La heterosexualidad es peligrosa

Las estadísticas más recientes revelan que cada día siete mujeres mueren a manos de sus maridos, exmaridos, padres de sus hijos, compañeros sentimentales o novios en uno de los países de la comunidad económica europea. La mayoría de estos asesinatos se producen dentro del espacio doméstico o a menos de 300 metros de éste y tienen lugar, en su mayor parte, después de que las mujeres hubieran denunciado, al menos una vez, la violencia de sus compañeros, sin que estas denuncias hubieran dado lugar a medidas preventivas o cautelares, jurídicas o policiales que pudieran evitar la repetición y la amplificación de esa violencia. Hasta la muerte. Esto, señalémoslo por si hubiera podido pasarnos por alto, ocurre en países occidentales que tradicionalmente se presentan como desarrollados y que se rigen por constituciones así llamadas democráticas.

Estudiar de cerca las estadísticas de feminicidios nos permite sacar algunas conclusiones sobre la relación entre necropolítica y género, entre gobierno de la vida y la muerte y gestión de la sexualidad. En primer lugar: ser un cuerpo identificado como “mujer” sobre el planeta Tierra en 2019 es una posición política de alto riesgo. Y digo “posición política” y no posición anatómica porque no hay nada, empíricamente hablando, que permita establecer una diferencia sustantiva entre hombres y mujeres. No conozco mujeres que sean agredidas porque se paseen con una carta cromosómica XX dibujada sobre la frente, ni actos de violencia machista que requieran un examen del útero como condición previa para llevar a cabo el ataque.

Las mujeres son objeto de violencia porque son culturalmente situadas en una posición política subalterna frente al hombre hetero-patriarcal. Las mujeres transexuales, los hombres afeminados y las personas cuya coreografía corporal o código vestimentario no corresponde a lo que en términos de género se espera de ellas en un contexto social y político dado, son también objeto de violencia. En este contexto de violencia, resultan no sólo empíricamente erróneas sino también políticamente obscenas las críticas de las feministas conservadoras españolas como Amelia Valcárcel o Lidia Falcón contra las mujeres trans. No sólo las mujeres trans no son agentes de violencia, sino que, al contrario, son uno de los sujetos políticos más vulnerables frente a la violencia hetero-patriarcal.

Vivimos, como afirma la feminista boliviana María Galindo, en “machocracias”, o por decirlo con Cristina Morales, culturas “macho facho neoliberales” donde la violencia se ejerce sobre todas las mujeres y sobre todos los cuerpos no-binarios y no heteronormativos, ya sean cis (se denominan “cis” aquellas personas que se identifican como el género que les fue asiganado en el nacimiento, a diferencia de las personas “trans” o “no-binarias” que no se identifican con el género que les fue asignado) o trans y en esto en regímenes políticos aparentemente tan distintos como Bolivia, Irán y Francia. La revolución feminista será la revolución de todes o no será.

No caigamos ni en una oposición binaria, maniquea y genérica, entre hombre-violentos y mujeres-víctimas de violencia, ni en argumentos naturalistas que harían que los cromosomas y no las relaciones de poder determinen nuestra posición política. Si la violencia fuera sólo cosa de hombres entonces, cada día morirían también siete hombres a manos de sus amantes, compañeros o novios dentro de relaciones homosexuales. Miremos atentamente las cifras de feminicidios. La segunda conclusión que emerge del examen de estas cifras es que los ataques, abusos y asesinatos de mujeres en el ámbito doméstico se producen dentro del marco de la relación heterosexual. Este dato no es nunca mencionado cuando se habla de feminicidio, pero es quizás políticamente el más importante. La heterosexualidad es un régimen sexual necropolítico que sitúa a las mujeres, cis o trans, en la posición de víctima y erotiza la diferencia de poder y la violencia. La heterosexualidad es peligrosa para las mujeres.

El reconocimiento de esta relación silenciada entre violencia y heterosexualidad exige el cambio de nuestros objetivos políticos. Mientras el movimiento gay y lesbiano se ha concentrado en los últimos treinta años en la legalización del matrimonio homosexual, un movimiento de liberación somatopolítica se daría hoy como objetivo la abolición del matrimonio heterosexual como institución que legitima esa violencia. Del mismo modo, el reconocimiento del hecho de que la mayor parte de los abusos y las violencias sexuales contra niños, niñas y niñes tienen lugar en el seno de la familia heterosexual llevaría a la abolición de la familia como institución de reproducción social, en lugar de a la demanda de legalización de la adopción por parte de las familias homoparentales. No necesitamos casarnos. No necesitamos formar familias. Necesitamos inventar formas de cooperación política que excedan la monógama, la filiación genética y la familia hetero-patriarcal.

Si las mujeres trans fueran el problema del feminismo, entonces, déjenme decirles que no habría problema. Las mujeres trans no son el agente de la violencia, del abuso o del maltrato. Pero les es más fácil a las feministas naturalistas acusar a las mujeres trans en lugar de señalar un problema que concierne a sus propias vidas y requiere cuestionar sus propias camas: la heterosexualidad normativa. El carácter constitutivamente violento de la heterosexualidad normativa fue denunciado desde mediados del siglo pasado por buen número de feministas radicales, sin embargo, esas críticas no pudieron ser oídas a causa de la lesbofobia que atraviesa el sistema patriarcal y que impregna también el feminismo, una lesbofobia sólo equiparable a la transfobia del feminismo actual.

Tratemos de escuchar ahora a las guerrilleras de finales del siglo XX que habiendo sido situadas en la posición heterosexual (muchas de ellas lo fueron) se afirmaron como “cimarronas” y escaparon hacia el lesbianismo político: En 1968, Ti-Grace Atkison se define como lesbiana y rompe con el movimiento feminista americano NOW presidido por Betty Friedan, denunciando la defensa que NOW hacía del matrimonio, una institución que para Atkinson legitima la expropiación del trabajo de las mujeres y les somete a la voluntad y al deseo masculinos. Betty Friedan verá en las lesbianas una “amenaza violeta” a los valores heterosexuales de su feminismo. Jill Johnston, la primera lesbiana que salió del armario en las columnas del Village Voice en Estados Unidos, solía presentarse en las reuniones y en las fiestas con su pelo largo y su camisa entreabierta dirigiéndose a las chicas heterosexuales con una actitud jovial e irreverente que ella misma denominaba “seducción como protesta política contra la heterosexualidad.” Es así como surgió la expresión “el feminismo es la teoría, el lesbianismo es la práctica.” Y algunas chicas pasaron a la práctica.

Unos años más tarde, Monique Wittig define la heterosexualidad no como una práctica sexual sino como un régimen político. La afirmación de que hay mujeres que son naturalmente heterosexuales es tan falaz como la de que los hombres son por naturaleza violentos. Para Adrienne Rich, la heterosexualidad no es una orientación o una opción sexual, sino una obligación política para las mujeres. No hay deseo, hay norma. Rich denomina a esa ley no escrita heteronormatividad. Audre Lorde examina la relación entre heterosexualidad y racismo y nos enseña a detectar las violentas formas de erotización de los cuerpos subalternos en las culturas hegemónicas. Si para Virginia Woolf una mujer necesitaba una habitación propia para escribir, para Audre Lorde esa habitación, si es libre y segura, no puede estar en el domicilio heterosexual y mucho menos conyugal.

Cincuenta años después de las primeras guerrilleras, las mujeres heterosexuales siguen siendo asesinadas por sus maridos y por sus novios. Si es cierto que hoy es más fácil afirmarse como lesbiana que en 1960, la heterosexualidad recalcitrante no ha dejado de ser por ello igualmente mortífera. Gayle Rubin, Pat Califia y Kate Bornstein, influenciadas por la cultura BDSM y trans, dan una vuelta más de tuerca y sugieren no entrar en relaciones heterosexuales, sea con quien sea. Esto exige una des-identificación previa tanto de los hombres, como de las mujeres. ¿Qué sería una relación heterosexual en la que aquel que supuestamente ocupa la posición política de hombre renuncia a la definición soberana de la masculinidad como detentora de poder? ¿Cómo sería una relación supuestamente “heterosexual”, pero sin hombres y sin mujeres? Son los hombres cis los que deben iniciar ahora un proceso de des-identificación crítica con respecto a sus propias posiciones de poder en la heterosexualidad normativa. Des-machificarse, des-fachoizarse, des-neoliberalizarse.

Con las políticas de género nos ocurre lo mismo que con las políticas del medioambiente: sabemos muy bien lo que está ocurriendo y nuestra propia responsabilidad en ello, pero no estamos dispuestos a cambiar. Esta resistencia al cambio se manifiesta no sólo por parte de aquellos que ocupan posiciones hegemónicas, sino también por parte de los cuerpos subalternos, aquellos que sufren de forma más directa las consecuencias de un régimen de poder. Nos da miedo perder privilegios, o renunciar a lo poco que tenemos, tememos reconocernos en lo abyecto. Pero lo supuestamente abyecto es mejor que la norma.Sólo la transformación del deseo podrá movilizar una transición política. Imagino que lo que estoy diciendo no genera un entusiasmo inmediato en las masas, pero es preciso afrontar colectivamente las consecuencias de la herencia necropolítica del patriarcado —si fuera un disco lo habrían llamado Expansive shit—. Sólo la des-patriarcalización de la heterosexualidad permitirá redistribuir las posiciones de poder, sólo la des-heterosexualización de las relaciones haría posible la liberación no sólo de las mujeres, sino también y paradójicamente, de los hombres. Entre tanto, que cada mujer tenga una pistola y sepa usarla. No hay tiempo que perder. La revolución ya ha comenzado.

Paul B. Preciado es escritor.

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