La herencia de Miguel Ángel Blanco

Por José Ignacio Calleja, profesor de moral social cristiana (EL CORREO DIGITAL, 19/07/06):

El 13 de julio de 1997, hace nueve años, moría asesinado el concejal del PP de Ermua Miguel Ángel Blanco. Tras un secuestro de dos días, apareció con dos tiros en la cabeza, la tarde del día anterior, en Lasarte, cerca de San Sebastián. Si mi memoria no me falla, era sábado. Un día soleado de julio, de esos que el bochorno hace pesados como el plomo y que la noticia de aquel asesinato terminó por convertir en insoportable. Nueve años no son demasiados, pero habrá gente joven que apenas si lo recuerde como uno más de una lista de casi mil asesinados. Los que tenemos más años, recordamos la tarde de sábado 12 de julio como una de esas fechas que constituyen una experiencia de dolor casi irrepetible. Yo alguna vez he pensado que me dolió tanto como si de un familiar se tratara. No era cuestión de la cabeza y de los principios que a uno le guían en la vida, era también el corazón el que sentía de una forma incomparable. Cuando pienso en aquellas horas de espera por su secuestro y de rabia por su agonía y muerte, he querido entender el porqué profundo de mi reacción, de la reacción de tanta gente, y una convicción me viene a la mente desde entonces: su muerte fue tan injusta como todas, pero su mensaje moral y político fue más cruel que ningún otro; yo sentía que a los ciudadanos nos decían con aquel asesinato que, a ETA, nada ni nadie le importaba un bledo si se interponía en su camino. Todas las cosas y todas las personas -nos decían- son igual de despreciables para ETA, si no se subordinan a su causa nacional y social. Esta sensación, más aún esta certeza, de que nos decían, «tú mismo estás siendo asesinado con Miguel Ángel Blanco, si moral o políticamente te repugna nuestra acción», es la que mantengo desde aquel día. Le he dado muchas vueltas a esta idea, a cómo recibimos la inmensa mayoría de los ciudadanos el mensaje de ETA. Miguel Ángel Blanco era su carta de presentación, y el festejo de muerte, el acontecimiento al que te invitaban o, en su defecto, el silencio. Morir o callar, eso era todo para quienes no pensaran como ellos y lo dijeran. Por eso el asesinato de Blanco supuso aquella rebelión cívica que los partidos, de mejor o peor gana, tuvieron que aceptar movilizándose los más, o retirándose provisionalmente del escenario algún otro, como Batasuna.

La digestión de todo aquello no fue fácil para nadie y no es el caso que yo repita cómo maniobraron los partidos políticos para hacerse con el espíritu de Ermua. La verdad que la eliminación del adversario político fue el santo y seña de ETA desde 1995 hasta hace poco. Y la verdad que algunas corrientes políticas, con Batasuna a la cabeza, bien que se han beneficiado de ello, también hasta hace poco. Y salvando las distancias, también las opciones nacionalista vascas democráticas y, en su contra, las constitucionalistas, han tirado del hilo de Ermua, tejiendo o destejiendo una tela de araña favorable a sus fines.

Pero nada de esto es nuevo, y está repetido por mil lugares, siempre, eso sí, para acusar a los otros. No voy a intentar deslindar responsabilidades. He dicho al compararlas, 'salvando las distancias'. Lo que sí quería añadir, finalmente, es una idea que me ronda estos días por la cabeza. Lo hago con la legitimidad que me da haber vivido así, como he dicho, aquel asesinato de Miguel Ángel Blanco. Es esto. Se dice que acordar algo con ETA y, también, con Batasuna, es traicionar a Blanco y a todas las víctimas, reconocer que han muerto en vano. Yo pienso que un asesinato siempre es en vano. Un asesinato no tiene ningún sentido. Pretender que un asesinato sacralice las ideas de una víctima, lo veo equivocado. Entiendo que es un factor a estimar con delicadeza, pero no es definitivo. Del mismo modo, las ideas de unos asesinos quedan profundamente marcadas por sus acciones terroristas, pero tampoco es definitivo para decidir el valor democrático de todas ellas. En esto hay que ser más sutiles. En caso contrario, siempre estamos en manos de los bárbaros, por iniciativa propia o por encargo.

Lo puedo decir de otro modo. Uno puede morir por una causa justa, y es muy duro y difícil de aceptar, pero puede. Pero nadie puede matar por lo que él cree una causa justa. De hecho, siempre que hay gente que apela a que la vida no es el último valor, está refiriéndose a la vida ajena. Es curioso y cruel, pero es así. En este sentido, Blanco sí murió 'asesinado' en la defensa de unas ideas democráticas, pero no para que se prohibieran otras ideas democráticas distintas a las suyas, algunas otras habrá pienso yo, sino para que las suyas cupieran con perfecta legitimidad en un proyecto compartido y solidario de País Vasco. Yo creo que de tantas veces como hemos dicho que ETA se ha convertido en un grupo totalitario y terrorista, hemos perdido práctica para diferenciar la diversidad legítima de una sociedad democrática tan compleja como la vasca. Blanco, en tal sentido, es una denuncia permanente contra el totalitarismo político de ETA y de quien le pueda suceder en tal comportamiento, pero no es la negación de cualquier idea y proyecto político distintos a los suyos. Es importante tener en cuenta que no fueron sus ideas, propiamente, las que le llevaron a la tumba, y en tal sentido, intangibles, sino que fueron la crueldad, obcecación y totalitarismo político de ETA, de sus militantes, los que le asesinaron, y en tal sentido, renuncias innegociables en una democracia de ayer y de mañana. Este inexcusable aprecio de los medios y los fines democráticos por todos, es la primera herencia de Blanco y de todas las víctimas de ETA, a mi juicio.