La historia como excusa

En la pasada Cumbre de las Américas de Panamá, Barack Obama repitió una frase que ya había dicho a sus homólogos latinoamericanos en Puerto España y Cartagena de Indias: “No seamos prisioneros del pasado”. La frase era un llamado a mirar hacia delante y rebasar la lógica de la guerra fría en las relaciones interamericanas. Pero, como en las cumbres anteriores, varios presidentes de la región, especialmente Raúl Castro, Nicolás Maduro, Rafael Correa y Cristina Fernández de Kirchner, interpretaron que Obama llamaba a dar la espalda a la historia—escrita con minúscula pero pronunciada con mayúscula—. En consecuencia, las intervenciones de esos mandatarios se concentraron en las reclamaciones de América Latina a Estados Unidos por su intervencionismo en la región.

Obama dijo que era amante y estudioso de la historia y reconoció que había “capítulos oscuros” en el pasado de Estados Unidos y en su política hacia América Latina, especialmente en materia de derechos humanos. Sin embargo, los presidentes latinoamericanos prefirieron asumir que Obama invitaba a ignorar la historia. ¿Qué historia? A juzgar por sus discursos, los líderes latinoamericanos se referían a una idea precisa de la historia de la región, que se basa primordialmente en el repertorio de agravios de Estados Unidos contra Latinoamérica y el Caribe: invasiones, intervenciones, injerencia, respaldo a dictaduras, acumulación de capitales y propiedades extranjeras, saqueo comercial…

Una contradicción interna de ese relato es que el nacionalismo ideológico que lo sustenta produce una anulación de lo nacional en la historia. No parece haber nada propiamente autónomo o determinado por contextos locales o regionales en el pasado continental. La geopolítica atraviesa tan centralmente la historia latinoamericana y caribeña que los dos últimos siglos son narrados como una sucesión de despojos y ofensas de Estados Unidos. El eje conceptual de esa historia es la soberanía, pero la imagen de la región que se transmite es la de un territorio sometido perpetuamente a una condición colonial.

Esa historia, que se incorpora al aparato de legitimación de Gobiernos que se autodenominan de izquierdas, tiene muy poco que ver con la historia social informada por el marxismo. Para los historiadores marxistas es fundamental la categoría de clase y, por tanto, la construcción de poderes domésticos, que lo mismo en época del Estado liberal del siglo XIX que del populista del siglo XX excluyó a amplios sectores de la población. Fueron esos poderes los que crearon, a su vez, una visión más nacionalista que marxista del pasado latinoamericano, que tendió siempre a justificar el autoritarismo desde la amenaza de pérdida de soberanía por el intervencionismo norteamericano.

No creo que exista en la historiografía latinoamericana un equivalente de A People’s History of the United States (1980), de Howard Zinn, y las buenas historias de la región, cercanas al marxismo o, al menos, a la llamada “teoría de la dependencia”, como la magistral Historia contemporánea de América Latina (1967), de Tulio Halperín Donghi, han sido leídas, sobre todo, en medios académicos. Mucho más populares han sido ensayos como Las venas abiertas de América Latina (1971), de Eduardo Galeano, cuyo éxito ilustra claramente el predominio del nacionalismo sobre el marxismo en la ideología de la izquierda latinoamericana.

Cuando los presidentes de la izquierda latinoamericana gobernante apelan a la historia se refieren a esa historia pensada y escrita como testimonio del saqueo de las grandes potencias. Uno de los peores efectos de tal vulgarización del discurso anticolonial es que transmite una imagen atemporal y mítica de sociedades inmutables a lo largo de dos siglos, que pretende capitalizar todo el pasado nacional como herencia simbólica del Gobierno de turno. La manipulación de esa teleología es tan evidente como la que aplican los políticos norteamericanos cuando reiteran citas de presidentes de Estados Unidos para justificar cualquier decisión en el cargo.

El uso de la historia como excusa es una de las manías de esa constante invención de la continuidad que caracteriza a los mandatarios de la región. Por ejemplo, el pasado 1 de julio, cuando el presidente Obama anunció desde la Casa Blanca que las Embajadas de Estados Unidos en Cuba y de La Habana en Washington se abrirían el 20 de julio y que el secretario de Estado, John Kerry, viajaría a la isla para la ceremonia de apertura de la misión diplomática, citó a Dwight Eisenhower, el presidente que ordenó al último embajador, Philip Bonsal, que abandonara Cuba, y que rompió las relaciones el 3 de enero de 1961. Con la cita de Eisenhower, Obama sugería que su Administración había logrado el objetivo de su antecesor republicano, en plena guerra fría, pero por otros medios.

A pesar de que inició su alocución llamando a dejar atrás la guerra fría y a abrir los ojos al futuro, el presidente se las ingeniaba para colocar su giro de 180 grados en la política hacia Cuba en el linaje de la estrategia anticomunista de Eisenhower y Nixon que, en buena medida, dio origen al diferendo entre Estados Unidos y Cuba. Ese continuismo retórico, por lo visto, no es privativo de Fidel Castro, Hugo Chávez y otros políticos latinoamericanos. De hecho, es muy probable que éstos hayan fraguado su obsesiva manipulación de los legados de José Martí y Simón Bolívar en una confrontación imitativa de los modos políticos del “imperio”.

Un gesto similar al de Obama tuvo el Gobierno de Raúl Castro cuando su cancillería emitió un comunicado que enfatizaba la inverosímil continuidad de la normalización diplomática con el largo periodo de fractura entre ambos países. En respuesta a un pasaje del discurso del presidente norteamericano sobre la situación de los derechos humanos y la falta de libertades en la isla, la nota del Ministerio de Relaciones Exteriores sostenía que la reapertura de Embajadas era la “reafirmación de cada uno de los principios por los que nuestro pueblo ha derramado su sangre y corrido todos los riesgos, encabezado por el líder histórico de la revolución, Fidel Castro Ruz”.

En contraste con la declaración del Minrex, Raúl Castro se limitó a asegurar que “Cuba se inspira” en las normas del derecho internacional, en la Convención de Viena y en la Carta de Naciones Unidas. Pero además de reclamar como principios básicos de su política exterior la “soberanía”, la “igualdad entre las naciones” y la “autodeterminación de los pueblos”, Castro incluyó dentro de los valores de la política exterior cubana los “derechos humanos” y las “libertades fundamentales”. Con la fórmula verbal de “Cuba se inspira”, no parecía hablar en pasado, como su propia cancillería, sino en presente e, incluso, en futuro, como demandaba el presidente Obama.

Rafael Rojas es historiador.

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