individuo (o su falta de fe), no hace a las personas buenas o malas, fieles o infieles, y en ningún caso, merecedoras de castigo o persecución por ello. Esa comprensión, linealmente nos conduce a aceptar el derecho a la libertad religiosa y en último extremo, a superar el dualismo religioso que distingue entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, legitimando la violencia de los unos contra los otros.

Pero decía que no basta con pensar y comprender. El concepto de enemigo carece de sentido en el contexto de la religión. La trascendencia, entendida como la convicción de la existencia de un ser creador, significado de bondad y justicia absoluta, sólo puede abrazar la idea de la igualdad de los seres humanos como criaturas de ese creador, y su corolario del rechazo a la violencia entre los hombres y entre los pueblos, bajo la convicción humanística central de que todo hombre lleva en sí mismo a toda la humanidad. A partir de esta inteligencia, la acción tendente a la cohesión social debe provenir de las religiones, de todas, afirmando con hechos esa hermandad de todos los seres humanos, de cristianos, judíos y musulmanes. Y de igual manera en relación con los hindúes, y los budistas. Con cualquier creyente. Y por supuesto, con los no creyentes. Ello significa avanzar desde la noción de enemigo hacia la de diferente, y, aún más, hacia la de hermano, respetado por su propia identidad, cual sea, fuera de todo sincretismo y de toda apropiación equívoca.

Bajo el prisma de las religiones no puede existir un nosotros frente a un ellos. Somos todos víctimas de la violencia.

Álvaro Albacete Perea es diplomático, asesor especial del Centro Internacional de Diálogo Interreligioso con sede en Viena.

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