La hermosura misma

Una de las muestras más mugrientas y abismales de la miseria humana (miseria engalanada con el birrete académico, glosada por plumíferos parasitarios, orgiásticamente celebrada por la propaganda anticatólica) nos la brindan los intentos de caracterizar patológicamente a Santa Teresa de Jesús y de interpretar sus éxtasis místicos como deliquios o visiones de naturaleza erótica. Se trata, quizá, del episodio más sórdido, el vómito último y bituminoso de la leyenda negra, empeñada siempre en ensuciar cuanto hay de enaltecedor y honroso en nuestra historia; y aquí dispuesta a envilecer la más sublime encarnación del ge ni o español y católico, en una muestra aberrante de lo que Leonardo Castellani llamaba el «tercer grado de la desesperación», que consiste en «la colusión barrosa de la religiosidad con un sustituto grotesco y horrible» de naturaleza sexual, prueba evidente de la descomposición de un mundo dejado de la mano de Dios que da las boqueadas y se muere pataleando, porque le falta la razón del vivir.

Pero todo ese purín pestilente destilado por la leyenda negra en su fase terminal no ha logrado ni siquiera rozar la grandeza incólume –celestial– de Santa Teresa, a la que si algo no le faltaba era la razón del vivir. Y que, casi cinco siglos después de su nacimiento, sigue dando razones del vivir a quienes nos aproximamos a sus escritos límpidos, a su personalidad subyugadora, a su espiritualidad acendrada y única. Acercarse a Teresa de Jesús es un acontecimiento decisivo en cualquier vida; nadie sanamente constituido que haya indagado en la interioridad de la Santa de Ávila puede permanecer indiferente, por la sencilla razón de que allí se encuentra con la Hermosura misma. Y cuando uno se encuentra con la Hermosura puede fundirse rendido en ella, o contemplarla desde una envidiosa distancia, o replegarse medroso en la concha de fealdad que antes habitaba, pero nunca más ser el mismo de antes. Hace falta ser un tarado o un insensible para pasar ante Santa Teresa sin inmutarse; y, por fortuna, ni siquiera todo el purín pestilente que la leyenda negra ha arrojado sobre los españoles ha logrado convertirnos (salvo excepciones) en tarados o insensibles.

Lo primero que nos conmueve en Santa Teresa es su humanidad desnuda, franca, frugal, desasida de todo lo que no es Dios; y en ese desasimiento no hallamos, en contra de lo que a simple vista pudiera parecer, negación de su humanidad, sino por el contrario una humanidad invicta, irresistiblemente atractiva, a la vez ingenua y vigorosa, un tesoro de verdadera alegría que se derrama sobre el mundo, saludando y celebrando las cosas más sencillas, en las que también está Dios, en las que sobre todo está Dios. El místico, cuando trata de describir sus experiencias más inefables, recurre al simbolismo, rompiendo los moldes que impone la lógica racional; el simbolismo de Santa Teresa nace, en cambio, de la observación cotidiana. El paisaje –no el paisaje artificioso y tópico propio de la literatura renacentista, sino el paisaje áspero y enjuto de Castilla– se convierte en alegoría de su aventura espiritual: los huertos rozagantes de verduras, refrescados por un pozo absorto, se convierten en refugios para la oración; las fuentes que surgen en el camino evocan la única agua que calma la sed; una liebre que brinca entre las matas o un gamo que busca un hontanar son vislumbres del alma en estado de gracia; un jabalí que hociquea furioso la tierra ilustra la desazón del pecado; los castillos amurallados y las torres vigía inspiran un vertical sentido de trascendencia. Y todo este rico simbolismo está expuesto con una simplicidad y llaneza en verdad milagrosas, con un estilo que Santa Teresa calificaba humildemente de «grosero y desconcertado» y que, en realidad, es la expresión más depurada, graciosa y elegante de nuestra bendita lengua; un estilo que pone a Dios ante los ojos del alma.

Solo quien vivió a la vez entre ángeles y entre pucheros puede escribir con ese estilo que habla sin afectación ni ampulosidad de las cosas más elevadas; y que de las cosas más insignificantes habla con gozo, porque quien ama a Dios sobre todas las cosas ama también todas las cosas, sabiendo que en ellas está Dios presente. Y así, Santa Teresa se nos muestra como una criatura llena de una cautivadora y bulliciosa alegría interior, llena de un entusiasmo vibrante, incluso cuando nos narra sus penalidades y penitencias; porque en todo lo que hacía y decía, en todo lo que pensaba y escribía hay un amor que le revienta las costuras del corazón, que traspasa cada célula de su cuerpo, que incendia con un ardor nuevo las rutinas más triviales. Santa Teresa está henchida y restallante de Dios, como las sábanas que se cuelgan del tendedero están henchidas y restallantes del aire de la mañana; y acercarse a ella es como anegarse en Dios mismo, en un Dios humanado y matinal, amoroso y trémulo como un cachorro. Como escribió fray Luis de León: «Lo que yo de algunos temo es que disgusten de semejantes escrituras, no por el engaño que pueda haber en ellas, sino por el que ellos tienen en sí, que no les deja creer que se humana Dios tanto como nadie, que no lo pensarían si considerasen eso mismo que creen. Porque, si confiesan que Dios se hizo hombre, ¿qué dudan de que hable con el hombre? Y si creen que fue crucificado y azotado por ellos, ¿qué se espantan que se regale con ellos?».

Dios habló con Santa Teresa y se regaló con ella, como corresponde a quien «toma lo que le damos, mas no se da a sí del todo hasta que nos damos del todo». Y como Santa Teresa se dio del todo, dejando que el «fuerte huracán» del Espíritu empujase la navecilla de su alma a la santidad, pudo entablar íntimo coloquio con su esposo divino. Y, desde entonces, toda mortificación le resultó regocijo, toda resignación juego, toda aspereza pasatiempo; porque quien vive en íntimo coloquio con la fuente del gozo todas las penalidades de la vida y las incomprensiones de los hombres las echa a barato. Nosotros también podemos atisbar las delicias de ese coloquio íntimo a través de sus libros, para fundirnos rendidos en él, para contemplarlo desde una envidiosa distancia o replegarnos medrosos en la concha de fealdad que antes habitábamos. Pero después de habernos tropezado con la Hermosura misma ya nunca seremos los mismos. Quien lo probó lo sabe.

Juan Manuel de Prada, escritor.

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