La historia contra sí misma

Como otros muchos españoles, dediqué las últimas horas del domingo a seguir los recuentos parciales de las elecciones catalanas y las proyecciones de escaños correspondientes. Cada cual se asoma a los medios a los que está más habituado. Los míos son la radio —cuando voy en coche— y la prensa en papel o digital cuando estoy en casa. A primeras horas de la noche, por supuesto, mandaba la prensa digital. Fue instructivo advertir el cambio de tono en algunos titulares. De reconocer a las claras el triunfo de Mas, se pasó a fórmulas más contundentes. Por ejemplo, «Mas arrasa» o «CiU barre». ¿Qué motivó esta dramática inflexión retórica? Un baile de pocos escaños. A las estimaciones que dejaban a Mas en una mayoría de 58 o 59 escaños, sucedió la constatación de que subía hasta 62, que es precisamente la cifra que él había previsto en una porra secreta con los periodistas. Tres o cuatro escaños son importantes: abren el abanico de posibles pactos, quitan peso a tales y cuales formaciones complementarias, y así de seguida. No creo, sin embargo, que el cambio de acento obedeciera a trabajosos cálculos parlamentarios. El ingreso de CiU en una cifra por encima de la muy redonda de 60 —y la confirmación de que el PSC perdía casi diez escaños— cristalizó en una sensación: la de que Mas había obtenido un gran triunfo, y experimentado el socialismo una gran derrota. Las sensaciones, en política, son tan importantes como los hechos, o, mejor dicho, son hechos en sí mismas. Tras la constitución de un nuevo gabinete que ha tardado pocas semanas en perder sus efectos rehabilitadores, y persistiendo o agravándose los problemas que todos sabemos, el naufragio catalán ha desahuciado a Zapatero. Se hace incluso difícil imaginar que pueda agotar la legislatura. Esta es la primera conclusión que cabe extraer del 28-N.

La campaña electoral permitía barruntar que las encuestas, esta vez, sí iban a acertar en su pronóstico. Carecía de sentido que, a última hora, Montilla se revolviera contra el tripartito, la combinación que él ha presidido. Fue absurdo que González, desenfocado y ubicuo a un tiempo, afirmase en un mitin que el ruido del tripartito había impedido percibir la excelente gestión de su correligionario catalán. Una charanga de pueblo o el estrépito de un reactor pueden sofocar los trémolos de un tenor. Pero un tenor no se sofoca a sí mismo con sus trémolos. Finalmente, fue revelador el vídeo orgásmico puesto en circulación por el PSC. Se ha hablado mucho, y con fundamento, de la chocarrería del vídeo, aunque no se ha declarado lo principal. Lo principal es que el grito culminante con que la joven del vídeo remata el acto —de votar— habría servido, igualmente, para promocionar un yogur o una chocolatina almendrada. «Votar es un placer» —el lema que cerraba el vídeo— no aclaraba en absoluto por qué votar es un placer. En particular, por qué habría de ser un placer votar al PSC.

El apagón portentoso de los socialistas, lo que los anglos llaman un black-out, se debió al descubrimiento tardío de que habían estado desarrollando una política no solo disfuncional en términos generales, sino específicamente ingrata para su propio electorado. Alcanza así su punto de exacerbación máxima uno de los episodios más curiosos de nuestra democracia. De modo en gran medida fortuito, el socialismo catalán fue secuestrado desde el principio por una cúpula filonacionalista. El resultado inmediato fue una divergencia aparatosa entre el apoyo de las bases socialistas a la expresión regional del partido —con la que se identificaban poco— y su comportamiento en las generales, en las que votaban, decisivamente, por el PSOE. Esta divergencia introdujo en la representación política una distorsión que ha enrarecido la vida catalana hasta la fecha. Y lo ha hecho en un in crescendovertiginoso. Fatigado de no tocar poder, Maragall se alió con Esquerra, abrió el melón estatutario e imprimió a la región una deriva soberanista que nadie deseaba, ni siquiera CiU. El desastre se consumó cuando Zapatero decidió resucitar el Estatut a espaldas de su propio partido.

El incendio no ha afectado solo a Cataluña. Tenemos a un Tribunal Constitucional carbonizado porque no ha podido neutralizar de veras una ley esencialmente inconstitucional; tenemos la extensión inevitable de las franquías estatutarias a otras comunidades; y tenemos el hecho de que el Estatut, en Cataluña, marca un suelo, no un techo. Mas no tendrá más remedio que reclamar, con intensidad variable, un Concierto Económico, porque necesita ser más nacionalista que los socialistas, o lo que quede de ellos. Por cierto, que el vídeo divulgado por las juventudes de Convergencia es altamente expresivo. Un joven catalán se aproxima a un cajero automático. Viene por detrás otro joven disfrazado de bandera española, le roba la cartera al del cajero y sale corriendo. Es trabado por otro buen catalán, mientras se lee en pantalla: «Paremos el expolio». En el PP se las prometen felices, y hacen figuras y embolismos, pensando en un acuerdo de apoyos cruzados después de las generales. No digo que no vaya a ser posible. Pero sí que va a resultar muy caro, tanto en lo que hace a los principios como en lo que respecta al dinero.

No me he referido todavía a lo más importante. Lo más importante es que con las elecciones se avanza más dentro de una lógica territorial… que se encuentra en conflicto abierto con la lógica que el país, en su conjunto, necesita aplicarse a sí mismo si es que aspira a salir con bien de sus apuros actuales. Empieza a constar, no solo a los observadores internos, sino a los externos, que la fragmentación territorial está siendo una rémora para la economía española. El Banco Mundial acaba de publicar un informe donde se señala que instalar una empresa en España lleva mucho más tiempo, y más dinero, que en la media de los países industrializados. Simultáneamente, la contención fiscal va a exigir un control de las comunidades tanto más severo, cuanto que el gasto se verifica, principalmente, a través de las autonomías: las últimas ejecutan ya el 35 por ciento del gasto público, frente al 21 por ciento por parte del Estado (el 44 por ciento restante se divide así: 30 por ciento, Seguridad Social; y 14 por ciento, corporaciones locales). ¿Se imaginan la pesadilla de que cuadren los números si, de aquí a poco, la asignación de recursos hubiera de hacerse mediante diecisiete acuerdos bilaterales?

La Historia se despliega asimétricamente. En ocasiones, se despliega contra sí misma. El frente principal avanza en dirección contraria a desarrollos que obedecen a una dinámica propia, no por fuerza conciliable con la que gobierna el curso general de las cosas. El tinglado autonómico español, aun después de haber entrado en rendimientos decrecientes, pareció viable mientras la economía crecía y se disfrutaba de superávits. El lenguaje reivindicativo de los nacionalistas, y aun de los autonomistas, corresponde a esa fase. Pero estamos en otra fase. Una fase en que habrá de reconstruirse el PSOE; en que tendrá que meditar más sus estrategias el PP; y volver sobre sí, y tocar de nuevo la realidad, el español de a pie.

Álvaro Delgado-Gal, escritor.