La historia políticamente correcta

Todo empezó en EE.UU., país en el que comienza todo. Ni siquiera las revueltas contraculturales lideradas por la Beat Generation y el movimiento ‘hippie’ o las sublevaciones de mayo de 1968 en Francia consiguieron evitar la influencia mundial de este país en el orbe capitalista. Más bien lograron todo lo contrario. Así que todo lo que allí nace tiene rápida emulación en nuestra amada Europa. Y allí surgió, en determinadas instituciones, la moda académica, a partir de la década de los noventa del pasado siglo, de decidir de forma aleatoria qué pasajes de la historia de Norteamérica tienen visos y dignidad de ser estudiados con pasión por los valores que transmiten y cuáles no, lo mismo que acontece con los personajes históricos. Y asistimos, como parece lógico pensar, a un itinerario interpretativo sesgado y que pretende mostrar solamente las banderas de la libertad de la primera democracia mundial. Por el contrario, el genocidio de los indios norteamericanos ni se menciona o se adultera esta circunstancia, tal y como el cine nos traslada, a través del género del wéstern, su propia visión civilizadora frente a la barbarie indígena. Tampoco hay mucha pasión por enseñar la estructura de las sociedades esclavistas, centrándose el cénit interpretativo en los procesos de independencia estadounidense, del Reino Unido y la creación democrática de un nuevo país libre en el que cada ciudadano puede construir su propio destino. El periodo colonial se pasa rápido con Pocahontas al frente y el siglo XX y lo que llevamos del presente se convierten en el objeto mayoritario de estudio.

Este esquema, por cierto, ha pasado al ámbito docente iberoamericano de las enseñanzas medias, en el que cada nación estudia su historia de la siguiente manera: amplia dedicación a las sociedades precolombinas, en las que se dibuja un paraíso idílico de felicidad eterna en plena armonía con la naturaleza, que fue totalmente trastocado y vilipendiada por la violencia y asentamiento posterior de la conquista española. Este periodo de trescientos años se funde rápido en la narrativa y, en la mayoría de los países hispanoamericanos, se muestra con tintes negativos. Los dos siglos en los que estas naciones son independientes de España y Portugal ocupan el estudio más amplio con sus itinerarios propios. Y este es el discurso, carente de diplomacia básica, que el nuevo presidente de Perú, Pedro Castillo, ofertó, con sombrero blanco iluminado incluido al Rey, Felipe VI, en su toma de posesión de la presidencia peruana. Todo lo cual nos lleva a una interesante reflexión sobre la cosmovisión popular y populista de las dominaciones imperiales. Así, las violentas y sanguinarias conquistas de una buena parte del mundo de Grecia, Roma y los árabes son magníficas, y solo trajeron desarrollo y prosperidad a los territorios dominados, pero la dominación española en América y Filipinas o la soviética a partir de 1945, por poner solo dos ejemplos, fueron negativas para los países que acotaron. No voy a dedicar un minuto a desmontar estas patrañas que caen por sí mismas, aunque en el caso de América Latina afectan a las relaciones diplomáticas y económicas del subcontinente con España. También sirven para culpabilizar de todos sus males nacionales a la colonización española, a pesar de llevar doscientos años independientes como decimos, y de paso a EE.UU., corazón del nuevo imperialismo, según expresan muchos de sus dirigentes. La empresa de modernización global que realizó España en América ha sido la acción colectiva histórica más importante que ha realizado nuestro país. Afortunadamente, en Europa carecemos de ese resentimiento social e histórico, pues de lo contrario, y solamente con la ocupación del imperio nazi entre 1933 y 1945 de la práctica totalidad del Viejo Continente, ni existiría la UE, ni las excelentes relaciones que todos los países unionistas tienen con Alemania. Por cierto, cómo deberíamos sentirnos los españoles ante las invasiones de los pueblos centroeuropeos en la Edad del Hierro, de fenicios, griegos, romanos visigodos, suevos, vándalos, alanos, árabes, franceses...

Pero no solo asistimos a la enseñanza de modelos diferenciados de influjos imperiales civilizatorios, también está de moda encarar las historias nacionales, o alguno de sus episodios identitarios.

En nuestro país, desde el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, agudizado por el de Pedro Sánchez, hemos asistido a una continua reinterpretación política, sin sonrojo alguno por parte de políticos de variada o escasa formación, que continuamente nos dan lecciones desde perspectivas nunca neutrales, sobre la grandeza infalible de la II República española, gobierno al que no encuentran nada negativo. Toda vez que insisten ‘ad infinitum’ sobre las ejecuciones extrajudiciales que hicieron las tropas del general Franco. Se alaba al socialista Largo Caballero, bajo cuyo Gobierno se cometieron numeras tropelías y ejecuciones fuera de los frentes de batalla. Pero nunca dicen nada sobre la extrema violencia de retaguardia que hicieron las tropas republicanas, equiparable a la de sus enemigos: en torno a 50.000 ejecutados en cada bando. La ley de la Memoria Histórica ha buscado masivamente a los asesinados por Franco, a pesar de que aún quedan ejecutados por los republicanos en paradero desconocido. No hace mucho que la Unión Europea ha resuelto, con condena institucional, su repulsa a los totalitarismos de índole fascista y comunista. Pienso que sería interesante algo similar en nuestro país, si como sociedad moderna pretendemos ser realmente equitativos.

El lendakari Urkullu, profesor de educación primaria como el presidente de Perú, quiere castigar la apología del franquismo con fortísimas multas, pero nada dice del ensalzamiento del terrorismo de ETA.

Pero lo peor viene de la Federación Rusa. Su presidente, Vladímir Putin, ha anunciado la creación de la denominada Comisión Ilustrada para la Correcta Interpretación de los Hechos Históricos, sobre todo de la Gran Guerra Patria, como allí llaman a la II Guerra Mundial. Se pretende luchar contra ‘la falsificación de la historia’. Estará constituida por miembros de los ministerios de Interior y Defensa, el Servicio Federal de Seguridad (FSB), antiguo KGB, el Comité de Instrucción (SK), la Fiscalía General de Rusia y el Consejo de Seguridad Presidencial. O sea, ni un solo historiador o institución académica. El presupuesto llega directamente del Kremlin. Esta comisión supervisará todo lo que se publique sobre hechos históricos que afecten al Estado ruso, tanto dentro del país como fuera, y, en su caso, ‘se efectuarán actividades de contrapropaganda’. Busca, asimismo, un enfoque unificado para el sistema educativo nacional. El Ejecutivo de este país promulgó el 1 de julio la ley que prohibía «equiparar los fines, decisiones y acciones de la dirección soviética con los de la Alemania nazi».

Todo lo cual recuerda al Ministerio de la Verdad de George Orwell en su novela ‘1984’, mientras los historiadores profesionales con sus textos ajustados a metodología científica escriben para sus colegas, toda vez que miran para otro lado ante esta barbarie intelectual.

José Manuel Azcona es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Rey Juan Carlos.

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