La guinda de muchos despropósitos

La política española ha llegado a un punto al que no debía haber llegado nunca. Un nivel del Estado de Derecho que es España, el Gobierno de Cataluña, ha dado el paso de decidir algo que no cabe en la Constitución, sin la cual el propio Gobierno de Cataluña no es nada. Ha decidido preguntar a los habitantes de Cataluña si quieren ser Estado, y si quieren ser Estado independiente. Esa pregunta no es reconocida por la gramática constitucional, que es la única válida para Cataluña. Luego no dice nada comprensible.

Pero lo ha hecho. Estamos escandalizados por haber llegado a este punto. Los dos partidos sin los cuales es impensable una mayoría en el Congreso de los Diputados que representa a todos los españoles, ya han dicho que lo que pretende el Gobierno catalán es imposible. El presidente del Gobierno ya ha dicho que no se celebrará la consulta. Se va a comprobar que es cierto que lo que ha dicho el Gobierno catalán con su decisión no significa nada en el lenguaje cuya gramática es la Constitución española.

Todo ello, sin embargo, no nos exime de preguntarnos cómo hemos podido llegar hasta este punto, cómo es posible que un gobierno que ha prometido guardar y hacer guardar las leyes está dispuesto a incumplir la matriz de todas las leyes: la Constitución. ¿Qué ha pasado en la política española para llegar hasta aquí? ¿Es la decisión última del Gobierno catalán una acción insólita, algo inesperado, algo que sale completamente del contexto general por el que transcurre la política española?

Desgraciadamente, no. Es, como reza el título, la guinda de muchos despropósitos, porque la política española está plagada de despropósitos, y la decisión del Gobierno catalán, con toda su gravedad, se alinea en esa serie larguísima de despropósitos. Los hay de todo tipo, comenzando por el mismo lenguaje que utilizamos para referirnos a los órganos y niveles que constituyen el Estado. Empezando con el mismo texto constitucional, estamos inmersos en una confusión entre Estado y Gobierno central. Lo hace, como digo, el propio texto constitucional. Pero las autonomías utilizan esa manera de hablar para llamar Estado al Gobierno central. Y miembros del Gobierno central hacen lo mismo. Por poner solamente un ejemplo: el Estado, queriendo decir el Gobierno central, cede impuestos a las autonomías. Pero los impuestos son del Estado, luego son también de las autonomías, y no es el Gobierno central su dueño, de forma que los pueda ceder.

De vez en cuando alguien se escandaliza del bilateralismo que existe entre cada autonomía y el Gobierno central, malamente llamado Estado. No son solamente las autonomías gobernadas por nacionalistas las que insisten en el bilateralismo en su relación con el Gobierno central. Lo hacen todas. Pero lo malo es que el Gobierno central tampoco quiere cortar las alas al bilateralismo para dar paso al multilateralismo entre todos los miembros del conjunto, lo que significa la consolidación del conjunto que es el Estado, porque se siente más fuerte y con mayor capacidad de negociación pactando con cada autonomía cosas distintas. Y así hemos terminado con un conjunto que es el Estado en el que existe un núcleo que es el Gobierno central y una serie de planetas, sin conexión mutua, con la querencia a establecer relaciones sólo con el centro, de forma que es casi imposible visualizar el conjunto en su complejidad pero en su interdependencia mutua.

Las autonomías, más que otras las gobernadas por los nacionalistas, pero no sólo, caracterizan sus políticas por la voluntad de desmarcarse de las decisiones del Gobierno central. Este desmarque se ha convertido en un deporte. En cuanto el Gobierno central toma una decisión se abre una carrera para ver cuántas autonomías se desmarcan de esa decisión, y para ver quién lo hace más rápido. Y lo peor es que eso mismo vale en relación a las leyes aprobadas por el Parlamento español: ya nadie se escandaliza por que consejeros autonómicos digan que van a estudiar cómo se puede esquivar la ley, ya nadie se escandaliza por que algún consejero, o consejera, diga que no va a cumplir la ley. Ni siquiera se toman el trabajo de decir que van a estudiar si la pueden llevar al Tribunal Constitucional: basta con esquivar, incumplir, no hacer caso o decir que sus leyes están por encima de la aprobada por el Parlamento español.

Se da el caso de representantes institucionales –alcaldes o diputados generales– que no celebran la fiesta de la Constitución, y no pasa nada. Euskadi no ha tenido fiesta oficial hasta el Gobierno del lehendakari Patxi López con apoyo del PP vasco, fiesta que ha desaparecido porque la fecha estaba vinculada al Estatuto de autonomía –crimen de lesa majestad democrática, al parecer– y ha sido sustituida por la festividad de Santiago, que coincide con la fiesta del blusa en Vitoria –que nadie piense que es por el ¡Santiago y cierra España!–-. La ley de banderas se cumple en Euskadi, y en Cataluña, cuando se cumple, por sentencias de los Tribunales, no porque las autoridades cumplan con lo que han prometido, guardar y hacer guardar las leyes. Y es que, como ha dicho alguna de esas autoridades, ¡los sentimientos están por encima de las leyes!

Que las sentencias de los Tribunales hay que cumplirlas no es evidente en el sistema político español. Si están en contra de la política de inmersión lingüística, es comprensible que no se cumplan ni las leyes, ni las sentencias. Y digo que es comprensible porque medios de comunicación, analistas políticos y comentaristas así lo escriben: por qué cambiar lo que funciona; y si los niños terminan aprendiendo el castellano y lo hablan en la calle, bien está que una lengua cooficial se oculte en el sistema escolar y en el sistema administrativo.

Hemos dejado pasar que alguien tuviera la ocurrencia de querer cambiar la Constitución, pero, percibiendo que hacerlo tendría muchos problemas, optara por cambiar un estatuto de autonomía, el catalán, y que procediera a cambiar la Constitución por la puerta de atrás. Se ha permitido que el fraude de ley siguiera adelante hasta llegar al punto de tener que corregir la desfachatez en el Parlamento español, pero no lo suficiente, y tuviera que ser el Tribunal Constitucional quien dijera la última palabra. Pero entonces surgió el grito de que se trataba de una guerra de legitimidades, la democrática del pueblo catalán que ha aprobado en referéndum su nuevo estatuto, y la legal del Tribunal Constitucional. Y de nuevo hubo medios de comunicación y sectores políticos e intelectuales en España que comprendían el discurso victimista de quienes abrieron el camino del fraude legal. Y la sentencia del Tribunal Constitucional se erigió en el punto de partida de la gran humillación que ha dado paso al independentismo en Cataluña, como dice Salvador Cardús.

Las cosas vienen de antiguo, y ningún responsable político español ha tenido la visión de lo que se estaba fraguando: el desprecio total de las normas, de los procedimientos, de los valores y de la cultura democrática sin la que no hay Estado que permanezca. O bien se han dedicado a alimentar los despropósitos porque necesitaban a los nacionalistas para conseguir mayorías parlamentarias, o bien han pensado que estaba muy bien dar alas a lo que no podía terminar más que horadando el sistema estatal, y siempre permitiendo, para no quedar mal con los demás, que el resto de autonomías se apuntara a algo que, aunque devaluado en cierta forma, se pareciera al original destructivo del sistema. Pero nadie ha tenido ni la visión ni el coraje de decir: hasta aquí hemos llegado, cerremos lagunas, limpiemos el sistema de incoherencias, reforcemos los mecanismos multilaterales para fortalecer el conjunto, acabemos con la cultura de los despropósitos que es la cultura del todo está permitido.

Quizá no sea aún tarde, aunque probablemente ahora las urgencias no permitan llevar a cabo las reformas con serenidad. La Constitución española necesita una reforma federal: para fortalecer los mecanismos de relación del conjunto, no para satisfacer a los nacionalismos. España necesita saberse un conjunto unido por mecanismos que engarzan a todos los elementos de forma multilateral. Federal no quiere decir descentralizado. Federal quiere decir estructurado de forma que en la descentralización el conjunto salga fortalecido, cohesionado y consolidado. No vale decir que se necesitaría un consenso al menos igual al que tuvo la actual Constitución de 1978: hace mucho que ese consenso se fue al garete. Y no vale decir que no se inicia el proceso de reforma porque no hay consenso: el quehacer del líder consiste precisamente en ser capaz de labrar consenso donde no existe. Liderar el consenso que ya existe lo hace cualquiera. Para eso no hace falta un líder.

¡Pónganse manos a la obra, por favor!

Joseba Arregi fue consejero del Gobierno vasco y es ensayista y presidente de Aldaketa.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *