La Historia como arma arrojadiza

Por Manuel Álvarez Tardío. Profesor de Historia Política de la Universidad Rey Juan Carlos (ABC, 28/04/06):

Puede que a algunos les cueste creerlo, pero son ya muchos años los que los historiadores españoles llevan dedicados al estudio de la historia política de la España contemporánea. La Segunda República, como la Guerra Civil, ha ocupado un lugar privilegiado de esa exhaustiva, aunque no siempre provechosa, investigación. Y todo, porque fue entonces cuando, una vez abortada la única vía que habría podido suponer un tránsito gradual del liberalismo a la democracia -la monarquía constitucional de la Restauración-, y después de siete años de lamentable dictadura militar, los españoles vivieron una convulsa y aleccionadora experiencia de democratización que terminó trágicamente.

La República fracasó, y lo hizo no porque acabara en una guerra civil, sino porque durante sus cinco años de existencia fue incapaz de convertirse en el régimen político de todos los españoles, en una democracia liberal que asegurara la alternancia pacífica a través de las urnas.

La Constitución aprobada en diciembre de 1931, tanto por su diseño como por su desarrollo inmediato, no pudo ser ese conjunto de reglas del juego en torno a las que diferentes opciones ideológicas vieran posible la competición electoral y el ejercicio del gobierno. Fue, por tanto, una democracia fallida, diseñada para asegurar que unos cuantos, no todos, pudieran llevar a cabo una transformación radical del país, una revolución pacífica pero que conllevaba la exclusión de todas aquellas opciones ideológicas que no compartieran esos propósitos de cambio radical.

Muchos años después, la Transición a la democracia, lejos de ignorar nuestra Historia, se basó en una conciencia clara y firme de que no podían cometerse nuevamente los errores del pasado, incluidos los del proceso constituyente republicano de 1931. Los protagonistas de aquellos años sabían que la democracia liberal no necesita de ninguna «memoria histórica» oficial, que si los historiadores difícilmente iban a ponerse de acuerdo en las causas de la quiebra de la Segunda República, ningún sentido tenía que el parlamento votara cuál era la interpretación histórica correcta.

Los fundamentos de la legitimidad de una democracia liberal no residen en la interpretación del pasado que apruebe un legislativo, y menos aún si el recuerdo y el análisis de ese pasado dividen profundamente a sus ciudadanos. Todos los gobiernos de nuestra actual democracia, a pesar de ciertas decisiones menores, habían comprendido ese mensaje. Sabían, además, que la fortaleza de la democracia no residía en la posibilidad remota e innecesaria de que todos los diputados fueran a ponerse de acuerdo en los motivos por los que los españoles acabaron matándose, unos a otros, en una guerra civil.

Hoy, la situación parece haber cambiado y sólo se me ocurre una explicación para esta renovada obsesión con el pasado, para este sorprendente deseo de vincular la democracia de 1978 al régimen de la Segunda República: la voluntad de restar legitimidad al adversario y, llegado el caso, pasar a considerarle como un enemigo. Mal camino.

Una prueba, además, de que la Transición que muchos creyeron modélica -algunos todavía seguimos creyéndolo y argumentándolo-, despertó muchos más enemigos de los que habíamos imaginado. Quizá sea porque aquella, gracias a enormes sacrificios y renuncias, quiso, ante todo, evitar la exclusión y hacer posible la alternancia pacífica en el gobierno.