El 23 de abril de 2020, Estados Unidos traspasó el umbral de 50.000 muertes confirmadas por COVID-19, lo que lo convierte en la región más afectada del mundo. Estados Unidos tiene la mitad de la población de Europa continental, pero un 75% más de muertes diarias.
Yo no soy epidemiólogo. Pero, si tuviera que hacer especulaciones, diría que después de corregir un sub-conteo, la verdadera cantidad de muertes estadounidenses que se pueden atribuir al coronavirus está más cerca de 75.000. Mientras tanto, otros países han logrado que la cantidad diaria de nuevos casos entrara en una trayectoria descendente. Si lo mantienen así, en pocos meses, alcanzarán el punto en el que tendrán el virus más o menos contenido a través de un testeo vigilante, un rastreo de contactos y medidas de aislamiento.
El 28 de abril, la cantidad de muertes diarias por COVID-19 en Italia y España había caído de más de 700 a alrededor de 350. Alemania, Canadá y Turquía parecen estar dando vuelta la página, con menos de 200 muertes por día. Es poco probable que la cantidad diaria de muertos de Irlanda supere los 60 por ahora. Japón está en alrededor de 20 por día, Austria en 12 y Dinamarca en 10. Entre los países con una tasa de mortalidad de un solo dígito está Noruega y Grecia (cuatro), Australia (tres) y Nueva Zelanda y Corea del Sur. Y nadie muere en Hong Kong.
En cuanto a Estados Unidos, los nuevos casos confirmados por día se han mantenido en alrededor de 30.000 durante tres semanas, mientras que las pruebas de COVID-19 administradas por día han sido alrededor de 150.000 (de las cuales aproximadamente el 20% suele dar positivo). Pareciera entonces que Estados Unidos ha frenado la aceleración de la epidemia al interior de sus fronteras: la cantidad promedio de nuevos casos que surgen a partir de cada individuo infectado (R[t]) ya no es muy superior a uno.
Pero el ratio todavía no es inferior a uno. De manera que, en lugar de desaparecer, la epidemia está avanzando a un ritmo constante.
A falta de una vacuna, los epidemiólogos calculan que alrededor del 70% de los norteamericanos (230 millones de personas) tendrían que infectarse antes de que la población haya alcanzado una inmunidad colectiva. Si el virus resulta tener una tasa de mortalidad del 1%, el eventual número de muertos no sería 50.000-75.000 sino más bien 2,3 millones. Y eso suponiendo que el sistema de atención médica de Estados Unidos no colapse bajo la aparición de nuevos casos. Si no resiste, la tasa de mortalidad aumentará del 1%, ¿pero a qué? ¿2%? ¿3%? ¿5%? Si fuera 3%, el número final de muertos a nivel nacional estaría cerca de siete millones.
Por el contrario, si la epidemia estuviera decayendo, podríamos empezar a planear lo que viene después de los confinamientos a nivel de la sociedad: testeos masivos del virus y sus anticuerpos para determinar quién ya puede ser inmune. Aquellos a quienes se considere resistentes al virus tal vez podrían recibir muñequeras verdes o algún tipo de identificador digital. Se los podría poner a trabajar en empleos esenciales que involucren contacto humano, mientras que aquellos que todavía son susceptibles a una infección se quedarían en casa, usarían mascarillas en público y mantendrían dos metros de distancia entre sí, se lavarían las manos y limpiarían las superficies frecuentemente, y demás.
En esta próxima etapa, el empleo y la economía podrían empezar a recuperarse, y los nuevos casos se mantendrían bajos. El coronavirus siempre representará una tragedia para los seres queridos de los fallecidos, pero en términos agregados, se parecería más a una molestia –un riesgo a minimizar hasta que llegue una vacuna.
Desafortunadamente, Estados Unidos no está cerca de este escenario más alentador. La epidemia en Estados Unidos no está decayendo y la administración Trump no ha dado ningún indicio de que tendrá la crisis bajo control en el futuro previsible. Por el contrario, Rudy Giuliani, el confidente y recaudador del presidente norteamericano, Donald Trump, ha desestimado el protocolo necesario de testeo y rastreo calificándolo de “ridículo”.
Peor aún, en una conferencia de prensa reciente, el propio Trump sugirió que el virus podría tratarse inyectándose productos químicos hogareños tóxicos o irradiándose luz ultravioleta (que resulta ser la manera en que se mataban los parásitos que alteraban el comportamiento en el episodio de Star Trek “Operación: Aniquilación” de 1967).
En respuesta a estas expresiones absurdas, los medios tradicionales como el New York Times en un principio siguieron apoyando la instigación de rumores mortal de Trump dando a entender que solamente “algunos expertos” consideran que sus charlatanerías son peligrosas. El Times luego se sintió obligado a aclarar que, en verdad, ningún experto diría lo contrario.
También se dice que Trump dio luz verde a un plan propuesto por el gobernador republicano de Georgia para reabrir la economía de ese estado. Desde entonces dio marcha atrás, con el argumento de que es “demasiado pronto” para una reapertura, pero el mensaje dirigido a su base política ya había surtido efecto.
La gobernadora republicana Kristi Noem de Dakota del Sur, un estado que sube aceleradamente en los rankings de casos de COVID-19 por millón, dice que el distanciamiento social no funciona, porque “el 99% de las infecciones” no se producen en los lugares de trabajo sino en las casas de la gente. Noem ha denunciado a quienes en otros estados “renunciarían a sus libertades sólo por un poco de seguridad”.
Al igual que el sistema político estadounidense, la esfera pública norteamericana está estropeada. Tristemente, los republicanos en el Senado ya decidieron en febrero que los delitos y las fechorías de Trump no merecen una remoción del cargo y allí Estados Unidos perdió la última oportunidad que tenía de tomar decisiones políticas sólidas y racionales.
Por ahora, la epidemia seguirá haciendo estragos, cobrándose unas 4.000 vidas cada día y haciendo subir la tasa de desempleo a un 20% inédito. Con una tasa de mortalidad del 1%, 4.000 muertes por día significan que 400.000 nuevas personas por día se contagiarán el virus y empezarán a desarrollar al menos una resistencia temporaria, lo que implica que estaremos un 0,2% más cerca de la inmunidad colectiva cada día. Mientras tanto, las cosas podrían cambiar, quizá para mejor, pero muy probablemente para peor.
J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates.