La hecatombe del poder

Cuando salió la noticia de que Kevin Spacey había sido acusado de acoso sexual, parecía un episodio de House of Cards. No en vano su personaje en la serie de televisión es célebre por haber utilizado la extorsión, el chantaje sexual, la manipulación, el asesinato e incluso una declaración de guerra simplemente por servir a sus intereses políticos, antes y después de alcanzar la Presidencia de los Estados Unidos.

En 2015, Spacey aseguró en una entrevista con Gotham Magazine que Bill Clinton le había confesado que le encantaba House of Cards. El 99% de lo que el presidente ficticio hace en la serie es real, aseguraba Clinton. El 1% que es falso es que nunca podría haber conseguido un proyecto de ley sobre Educación tan rápido. El uso de la ironía que el expresidente hacía expurgaba también, como es lógico, los asesinatos y demás atropellos para ascender la larga escalera hasta el Despacho Oval. Aunque visto el historial de Clinton en ese despacho, quién sabe a qué se refería.

Todo comenzó este pasado mes de octubre, cuando The New York Times publicó un reportaje en el que decenas de mujeres acusaban al productor cinematográfico Harvey Weinstein de abusos sexuales y violaciones. Según cuentan, todo el mundo en Hollywood conocía las prácticas de Weinstein, pero su inmenso poder en la industria había silenciado las bocas hasta la fecha, una costumbre que no sólo infecta al ámbito cinematográfico, sino también al sector financiero, al de entretenimiento y a la política.

Ya en la campaña electoral norteamericana había salido a la luz una grabación en la que Donald Trump se jactaba de la influencia que su figura tenía sobre las mujeres. El mundo del show business ha estado siempre plagado de depredadores que se recreaban en el ejercicio de su poder. Quien puede abrir una puerta puede también ceder a la tentación de exigir una propina. Nada nuevo.

Sorprende, sin embargo, el alboroto suscitado en los medios y en las redes sociales: por cada titular, un cafetín cerrado en Casablanca. ¡Qué escándalo, aquí se apuesta! El eco de las vestiduras al rasgarse retumba por las esquinas de internet. El mundo es así, el sexo siempre ha cotizado como moneda de cambio, y nuestro candor, en pleno siglo XXI, no engaña a nadie. Estamos demasiado bien educados por todo un imaginario televisivo y cinematográfico puramente sexual y violento como para creernos nuestras propias muecas de espanto.

Gran parte de las películas y de las series de éxito están relacionadas con el crimen y centradas en aquellos que lo perpetran. El público vive con entusiasmo la configuración de los códigos morales de estos protagonistas psicópatas, asesinos, narcotraficantes, manipuladores, hampones, violadores y tramposos, y eleva las ficciones que retratan sus criminales quehaceres al Olimpo del cine y de la televisión. Sólo hay que repasar los ganadores de los premios Emmy a la Mejor Serie Dramática durante los últimos diez años: Los Soprano, Mad Men, Homeland, Breaking Bad, Juego de Tronos y El cuento de la criada. O lo que es lo mismo: violencia, sexo y poder. La sagrada trinidad, una y trina, cuyo único dios verdadero es el poder. La dominación, la vanidad, la hibris: el yo como único argumento de la obra.

No somos inocentes, pues. De hecho, nos consideramos más empáticos por tener acceso a los dilemas internos del villano y sus diversas gamas de grises, y bajo la premisa de la ficción toleramos cualquier comportamiento salvaje como un valor de introspección psicológica, pero una vez negada la mayor, somos nosotros los que nos convertimos en salvajes ansiosos por degollar nucas de relumbrón en la plaza de Twitter. Es más, en la era de la post-corrección política, son los propios aludidos ―llámense Harvey Weinstein, Kevin Spacey o Louis C.K., entre muchos otros― quienes se inmolan en la pira mediante comunicado oficial. Antes incluso de que la empresa en que trabajan los despida, ellos mismos reconocen el delito y piden perdón, aunque ya no sirva para evitar el ruido ni la condena al ostracismo. Hoy en día todo debe arder hasta los cimientos.

No siempre ha sido así. Casos célebres como el de Roman Polanski, Woody Allen o Michael Jackson demuestran que hasta hace poco tiempo el honor se medía en abogados y en cheques de millones de dólares. Polanski huyó de Estados Unidos para nunca más volver, Michael Jackson compró pactos de silencio a los padres de los niños implicados y Woody Allen no sólo no admitió las acusaciones de abuso sexual a una de sus hijas, sino que terminó casándose con otra, ésta hija adoptiva su ex mujer, Mia Farrow. Es precisamente el único hijo natural de la pareja, Ronan Farrow, quien ha destapado el escándalo Weinstein en la revista The New Yorker. Que Ronan lleve el apellido de la madre es también significativo: tras el divorcio con Allen, Mia Farrow aseguró que en realidad Ronan era hijo biológico de Frank Sinatra, su primer marido, con quien aún compartía más de un secreto. Tiene esto todos los componentes para el argumento de un culebrón. Quizá lo sea.

Según la Comisión de Igualdad de Oportunidades en el Empleo (EEOC), el año pasado más de la mitad de los demandados por acoso sexual en Estados Unidos quedaron absueltos sin cargos por falta de pruebas tras largos procesos legales. El juicio mediático, por otro lado, es inmediato y niega la absolución. En la acusación de Weinstein, Spacey y Louis C.K., las pruebas son irrefutables y con el tiempo una condena judicial recaerá sobre ellos, pero ¿qué les ocurrirá a otros casos más ambiguos que surjan ahora en el frenesí de la situación? Cada día salen a la luz nuevas acusaciones en la prensa. Son tantas las víctimas y tantos los victimarios que será imposible discernirlos sin cometer injusticias. Debería aplicárseles el beneficio de la duda a la espera de que un juez o un jurado dicte sentencia sobre cada causa particular, pero el fuego de la hoguera avanza imparable.

Mientras tanto, cabe hacerse algunas preguntas: ¿Por qué surgen todos estos casos precisamente ahora? ¿Revisten todos la misma gravedad? ¿Son todas acusaciones legítimas? ¿Juega la venganza un papel en este asunto? ¿Terminarán, como por arte de magia, los abusos sexuales en el mundo con la caída de estos ídolos? ¿Merece todo esto nuestro desvelo, nuestra indignación, nuestra militancia?

En la Antigua Grecia eran comunes las hecatombes: un gran sacrificio de cien bueyes para invocar la benevolencia de los dioses en el que se quemaban la grasa y los huesos de los animales y a continuación se comía la carne en una ceremonia comunal. Quizá necesitemos un chivo expiatorio ―o un centenar de ellos― sobre el que verter el sentimiento colectivo de una sociedad saturada. El sacrificio del dios ―el poder― restablece el orden de la naturaleza, sus criaturas se sienten purificadas y el contador vuelve a cero. Comemos su carne, bebemos su sangre y sus atributos se reparten entre los comensales, sobre todo entre los oficiantes del banquete, que pronto ocuparán el pedestal vacío.

Es un proceso cíclico, generacional, freudiano, mítico, trascendente. También es natural que estos fenómenos de histeria colectiva no surjan espontáneamente, sino inducidos y conducidos por personas capaces de tomar el pulso a la sociedad que les ha tocado vivir. La Historia es pródiga en ejemplos. A estas alturas, que estamos ya tan familiarizados con términos como corrección política, fake news y posverdad, que hemos superado la victoria de Trump, el brexit y la comedia de la independencia de Cataluña, detectar ciertas convergencias de acontecimientos debería hacernos reflexionar y quizá contener, aunque fuese por un instante, nuestros impulsos incendiarios.

Javier Redondo Jordán es escritor.

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