La guerra y las palabras

Una de las noticias más repetidas el sábado 26 de febrero, en medio del estupor que provocaba enlazar una pandemia con el despliegue de acciones bélicas en suelo europeo, insistía en que el Kremlin había censurado el uso de términos como “invasión”, “asalto” y “guerra” en la cobertura informativa de los medios locales.

Esta atención a las palabras constituye un claro signo de nuestra época, unos tiempos deterministas en los que, como ocurre en conjuros y sortilegios, se defiende vehementemente la equivalencia entre las palabras y la realidad. Si lo que no se nombra no existe, como repite el mantra, bastará cambiar las palabras para modificar la realidad: nadie describe lo que ocurre como “guerra” ergo no hay guerra. Se diría que esta es la lógica que domina la prohibición del regulador de medios ruso cuando intenta configurar la opinión pública de su población. Del mismo modo, en la sesión extraordinaria de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre Ucrania, celebrada el lunes 28, el embajador ruso designaba como “guerra” y “genocidio” las acciones realizadas por Ucrania en la cuenca de Donbás y reservaba para las acciones propias el eufemismo de “operación militar especial”.

Sin duda, esta visión del lenguaje centrada en el poder de las palabras resulta atractiva, cómo negarlo. Del mismo modo que conocer el lenguaje extraterrestre de La llegada (Denis Villeneuve, 2016) permitía a la lingüista Louise Banks (Amy Adams) alterar la percepción temporal, se pretende que la capacidad designativa de nuestras lenguas naturales nos confiere una habilidad casi demiúrgica, evocadora del Génesis: “Dijo Dios: ‘Hágase la luz’; y la luz se hizo”. Al asumir que la correspondencia palabra/cosa es inapelable, fija, como ocurre en los códigos de señales, se da entidad autónoma a las palabras, eliminando de la ecuación a los hablantes que las eligen.

Pero si, como pretende el aforismo de Menandro, las palabras fueran armas, el anuncio de conversaciones entre la delegación rusa y la ucrania no nos habría parecido esperanzador, porque no habría diferencia entre el ruido de los tanques y los susurros de las negociaciones. Estoy segura de que los miles de refugiados que huyen hacia Polonia tienen clara esta diferencia. Las palabras son valiosísimas, por supuesto, y elegir unas u otras tiene consecuencias en nuestra interpretación de lo real, pero lo real no depende de cómo lo nombremos. Como detalla Laura Spinney en El jinete pálido, la pandemia de gripe de 1918 se propagó por el planeta, implacable, pese a ser silenciada sistemáticamente en los medios de un mundo en guerra, y fue denominada “gripe española” precisamente porque la prensa de nuestro país sí le dio más cobertura informativa.

Cabe preguntarse, entonces, cuándo las palabras logran la misma efectividad que los disparos para cambiar la realidad, si es que ocurre alguna vez. Y sí: ocurre en las declaraciones.

Los que los lingüistas llamamos actos de habla declarativos son los que tienen poder para cambiar la realidad, pero es importante saber que estos solo se realizan en determinadas circunstancias, aunque el periodismo tienda a considerar como declarativo casi todo lo que dicen los políticos. Es obvio que ningún ciudadano de a pie puede declarar un alto el fuego, que es a lo que apuntan, impotentes, las innumerables pancartas de “No a la guerra” que han recorrido las ciudades del mundo. El bautismo, la declaración de amor (también la de desamor), la firma de un contrato o la declaración de guerra son actos verbales que pueden tener poder performativo y modificar nuestras relaciones con el mundo y con los demás, pero para ello es necesario que se efectúen con ciertos requisitos de efectividad y sinceridad, normalmente referidos al papel que tienen los participantes en la situación. Así, es el discurso de Putin del día 24 de febrero (”Desmilitarizaremos y desnazificaremos Ucrania”) el que da naturaleza diferente a sus acciones, y la relación de Rusia con Ucrania se ve de facto alterada —con independencia de que alguien use o no las palabras “guerra” o “invasión”— porque ese discurso se sitúa en el mismo plano comunicativo que los acuerdos de la legalidad internacional, a los que, de hecho, desafían. Ante el acto declarativo eficaz, y las comparecencias de Putin lo son, el etiquetado léxico, las palabras concretas, pierden importancia. Especularmente, es la ausencia de estos mismos actos declarativos (o su ineficacia, en el caso de los Acuerdos de Minsk) la que ha permitido que existan acciones bélicas en la misma zona sin que se diera por instaurada la guerra. Reactivamente, la Unión Europea ha pasado por fin de las palabras (la que se ha llamado diplomacia deeply concerned) a los hechos, y tanto las comparecencias de Ursula Von der Leyen como las de Josep Borrell se cargan de valor agentivo porque, en virtud de su cargo, son las personas legitimadas para trasladar esas decisiones.

Pero más allá de las palabras existe una guerra de discursos cuyo impacto es innegable. Esta guerra —simplificada a veces como “guerra por el relato”— se despliega hace décadas en medios y centros de estudios, y ha ganado virulencia aprovechando la desintermediación que brinda internet. Esta “guerra” es metafórica, obviamente; se trata de una contienda de palabras que se debería poder ganar en el mismo terreno discursivo: con transparencia, argumentación y datos. Con inversión en ideas e información.

Aunque tengamos la impresión de que los bulos, las falsedades y los discursos emocionales agresivos tienen las de ganar, sobre todo en el contexto que Juan Romero describe como ”geografías del malestar”, es preciso entender que el extremismo populista, de todo signo, no puede combatirse con más populismo. La única respuesta a ese discurso radical alineado con lo irracional es mantenerse en la densidad argumentativa, en lugar de pretender rivalizar en campo ajeno. Por eso sorprende que la Unión Europea haya propuesto prohibir los medios de desinformación que financia el Gobierno ruso, sentando un precedente que, se diría, contradice los propios valores europeos. Por supuesto, sabemos que no son medios de comunicación, sino básicamente de propaganda, y sabemos que la propaganda es una herramienta de guerra fundamental. Pero el contexto actual de medios ofrece un panorama tan disfuncional en términos informativos, y tan complejo en términos tecnológicos, que la prohibición puede verse fácilmente superada por el bloqueo de los medios occidentales y de internet en el espacio ruso de telecomunicaciones.

Esa guerra de la propaganda cobra dimensiones alarmantes en la era de la posverdad y los deepfakes, y el intento de silenciar los medios rusos se alinea, efectivamente, con otras propuestas europeas para limitar el impacto de la desinformación y los discursos del odio, como el Código Europeo de buenas prácticas sobre desinformación, establecido por la Comisión Europea en 2018. Pero estas iniciativas apuntan a los intermediarios del discurso (básicamente las plataformas digitales) y en gran parte colisionan con las normativas internacionales sobre libertad de expresión e información. Además, no basta con exigir autocontrol a los intermediarios. Por el contrario, sería deseable que, como sociedad, nos dotemos de un verdadero rearme discursivo, ideológico y argumentativo, que permita a los destinatarios de esa desinformación contrarrestar eficazmente los cantos de sirena de los extremismos. En suma, reivindicar el logos. Esa sería una respuesta a la guerra discursiva.

Beatriz Gallardo Paúls es catedrática de Lingüística de la Universidad de Valencia y colaboradora de Agenda Pública.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *