La hoja de ruta

Por Ignacio Camacho, director de ABC (ABC, 30/10/05):

Si Zapatero estuviese realmente dispuesto a escuchar el latido de la calle respecto al Estatuto de Cataluña, la hoja de ruta que debería seguir está en un cajón de su despacho de Moncloa desde el pasado 14 de enero. Se trata del documento que Mariano Rajoy le entregó durante la reunión convocada para discutir la respuesta al Plan Ibarretxe. Sucintamente, ese papel contiene una oferta de colaboración entre PSOE y PP para abordar las reformas estatutarias más desafiantes con la Constitución vigente y, en su caso, la modificación de la propia Carta Magna; a cambio de la formación de una mayoría cualificada de consenso entre los dos grandes partidos nacionales, Rajoy se comprometía nada menos que a garantizar la estabilidad del Gobierno en caso de pérdida de la confianza de sus actuales socios independentistas y nacionalistas. Un órdago tan arriesgado como generoso -y difícil, porque no toda la dirección popular lo compartía- ante el que al líder de la oposición aún le andan rechinando los dientes.

Con ese papel en la mano, el presidente podría perfectamente ganar la votación del próximo miércoles en el Congreso para admitir a trámite el proyecto estatutario y a continuación aplicarse al «afeitado» concienzudo que el proyecto catalán requiere para encajar en el ordenamiento constitucional. La inquietud que ha suscitado el asunto entre la ciudadanía española quedaría amortiguada por la confianza que ofrecería a la opinión pública la existencia de un acuerdo mayoritario entre los dos partidos con posibilidad de liderar el Gobierno de la nación. Y los nacionalistas y demás aliados tendrían que avenirse a un consenso tan amplio o mayor como el que posibilitó la Constitución del 78, ante la eventualidad de encontrarse con una mayoría capaz de imponer su propio criterio con el respaldo del 90 por ciento, no del Parlamento catalán, sino del Congreso de los Diputados.

Empero, esta posibilidad, que es del agrado -y de la preferencia- de numerosos parlamentarios socialistas, entre ellos el propio Alfonso Guerra, presidente de la Comisión que ha de enmendar y aprobar el Estatuto, es quizá la última que en estos momentos ronda por la cabeza del presidente. Zapatero se ha empeñado desde hace tiempo en configurar una «mayoría republicana» que aleje al PP de cualquier atisbo de ocupar un papel decisorio en la escena española. La cláusula del Pacto del Tinell por la que el tripartito catalán se configuraba bajo la condición de que el PSOE excluyese expresamente todo acuerdo con el Partido Popular es la verdadera piedra de toque del zapaterismo, decidido a impulsar una nueva transición liderada por el PSOE con el concurso de nacionalistas, ecosocialistas, tardocomunistas e independentistas republicanos, y hasta eventualmente con una Batasuna relegalizada en un eventual proceso de paz en el País Vasco.

En la tesitura de reconducir el Estatuto con el apoyo consolidado del PP o hacerlo por la complicada vía del acuerdo con unas fuerzas que no van a permitir una desnaturalización exagerada del delirante proyecto remitido al Congreso en la catarsis soberanista del 30 de septiembre, Zapatero se dispone a optar por la ruta más insegura y difícil, que además es la que cuenta con menos respaldo ciudadano. Su prioridad es la de excluir al principal partido de la oposición, que representa al 40 por ciento de los electores, aun a costa de terminar aceptando un texto que, en el mejor de los casos, cercenará buena parte de las competencias del Gobierno que preside el propio Zapatero, creará agravios con otras autonomías y provocará una intensa división en la sociedad española.

El grado de responsabilidad a que se enfrenta el presidente si elige este camino lo pone de relieve la existencia de un boicot notorio a los productos catalanes que viene desarrollándose por los silenciosos cauces de la conducta popular ante la creciente inquietud de los industriales de Cataluña. Un boicot frente al que ningún miembro del Gobierno ha sabido reaccionar como lo ha hecho esta semana Mariano Rajoy con su público apoyo a los empresarios del cava, en un gesto de singular arrojo político que ha cogido a contrapié a sus adversarios. Y no sólo se trata del fantasma de la quiebra civil y la armonía entre territorios. Las encuestas son contumaces en el reflejo de la alarma ciudadana ante el Estatuto y sus consecuencias, así como en el descrédito del liderazgo político del presidente, pero la determinación de Zapatero y su inexplicable autoconfianza parecen pesar más en la balanza de un gobernante dispuesto a emprender -por segunda vez después de su peligrosa reconducción estratégica del problema vasco- una inestable andadura entre aprendices de brujo.

Sin duda la estrategia gubernamental va a poner al PP ante una complicada decisión cuando se admita a trámite el Estatuto. El partido de la oposición tendrá que hilar fino para participar en un debate cuyos resultados finales no podrá admitir casi con toda seguridad, y se colocará ante el riesgo de colaborar en una maniobra destinada a su propia liquidación o ante el eventual aislamiento que supondría quedarse fuera por completo del debate. Pero el pulso de la opinión pública va a pesar más sobre quien tiene la responsabilidad de haber abierto el inquietante proceso y pretende asumir ahora la de reconducirlo sin contrariar a sus aliados en la empresa. Sobre todo porque, más tarde o más temprano, se hará inviable la contradicción entre los intereses de quienes dicen creer en la unidad del Estado y los de quienes consideran al Estado un agente opresor de sus supuestos derechos identitarios, que encubren la reclamación de privilegios inaceptables para la mayoría.

El miércoles, Zapatero ganará con seguridad la votación, pero es bastante probable que pierda el debate. Sencillamente porque no tiene razón, y lo sabe. Como lo saben muchos de sus propios diputados y correligionarios, perfectamente lúcidos para entender que el Estatuto de Cataluña plantea una inadmisible reforma constitucional que no hay modo de salvar sin un destrozo completo de su desquiciada ristra de propuestas de soberanía. Esos parlamentarios se taparán la nariz -«tapiate il naso e vota» dicen los italianos- y votarán contra su conciencia por disciplina de partido y de poder. El resto de los socialistas españoles que aún creen en una nación de ciudadanos iguales se encomendarán a aquello en que más confíen y aguantarán durante unos meses la respiración esperando a regañadientes que su líder no les conduzca al desastre que temen, intuyen y, cada vez con mayor intensidad, son incapaces de explicarse mientras se preguntan por qué diablos hemos llegado hasta aquí.