La hora de la bioética

Como humanidad estamos viviendo una situación singular, con rasgos comunes a otras pandemias de la historia, pero también con un carácter totalmente peculiar, al darse en los parámetros de la interdependencia y la digitalización de la «aldea global» en que nuestro mundo se ha convertido. Ciertamente, «la humanidad está siendo puesta a prueba», como dice la Pontificia Academia para la Vida en su nota «Pandemia y Fraternidad Universal» (30/3/2020), de lectura más que recomendable.

La pandemia se ha convertido en un fenómeno omniabarcante que ataca sin tregua. En torno a ella se movilizan todas las estructuras, contradicciones y potencias de este mundo; se aceleran procesos y catalizan tendencias. Ha afectado a las experiencias más íntimas y familiares, sin dejar de alcanzar los procesos electorales o las relaciones internacionales. Desde hace meses provoca una persistente y masiva destrucción de vidas y de tejido económico y social, además de traumas en la población por las pérdidas y los cambios en los modos de relacionarse, así como déficits en la formación de las generaciones más jóvenes. La espiral de destrucción que ha desencadenado amenaza con engullirnos a poco que nos descuidemos, y con frecuencia nos descuidamos.

Una partícula de código genético minúscula e insignificante, pero con una capacidad portentosa de diseminación y contagio, pone en jaque al ufano «señor» de la creación, francamente alejado de su condición de «creatura». El mismo ser que de manera continua desafía los «límites planetarios» y que atrevidamente proclama el advenimiento del transhumanismo, sin mucha conciencia de las tremendas consecuencias que tales desafíos comportan, se encuentra con una amenaza que le descoloca radicalmente y que hace temblar los pilares que sostienen su precaria vida.

Casi todos hemos sentido en propia carne la fragilidad de la existencia: esa es la conciencia de la vulnerabilidad a nivel micro-personal. Pero también se ha vuelto experiencia común la conciencia de vulnerabilidad del planeta entero: la vulnerabilidad-macro. El sentir general es de consternación por cómo la pandemia (y su gestión) ha impactado en los límites de la vida, cómo ha saltado fronteras y cómo ha golpeado al personal sanitario. Lo mínimo que cabe esperar es que esta dolorosa experiencia lleve a una reconsideración de la vida y su cuidado, muy especialmente al comienzo y al final, y al reforzamiento discernido de las estructuras sociosanitarias para conseguir tales objetivos.

La actual pandemia se vuelve el ejemplo más reciente y dramático de la necesidad de adoptar la perspectiva más amplia posible y asumir decididamente el planteamiento de la «bioética global», que hace décadas propugnó el bioquímico estadounidense Van Rensselaer Potter, considerado uno de los padres de la bioética contemporánea. Parecería que esta colosal crisis de salud pública hubiera salido al rescate de la bioética, reconduciéndola al punto de partida original: a la confluencia de la clínica y la ecología, y a los puentes entre ciencias, tecnologías y humanidades. Por esas sendas siempre vamos bien encaminados.

En realidad, la bioética tiene que ser global porque la afección misma es global en varios sentidos: es el propio sistema el que se ve alterado; pide una mirada cosmopolita que tenga en cuenta la situación de las personas y lugares más vulnerables del planeta y el refuerzo de la solidaridad con ellos, pues hay riesgos evidentes de que crezcan la exclusión, la desigualdad y la discriminación con esta terrible enfermedad. Y también es global en el sentido de radical y totalizante, ya que están en cuestión la condición humana junto a la sostenibilidad de personas y sociedades.

Me sumo a quienes creen que la crisis global está destapando la necesidad de reponer en el centro de la bioética el principio de la dignidad humana, interpretado desde la calve de la autonomía relacional; y claman por profundizar el humanismo, evitando caer tanto en la falacia de darlo por amortizado como en la simpleza de excluir a la tecnología del nuevo pensamiento humanista.

Ante tanta vulnerabilidad e incertidumbre, la bioética contemporánea puede recurrir a una categoría que ya he tratado en otros artículos y aquí quiero enfatizar: el «cuidado» como principio y virtud desde donde regenerar la civilización. El «cuidado» como dimensión antropológica constitutiva de todo ser humano y, por tanto, emergente desde la propia dignidad de un ser autónomo y relacional. Ahondar en esta idea matriz es insuflar aliento a un humanismo renovado desde el cual hacer posible la vida allí donde está en mayor riesgo y se siente más amenazada.

Aparecen nuevos desafíos que están por discernir: ¿será la biopolítica el nuevo paradigma de la política en la era pos-Covid-19?; ¿cuál será el rol de la digitalización en la salud?; ¿por dónde apuntan las peliagudas cuestiones de la protección de datos y la resolución de conflictos?; ¿es posible un nuevo humanismo tecnológico, caracterizado por la humildad, la transparencia y la reconstrucción de la confianza en la ciencia y las instituciones?...

En el momento de actuar con urgencia ha habido mucha reacción, pero ha faltado reflexión. En general, se detectan graves problemas de diseño en el modo de organizar y actuar. Por ejemplo, se han impuesto elecciones dilemáticas que ponían a la población entre extremos como vida o muerte, en vez de seguir enfoques problemáticos que aprecian la complejidad y permiten arbitrar soluciones ponderadas (F. Montalvo). Sucumbiendo al dilematismo, se bloquea la reflexión/deliberación, se imposibilita el discernimiento y la búsqueda de cursos de acción a través de los que se evita el sacrificio de alguno de los derechos en conflicto.

De la crisis sanitaria vivida forma parte la espeluznante noción de «utilidad social», convertida por algunos agentes en criterio para tomar decisiones sobre la atención clínica de las personas enfermas y el descarte de algunas de ellas. Ha quedado la impresión de que se establecieron el rango de edad o la discapacidad como criterios para excluir a las personas de la atención hospitalaria -sea porque así se ha procedido, sea porque no se ha sabido comunicar lo que se iba a hacer-, y ahora conviene hacer una crítica rigurosa de lo que se ha hecho y de cómo se ha hecho a fin de prepararse correctamente para escenarios futuros. Es duro que el virus ataque con mayor letalidad a los más mayores, pero aún es más duro darse cuenta de cómo nuestra sociedad ha fallado clamorosamente a la hora de atenderles, acompañarlos y salvarles.

La pandemia llama a desarrollar y humanizar más el sentido ético de la sociedad en su conjunto y especialmente en los centros de decisión que afectan a la salud y la vida; así como a favorecer una cultura del diálogo y del encuentro que rompa frentismos y genere consensos para la reconstrucción/reactivación. La ética será parte indispensable de la superación de esta difícil prueba y de las ingentes tareas que tenemos por delante. Es la hora de la bioética.

Julio L. Martínez (SJ) es rector de la universidad Pontificia Comillas.

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