La historia virtual

En el primer semestre del año 2004 –tomo el dato del libro Taurus, cincuenta años de una editorial (1954-2004)– apareció bajo ese emblema una Historia virtual de España (1870-2004), « libro colectivo dirigido por Nigel Townson en el que un grupo de historiadores de la talla de José Álvarez Junco, Santos Juliá, Javier Tusell y Charles Powell, entre otros, describe una posible historia de España que no ocurrió pero que podría haber ocurrido». No sé si alguno de esos «historiadores de talla» conocía los Episodios de don Benito Pérez Galdós, y en particular aquellos relativos a la guerra de Marruecos en que saca y pone en solfa a un simpático orate que, como quiera que la historia que vive no le gusta, se pone a escribir la historia que le gustaría vivir. Es muy posible que en ese libro, que desconozco, esté el fundamento de la llamada «memoria histórica» y, cómo no, de la enseñanza de la Historia en los planes de estudios destinados a la «ciudadanía». La «ciudadanía», tal como la concibe esta democracia coronada, es lo opuesto de la «españolidad», o de la «españolía», como decía Laín, y los principios en que se basa esa asignatura conminatoria con la que se pretende hacer buenos ciudadanos son a su vez los opuestos de los que inspiraban aquella otra, prescindible dígase ahora lo que se diga, la formación del espíritu nacional, con la que se pretendía hacer buenos españoles. Tampoco parece por tanto que sean muy partidarios de lo español los «liberales» que para combatir la «educación para la ciudadanía» la comparan con la «formación del espíritu nacional». Para empezar, la «formación del espíritu nacional» distaba mucho de ser obligatoria. Lo que sí era obligatorio era el servicio militar, en el que esa formación no se impartía, sino que se daba por supuesta. Y es que la Historia de España que se enseñaba era la historia de sus glorias, no la historia de sus miserias, de suerte que los que la cursaban tuvieran plena conciencia de su grandeza, cifrada en las proezas que hicieron su unidad. El cimiento, y el cemento, de esa unidad fue la religión. La religión, como vieron muy bien los ilustrados, es la filosofía de las muchedumbres, de ahí que una muchedumbre que se queda sin filosofía acabe por quedarse sin patria. La revolución del siglo XX fue la revolución de los «sin Dios» y los «sin patria», y como a pesar de los pesares sigue teniendo buena prensa, su filosofía es la filosofía de esto que llaman la Modernidad. La Modernidad tiene sus antecedentes en el Modernismo, aquel «error moderno» por excelencia condenado por la Santa Sede en el primer cuarto del siglo XX, ya que, entre otras cosas, esos errores no eran más que sucedáneos de la religión. Hoy todos esos errores se cifran en uno: la democracia, pero no la democracia como forma de gobierno, sino la democracia como dogma, y no es la vez primera que digo que la democracia es la religión de un mundo sin religión.

La criminal dejación de funciones de los primeros gobernantes del actual sistema daría vía libre para que en las diversas autonomías en que se descompone la nación se sustituyera la Historia de España por historietas tribales hechas con el mismo espíritu y la misma fantasía con los que los intelectuales orgánicos de la actual «revolución en marcha» debieron de perpetrar la «historia virtual» de la nación.

En otro sector de la historiografía hay al parecer cierta polémica entre los que creen que Franco debió dejar el Poder al finalizar la Guerra Mundial y los que opinan que hizo muy bien en dar carácter vitalicio a su magistratura. También aquí me temo que se quiera hacer historia retroactiva. La Historia es lo que sucedió; no lo que pudo haber sucedido, y lo que sucedió fue que en 1945 España estaba mucho peor de lo que estaba en 1936, pues a los estragos de la guerra civil vinieron a sumarse las penurias de la guerra mundial, y la vieja clase política en el exilio no recataba su afán de desquite, envalentonada como estaba con el rotundo triunfo soviético. La caída de Churchill y la subida de Attlee durante la Conferencia de Potsdam hicieron concebir entre los vencidos esperanzas de las que fui testigo. La Guerra Fría frustró esas esperanzas, y Franco tuvo tiempo de no dar ocasión de que se le diera el pago que se le dio a Primo de Rivera. Lo más curioso es que, entre los que instaban al Caudillo a que se retirara de la escena política por las connotaciones «fascistas» de su Régimen, estaban los que más habían trabajado por uncir el destino de España a los destinos del Eje, crepúsculo wagneriano incluido. Debo decir que a dos de ellos me unió, en la última parte de sus vidas, una gran amistad: Dionisio Ridruejo y Ramón Serrano Suñer.

Aun habiéndome tenido por antifranquista durante gran parte de los años del «régimen anterior» –estuve en opinión de «rojelio» desde que entré en la Universidad hasta después del 68–, no soy de los que deploran que los españoles apoyaran a Franco como ahora apoyan a la democracia. En uno de los programas de SánchezDragó, «El Faro de Alejandría», en que se suponía que yo iba a argumentar contra la democracia, me granjeé el apoyo y la adhesión del desaparecido Gabriel Cisneros, uno de los que, como diría Quevedo, «engendraron a escote» la actual Constitución, cuando dije que ni la democracia ni la dictadura eran buenas o malas de por sí, sino que había dictaduras malas y buenas, lo mismo que había democracias buenas y malas, y que las malas se distinguían de las buenas en que tenían buena prensa. Por otro lado, hay que reconocer que cada época tiene sus preferencias y sus necesidades, y la actual, que tiene sus necesidades cubiertas, al menos en el Primer Mundo, es la del auge del liberalismo capitalista. Yo no niego que el libre comercio sea lo mejor para el Occidente de hoy; lo que no me parece tan bien es que se le quiera dar carácter retroactivo. Los mismos economistas que hoy exaltan a Hayek y condenan a Keynes hacían exactamente lo contrario hace medio siglo o menos. El hecho de que las doctrinas de Keynes no sirvan hoy no quiere decir que no fueran una solución en los años treinta. Como quiera que también la derecha actual, por contagio de la izquierda, tiende a manipular la historia, he podido leer que lo que motivó la Gran Depresión no fue la crisis del capitalismo manchesteriano, sino el NewDeal, un New Deal avant la lettre atribuido a Herbert Hoover cuando era secretario de Comercio del presidente Coolidge. ¡Lo que hay que leer! Parodiando a Madame Rolland cabría decir: «¡Libertad, cuántos disparates se escriben en tu nombre!».

Aquilino Duque, escritor.

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