La historia británica del Brexit

La historia británica del Brexit

Desde el 23 de junio de 2016, cuando el 52% de los votantes británicos respaldó el retiro de la Unión Europea, el debate sobre el "Brexit" ha venido desgarrando a la política británica. Si bien el referendo del Brexit no era vinculante, el gobierno del entonces primer ministro David Cameron, que esperaba un voto a favor de "Quedarse", había prometido hacer honor al resultado. Gran Bretaña, que se sumó tarde a la UE, será el primer estado miembro en abandonarla. La fecha de salida está fijada para marzo de 2019.

Los que votaron por quedarse alternan entre echarle la culpa a Cameron por su imprudencia al llevar a cabo el referendo, y por su incompetencia para manejarlo, y castigar a los partidarios del Brexit por apabullar a los votantes con mentiras. En un nivel más profundo, el voto por el Brexit se puede ver como parte de una revuelta de campesinos transatlánticos, que se hizo sentir en Francia, Hungría, Italia, Polonia, Austria y, por supuesto, Estados Unidos. Ambas explicaciones tienen mérito, pero las dos ignoran las raíces específicamente británicas del Brexit.

Gran Bretaña se había enfrentado sola a una Europa continental dominada por Hitler en 1940, el momento de la historia reciente que se recuerda con más orgullo. Años más tarde, Margaret Thatcher expresó un sentimiento británico común con su estilo enfático habitual. "¿Ve?”, me dijo en una oportunidad. “Nosotros vamos de visita y ellos están allí”. A pesar de la intención manifiesta del ex primer ministro Tony Blair, Gran Bretaña nunca estuvo “en el corazón de Europa”: estaba. En sus 42 años en la UE, los británicos siempre han sido un socio incómodo y euroescéptico. La aprobación de la pertenencia estuvo sólo brevemente por encima del 50%, y en 2010 caía por debajo del 30%. Un referendo en aquel entonces muy probablemente habría resultado en una mayoría aún importante a favor del retiro.

El Reino Unido no firmó el Tratado de Roma de 1957, que agrupó a los seis miembros originales de la UE –Alemania, Francia, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo- en la Comunidad Económica Europea. Fiel a su política tradicional de divide y reinarás, en 1960 organizó la Asociación Europea de Libre Comercio de siete miembros en carácter de contrapeso.

Pero el Reino Unido se estancó, mientras que la CEE prosperaba, y Gran Bretaña terminó solicitando el ingreso en 1963. La motivación de Gran Bretaña era principalmente económica –evitar el arancel externo de la CEE contra los productos británicos, sumándose a una zona de libre comercio más dinámica-. Pero la intención de impedir la formación de un bloque político nunca estuvo ausente y fue contraria al sueño de una unión política de los padres fundadores europeos. Al final, el presidente francés Charles de Gaulle vetó la solicitud de incorporación del Reino Unido, al considerar que Gran Bretaña era un caballo de Troya norteamericano.

Quienes están a favor de quedarse en la UE convenientemente se olvidan de que cuando Gran Bretaña votó en 1975 para seguir siendo un miembro de la CEE –después de sumarse en 1973-, el referendo se basó en la mentira de que la membrecía no tenía implicancias políticas. En verdad, los fundadores de la UE, especialmente Jean Monnet, consideraban que una unión económica cada vez más profunda era una manera de forjar una unión política cada vez más profunda. En 1986, Thatcher firmó el Acta Única Europea (que fijó el objetivo de crear un mercado único), aparentemente creyendo que era tan solo una extensión del libre comercio en bienes a servicios, capital y mano de obra.

Pero la condición semi-independiente de Gran Bretaña quedó confirmada por el Tratado de Maastricht de 1992, a través del cual el sucesor de Thatcher, John Major, obtuvo (junto con Dinamarca) una excepción del requerimiento de adoptar el euro. Resultaba más obvio que nunca antes que la moneda única era una piedra angular del deseo de avanzar hacia la unión política. Después de todo, como demostraron los acontecimientos de 2008-9, una moneda común sin un gobierno común no puede prosperar.

Luego de la decisión del Brexit, la sucesora desventurada de Cameron, Theresa May, ha quedado atrapada entre las demandas de los defensores del Brexit, como su antiguo secretario de Relaciones Exteriores, Boris Johnson, de ejercer el “control de nuestras fronteras”, y los miedos de los defensores de quedarse respecto de las consecuencias económicas y políticas de irse. May espera que se produzca una salida de la UE en la que Gran Bretaña conserve los beneficios, pero evite los costos, de la pertenencia.

Esta esperanza quedó materializada en el informe oficial “La relación futura entre el Reino Unido y la Unión Europea”, recientemente publicado por el gobierno. Allí, el gobierno busca una “Asociación” que deje a Gran Bretaña dentro de la zona de aranceles externos de la UE para todo el comercio de bienes fabricados en Gran Bretaña y la UE, pero libre de cerrar sus propios acuerdos de libre comercio con todos los demás. El mercado único de servicios sería reemplazado por un acuerdo especial que les permitiera a los clientes de la UE un acceso irrestricto a los servicios financieros de Londres, evitando al mismo tiempo un sistema regulatorio común. Un nuevo “marco para la movilidad” apuntaría a seguir “atrayendo a los más brillantes y a los mejores, de la UE y de otras partes”, recortando a la vez (de maneras no especificadas) la libertad de los ciudadanos de la UE para trabajar en Gran Bretaña.

No cabe ninguna duda de que el intento inmaduro del documento oficial de tenerlo todo no sobrevivirá a un escrutinio serio de un lado y otro del Canal. Y eso significa que Gran Bretaña se irá de la UE en marzo de 2019 sin un acuerdo de divorcio factible. El único interrogante es si este desenlace será el desastre que temen la mayoría de los observadores.

A mí no me convence el argumento de quienes apoyan la postura de quedarse de que una salida de la UE sería una catástrofe económica para Gran Bretaña. La pérdida de acuerdos establecidos con la UE estaría compensada por la posibilidad de que Gran Bretaña redescubra el camino a seguir, particularmente en materia de política fiscal e industrial. La experiencia sugiere que los británicos son más resilientes, más inventivos y más felices cuando sienten que controlan su propio futuro. No están dispuestos a renunciar a su independencia.

Mi principal preocupación es la pérdida de la posibilidad de que Gran Bretaña ayude a forjar el futuro político de Europa. La organización que Gran Bretaña abandonará está lejos de marchar confiadamente hacia una unión política. Está asolada por el conflicto. La canciller alemana, Angela Merkel, es casi tan impotente como May; los neofascistas están en el poder, cerca del poder o comparten el poder en varios países europeos. Casi todo el peso del proyecto europeo recae sobre los hombros del presidente francés, Emmanuel Macron. Habría sido bueno que Gran Bretaña estuviera a su lado, en lugar de zarpar a la deriva hacia el Atlántico.

Robert Skidelsky, Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University and a fellow of the British Academy in history and economics, is a member of the British House of Lords.

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