La historia mentida

Comienzo con una evocación gozosa. En el viejo castillo de Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues, moralista francés del XVIII, está enterrado Pablo Picasso que lo compró en 1958. Conocí las lúcidas máximas del marqués en la excelente traducción de Manuel Machado. Dejó escrito que «todos los hombres nacen sinceros y mueren mentirosos», mientras Cioran, en exceso generoso, concluyó que «la mentira es una forma de talento». Trapacería o valor intelectual, la mentira invita a la reflexión.

Padecemos una interesada memoria histórica, concepto ya de por sí falso según el certero juicio de Gustavo Bueno. Se trata de una Historia mentida, manejada con pertinacia por cierta izquierda. Cuando la mentira se hace colectiva adquiere la fuerza de una verdad. Sobran los ejemplos. Refrescaré una reiterada falsedad histórica, atendiendo a lo que parece nos espera: la bondad casi angelical de la Segunda República. Quienes desean una tercera experiencia republicana declaran, por ceguera o ignorancia, que su ejemplo es aquella república fallida. Para Huxley «la más grande lección de la Historia es que nadie aprende las lecciones de la Historia».

El régimen del 14 de abril de 1931 no nació de la voluntad nacional expresada en las urnas; llegó desde una inducida movilización callejera tras unas elecciones municipales que en el conjunto de España ganaron las candidaturas monárquicas. El comité revolucionario, nacido del Pacto de San Sebastián en agosto de 1930, se autonombró, sin título legítimo alguno, Gobierno provisional de la República. En menos de un mes se produjo la quema de conventos; ardieron más de cien edificios religiosos sin que actuasen los bomberos ni la Policía, salvo para impedir que el fuego dañase los edificios colindantes. Azaña, presidente del Gobierno, reaccionó: «Ni todos los conventos de Madrid valen la vida de un republicano». Pero ninguna vida estaba en peligro.

La Constitución republicana de 1931, no sometida a referéndum, representó a una mitad de España contra la otra mitad. El presidente de la Comisión Constitucional, Luis Jiménez de Asúa, la definió en el Congreso como «una Constitución avanzada, democrática y de izquierda». No se contemplaba una república de derecha. Ese grave lastre fue el motivo último de su fracaso.

En 1933 el centro-derecha ganó las elecciones y la izquierda amenazó con acciones violentas si accedían al poder los triunfadores. Ante las presiones, Gil Robles, líder de la CEDA, coalición vencedora, renunció a encabezar el Gobierno. Un año después Lerroux, del Partido Republicano Radical y presidente del Gobierno, incorporó a tres ministros cedistas, y la izquierda cumplió su amenaza: la revolución de Asturias del 6 de octubre de 1934 contra el Gobierno legítimo. Hubo cerca de 2.000 muertos y graves daños en edificios históricos como la catedral de Oviedo y la universidad.

Lluís Companys, de ERC, presidente de la Generalitat, aprovechando la situación, proclamó «el Estado catalán dentro de la República Federal española». Aquel golpe de estado fue sofocado a cañonazos, con escasas víctimas, por el general Domingo Batet, jefe del Ejército en Cataluña. Suspendida la Generalitat, Companys y sus consejeros fueron juzgados y condenados a treinta años de prisión.

Días antes «El Socialista» amenazaba, 27 de septiembre de 1934: «Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado». Y el 30 de septiembre: «Nuestras relaciones con la República no pueden tener más que un significado: el de superarla o poseerla». La revolución de Asturias llevó a escribir al exministro e intelectual republicano Salvador de Madariaga: «Con la rebelión de 1934 la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936».

Ante las elecciones de febrero de 1936, Largo Caballero anunció: «Si triunfan las derechas tendremos que ir a la guerra civil declarada». Y más tarde: «Ahora, después del triunfo, se precisará salir a la calle con un fusil al brazo y la muerte al costado». El Frente Popular ganó los comicios pero aquel resultado es todavía discutido. Hubo amenazas, secuestros de urnas y violencia en muchos distritos electorales, y la posterior intervención de la Comisión de Actas del Congreso, presidida por el socialista Indalecio Prieto, hizo bailar decenas de escaños a favor del Frente Popular. Pocos creen hoy que no hubo fraude. Companys y el resto de los condenados por el golpe de estado de octubre de 1934 fueron amnistiados. Es la libertad que esperan de Sánchez nuestros nuevos golpistas. Montesquieu hace tiempo que es un molesto recuerdo.

Las libertades democráticas fueron vulneradas repetidamente durante la Segunda República que, además, vivió una espiral de violencia, como reflejan los «Diarios de Sesiones» del Congreso. Repasar los periódicos de la época es un ejercicio saludable. Las intenciones de socialistas y comunistas estaban claras si perdían las elecciones de 1936. Y, a medio plazo, también si las ganaban. Con el prólogo del asesinato del líder opositor Calvo Sotelo por policías y pistoleros socialistas, fracasado el golpe militar del 18 de julio, el país desembocó en la tragedia de la guerra civil.

Lenin predijo ya en 1920 que «el segundo país de Europa que establecerá la dictadura del proletariado será España». A ese fin se empleó Stalin en la guerra civil, potenciada su intervención tras los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona; una guerra dentro de la guerra, como cuenta George Orwell, testigo de aquella sangría. Su vanguardia armada fueron las Brigadas Internacionales. Muchos combatientes del bando republicano no defendían la democracia sino planteamientos revolucionarios totalitarios.

Recordar todo esto acaso llegue a ser delictivo, merced a la nueva ley de Memoria Histórica que nos amenaza. El mentiroso más acreditado es el que cree sus propias mentiras. Hay mentirosos perennes que, a veces, llegan a ocupar altas responsabilidades y, pese a que sus falacias son públicas y notorias, no reciben rechazo social, incluso son jaleados por una abulia y una comodidad generalizadas, convertidas en corrección política. Pienso en el caso de Sánchez, ese mentiroso pertinaz.

Padecemos una Historia mentida en una realidad social en la que abundan la falta de «relato» y la credulidad. Como recordaba Eduardo Serra Rexach en una reciente Tercera «carecemos de un verdadero proyecto nacional que nos aúne alrededor de un objetivo común». Sánchez pacta con quienes ansían acabar con la Monarquía, la Constitución y la unidad de España. ¿Lo harán por el método del 14 de abril, con movilizaciones callejeras, añadiendo esta vez un referéndum cocinado? Sería ingenuo confiar en que se siga la vía constitucional para acabar con la Constitución. ¿En manos de quiénes estamos? Y la sociedad, muda.

Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando

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