La heroica normalidad de Ordóñez

Muy pocas veces hablé con Gregorio Ordóñez. Bilbao y San Sebastián, cercanas en la geografía, siguen siendo en trato social mutuo más distantes que Oviedo y Cádiz, ciudad esta última de montañeses y asturianos. En realidad, San Sebastián está tan lejana de Bilbao como de la Guipúzcoa profunda. En sus memorias, Enrique Múgica Herzog escribía que San Sebastián ha vivido de espaldas a la provincia, cuya capitalidad natural ha residido siempre en Tolosa. Los bilbaínos íbamos rara vez a Donostia, a pesar de lo que rezaba una canción bochera: «¡Qué suerte tienes, oh, Bella Easo! /¡Tener Bilbao a sólo un paso!». Pues bien, en una de las pocas ocasiones en que visité San Sebastián, en compañía de Germán Yanke, que había sido condiscípulo de Gregorio en la Universidad de Navarra, nos encontramos casualmente con este en la calle Sancho el Sabio y Germán hizo las oportunas presentaciones. Lo que más me chocó en aquel primer encuentro fue que el ya por entonces teniente de alcalde de su ciudad, escenario favorito del terrorismo etarra, transitara por ella sin escolta.

La heroica normalidad de Ordóñez«Pero es que Gregorio nunca aceptó que se la pusieran», me cuenta Ana Iríbar: «Decía que si los militantes sin cargo no tenían derecho a llevarla, tampoco la quería para él». Ana se niega a ver en este asunto de la escolta un rasgo heroico de quien fuera su marido. Insiste en que Gregorio era una persona muy normal y que nunca se tuvo por algo distinto a eso. Por el contrario, yo creo que ahí estaba precisamente el punto más vulnerable de Gregorio Ordóñez, su talón de Aquiles, lo que los griegos llamaban la hamartía: aquél aspecto del carácter de los héroes trágicos que les acarrea la desgracia. Gregorio Ordóñez creía -y lo creía sinceramente- que lo heroico no sólo puede ser normal, sino que debería ser el grado cero, el nivel mínimo de la normalidad. Como además de valiente era, en el buen sentido de ambas palabras, bueno y generoso, se prohibió a sí mismo admitir que en su ciudad el denominador común de la normalidad era, como en todo el País Vasco de su tiempo, la cobardía.

Esa percepción distorsionada (por valiente, buena y generosa) de lo que era lo normal en su ciudad y en su pequeño y desdichado país se manifestaba en declaraciones como la siguiente: «Aquí hay tres posibilidades: vivir como un cobarde escondiéndote por las alcantarillas, marcharte si tienes dinero o quedarte con todas las consecuencias, que es lo que he hecho yo». Así era el estilo habitual en el que Gregorio se expresaba, un estilo que implicaba un imperativo categórico no formulado. La ética de Gregorio era idealista, sin concesiones al pesimismo (o sea, al realismo bien informado). Gregorio Ordóñez se aplicaba a sí mismo, con una radicalidad absoluta, el principio kantiano: obra de modo que tu conducta pueda convertirse en norma ética para todo el mundo, que tu normalidad se convierta en normalidad universal. Pero ya la primera de las alternativas enunciadas, la de vivir como un cobarde escondiéndote en las alcantarillas, era falsa, pues la cobardía dominaba. La cobardía era la norma. Los cobardes no se escondían: paseaban a cuerpo gentil por Alderdi-Eder, mirando para otro lado cuando ETA asesinaba. Y no era cierto que se marchasen sólo los que tenían suficiente dinero para hacerlo. Se marchaban los que se sentían directamente amenazados y no tenían escolta, tuvieran o no dinero. Pretender que se quedaran e incorporaran a la improbable normalidad heroica no era razonable y acaso ni siquiera justo: tras el asesinato de Gregorio, las tres personas que él más quería, su mujer, Ana, su hijo, Javier, y su hermana, Consuelo, tuvieron que irse del País Vasco. En los últimos años de gobierno de Felipe González, el Estado era incapaz de proteger eficazmente allí las vidas de los amenazados por ETA, y menos aún de defender a sus familias del acoso cotidiano del nacionalismo vasco en acción. Yo conocí a Ana y a Consuelo en Madrid, cuando ya los tres nos habíamos marchado de la entrañable Euskadi, es decir, de la única región de España donde la libertad no era posible. En la primera manifestación convocada por la plataforma ¡Basta ya! en San Sebastián, el 19 de febrero de 2000, Ana Iríbar y yo marchamos juntos en la cabecera, con Josemari Calleja y otros convocantes, sosteniendo la pancarta y soportando la lluvia y los insultos y pedradas del vecindario abertzale, pero nos habíamos librado de sus agresiones cotidianas porque los tres, Calleja, Ana y yo, éramos ya entonces, con todo derecho, vecinos de Madrid.

El «país posible», vale decir el País Vasco posible con el que soñaba Gregorio Ordóñez, debería haber sido, según su sueño, un país de resistentes al terror, lo que, a todas luces, nunca fue. Hubo resistentes. No pocos. Incluso demasiados, dadas las circunstancias. Pero jamás dejaron de ser minoría. Antes y después del asesinato de Gregorio, e incluso, antes y después del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Antes y después de las grandes movilizaciones contra ETA de julio de 1997, de lo que se llamó «el espíritu de Ermua». Acertó el Partido Nacionalista Vasco al intuir que la mayoría de los que entonces se manifestaron contra ETA era la mayoría acostumbrada a mirar hacia otro lado, la que se conformaría con que ETA dejara de matar. El «país posible» nunca fue realmente posible, porque el único País Vasco realmente posible era ya por entonces el que ha llegado a ser después, el de hoy, esto es, el país real del nacionalismo vasco, sin terrorismo y sin no nacionalistas. El escarmiento ha funcionado. Con su imperativo categórico, Gregorio ponía el listón de la exigencia moral a una altura excesiva, inalcanzable para los más de sus propios votantes. Que eran muchos, por cierto. En número, los donostiarras que votaban al PP superaron a los de los otros partidos en las elecciones al parlamento europeo de 1994, abriendo expectativas verosímiles de que Gregorio Ordóñez, cabeza de lista para las municipales del año siguiente, consiguiera la alcaldía. ETA no podía permitirlo.

Es obvio que fue el asesinato de Gregorio Ordóñez el que estableció la prioridad de los atentados contra los políticos en la ETA del cambio de siglo, cada vez más desesperada ante lo que parecía ser la consolidación de la democracia española a veinte años de la muerte de Franco y del comienzo de la Transición. La banda quiso vengarse de ello en la persona de un político joven, valiente y de una honradez ejemplar en un tiempo en que muchas administraciones locales se estaban revelando como sentinas de corrupción. Un héroe, en fin, que creía que sólo estaba haciendo algo muy normal, al alcance de todo el mundo.

Jon Juaristi es escritor y catedrático de Literatura Española en Alcalá de Henares.

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