La historia como instrumento político

Una de las noticias inquietantes de los días pasados ha sido la transformación de la antigua Basílica de Santa Sofía en Estambul de museo en mezquita, decretada por el presidente de Turquía, Erdogan, con el apoyo de su Consejo de Estado.

Santa Sofía es uno de los edificios más impresionantes del planeta. Y no sólo porque, según se dice, cambió la historia de la arquitectura: el modo como concebimos el espacio. Lo es, sobre todo, porque presenta a quien lo visita, de manera inmediata, milenios de historia de la humanidad, de cruce y mezcla de culturas. Es lo mismo que sucede en la Mezquita-Catedral de Córdoba -y no me traiciona mi pasión de cordobés-. Son lugares únicos, que nos hacen comprender mejor quiénes somos y de dónde venimos.

Quien entra a Santa Sofía pasa de apreciar la majestuosa y sobria elegancia del exterior, acentuada por cuatro minaretes añadidos en la época otomana, a sobrecogerse ante un inmenso espacio presidido por la imponente cúpula, que destila belleza en cada rincón. La estructura basilical, y los restos de mosaicos cristianos que sobrevivieron a la furia iconoclasta, conviven con el mihrab, la inscripción caligráfica de una sura del Corán añadida a la cúpula, o unos enormes medallones con los nombres de Alá, Mahoma y otras seis figuras importantes del islam. La arquitectura romano-bizantina de una basílica cristiana, que lleva dentro la herencia de la Grecia clásica, se imbrica con añadidos característicos de la tradición otomana, en los que a su vez se percibe el aroma del Extremo Oriente. De manera que en Santa Sofía se hacen visibles las más importantes culturas históricas que han conformado la civilización que hoy conocemos. Cuadra bien con su título: sofía es el nombre griego de sabiduría.

La decisión de Erdogan no parece tener que ver con necesidades religiosas. Estambul está llena de mezquitas, algunas de ellas espectaculares, comenzando por la Azul, muy próxima a Santa Sofía, y siguiendo por la de Suleimán, con sus fascinadoras vistas sobre el Bósforo. Todo apunta a una declaración política, como lo fue en su día la conversión del templo cristiano en mezquita, inmediatamente tras la conquista de Estambul en 1453 por Mehmet II, y como lo fue también su transformación en museo en 1934, operada por Ataturk.

La actual Santa Sofía fue construida por el emperador Justiniano en los años 530. Representa la cumbre de la arquitectura bizantina, y tiene un valor tan fundacional y simbólico como la compilación del derecho romano -el Corpus Iuris Civilis- que mandó realizar el mismo emperador: un legado jurídico tan grandioso como Santa Sofía. Para el sultán Mehmet II, hacer de Santa Sofía una mezquita era un modo patente de afirmar la supremacía del islam sobre el cristianismo, y de recordar el cumplimiento de la supuesta profecía de Mahoma sobre la caída de Estambul. Consciente de ese significado simbólico, casi cinco siglos después, Ataturk decidió «secularizar» el carácter religioso de la antigua basílica, dentro de su política de eliminar aquellos aspectos del islam otomano que consideraba una rémora para hacer de Turquía una nación moderna y pujante.

La utilización de templos religiosos en clave de mensaje político no es algo nuevo. Parece que, en Córdoba, la antigua mezquita de los omeyas fue construida sobre la basílica de San Vicente, y desde luego se utilizaron materiales romanos y de iglesias visigóticas; la corriente se invirtió tras la conquista de la ciudad por Fernando III en 1236, cuando devino catedral católica. También los regímenes comunistas utilizaron edificios religiosos como táctica política. En los años 1920 y 1930, Stalin transformó numerosas iglesias, sinagogas y mezquitas en museos del ateísmo como parte de su «revolución cultural».

¿Qué mensaje desea transmitir Erdogan ahora? ¿Es acaso un guiño a las facciones reaccionarias del islam, una invitación a revertir la occidentalización de Turquía durante el siglo XX? ¿Un intento de resucitar el «choque de civilizaciones» frente al llamamiento occidental a la «alianza de civilizaciones» que busca, con mayor o menor acierto, posibilitar una convivencia armónica en sociedades interculturales? No es fácil decir qué hay en la mente del presidente turco. Pero es difícil no interpretar la reislamización de la basílica cristiana más importante de Oriente como una maniobra populista, una táctica de división y enfrentamiento social. Como una siembra de crispación en torno a cuestiones de importancia simbólica que permita cosechar el voto del resentimiento de ese porcentaje de personas -que siempre existe- descontentas con su vida; y que distraiga su atención de otras cuestiones que afectan a sus vidas en el día a día. Lo hemos visto recientemente en muchos países, incluido el nuestro.

¿Tiene sentido volver seis siglos atrás en la historia? Probablemente no, como tampoco parecía muy realista la iniciativa de ciertos políticos grecoamericanos, en 2007, de devolverla al culto cristiano ortodoxo. No es sensato juzgar anacrónicamente hechos pretéritos; se ha comprobado semanas atrás a propósito de la reavivada campaña en Estados Unidos, sobre la base de una interesada deformación de la historia, contra la expansión española en el Nuevo Mundo (para España, América nunca fue una colonia, sino los territorios de ultramar del reino). Suele decirse que dejar descansar a los muertos es normalmente una buena regla; por eso inquieta tanta profanación de tumbas (incluida la muy reciente de una de las víctimas del trágico atentado contra Charlie Hebdo). Lo mismo sucede con los edificios de historia larga y compleja; es preferible dejarlos tranquilos, más aún si reflejan una amalgama de sensibilidades religiosas diversas. Hay excepciones, naturalmente: cuando la intencionada vuelta atrás en la historia transmite en sí mismo un mensaje de trascendental importancia, como en la reconstrucción del monasterio de San Miguel en Kiev, demolido por Stalin, que expresaba el rechazo de la infame dictadura soviética, probablemente la segunda más cruel y perniciosa que ha sufrido la humanidad después de la de Mao en China.

Leo que, curiosamente, el ministro turco de Exteriores trataba de justificar la decisión sobre Santa Sofía aludiendo al estatus de la Mezquita-Catedral de Córdoba. La verdad es que, si se trata de ir hacia atrás en el tiempo, Santa Sofía debería retornar más bien a su condición originaria de basílica cristiana. Pero es que además se trata de una comparación desafortunada; tanto como la propuesta que algunas personas hicieron hace unos años de secularizar la catedral cordobesa siguiendo el modelo de Ataturk para Santa Sofía. Son edificios con historias muy diferentes. En materia tan sensible, cada situación reclama una solución específica que respete tanto la historia como el statu quo consagrado por una aceptación social pacífica; una solución reflexiva y no condicionada por la beligerancia episódica de minorías vociferantes.

Hay, en fin, otra cuestión material de gran relieve para la preservación de Santa Sofía como parte del patrimonio de la humanidad. La competencia administrativa pasa ahora del Ministerio de Cultura al Diyanet o Dirección General de Asuntos Religiosos, que ejerce importantes funciones de control de la vida religiosa en Turquía, no necesariamente en el mejor de los sentidos. Otras históricas basílicas cristianas -que llevan también, significativamente, el título de Santa Sofía- han corrido la misma suerte en años pasados: en Iznik, antigua Nicea, Trabzon y Vize; y su experiencia no augura nada bueno para el futuro de la gran basílica de Bizancio. No es este -ni probablemente ningún otro- momento adecuado para guardar silencio ante el desatino. Si es cierto que, al decir de Camilo José Cela, las personas se dividen entre quienes hacen la historia y quienes la padecen, esta es una excelente ocasión para que la comunidad internacional se pronuncie con claridad e intente cambiar el rumbo de los hechos.

Javier Martínez-Torrón es catedrático de la Universidad Complutense y presidente de LIRCE.

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