La hora de la fiscalidad energético-ambiental

En las últimas semanas hemos asistido a un intenso debate sobre la oportunidad de cambios fiscales en nuestro país. Se han ido detallando propuestas para crear nuevas figuras impositivas que graven a las denominadas tecnológicas y a la banca o, más recientemente, para elevar los tipos del IRPF a las rentas más altas. No obstante, una vez abierto el debate, sería un error no priorizar la reforma cuantitativa y cualitativa de otro ámbito fiscal del que se ha hablado menos: los impuestos energético-ambientales.

En primer lugar, porque se trata de instrumentos cruciales para conseguir una exitosa transición a una economía descarbonizada a mediados de siglo, tal y como marcan el Acuerdo de París y los desarrollos regulatorios europeos. En segundo lugar, porque son medidas mucho menos controvertidas que las apuntadas al principio y permiten por ello amplios consensos políticos para su implantación y continuidad: gravan males, no bienes, e incluso pueden facilitar la reducción de impuestos que distorsionan las actividades económicas sin pérdida global de ingresos públicos. Y, finalmente, porque se trata de impuestos muy poco explotados hasta el momento en España y con grandes posibilidades recaudatorias. Diversas simulaciones, particularmente las del informe del centro de investigación Economics for Energy de 2014, señalan que una subida modesta de los impuestos sobre los combustibles fósiles podría haber resuelto buena parte del ajuste fiscal efectuado durante la gran recesión. Sin embargo, ante la perplejidad de la Comisión Europea y de los expertos, estos impuestos han permanecido ajenos a las subidas observadas en el resto del sistema fiscal español durante el último decenio.

Es posible y deseable una actuación decidida en el ámbito del transporte, en primer lugar, igualando los impuestos especiales que gravan el consumo de diésel y gasolina. Como ya han avanzado numerosos expertos y decisores políticos, no tiene ningún sentido seguir dando un trato favorable a un carburante que, a través de una flota dieselizada y obsoleta, afecta a la calidad del aire que respiramos y genera cuantiosos daños ambientales. Una vez igualados, los impuestos especiales sobre los carburantes deberían seguir una senda ascendente predeterminada (en la línea del acelerador británico de los años noventa) para modificar hábitos y decisiones de inversión.

En este sentido, a diferencia de lo que hoy sucede en nuestro país, el impuesto de matriculación también debería jugar un papel discriminador a favor de las alternativas más limpias. La reciente decisión de no utilizar las emisiones reales de los vehículos en este impuesto hasta 2021 no es una buena noticia y puede dificultar la necesaria adaptación del sector productor de automóviles en España a un futuro para el que nuestros competidores (especialmente de fuera de la UE) se encuentran más preparados. En cualquier caso, en el medio plazo es probable que la imposición sobre los vehículos precise un cambio fundamental y deba basarse en el uso del vehículo distinguiendo clase, lugar y franja horaria, si bien la transición debería garantizar los ingresos fiscales preexistentes (o incluso aumentarlos, ya que será posible incluir los importantes costes de congestión).

La producción de electricidad es otro sector clave en la lucha contra el deterioro ambiental y el cambio climático. En este caso, la introducción de un suelo fiscal de dióxido de carbono (CO2) que suplemente el precio del sistema europeo de comercio de emisiones (SECE) –como el existente en el Reino Unido desde 2014 y actualmente en estudio en otros países europeos– puede facilitar una evolución ordenada y menos costosa hacia un sistema eléctrico libre de emisiones. No tiene mucho sentido que una parte importante de nuestras emisiones de CO2 se produzca desde centrales térmicas de carbón (mayoritariamente importado), cuando contamos con suficientes capacidades instaladas en tecnologías más limpias. La exitosa experiencia británica, que ha visto disminuir radicalmente el uso del carbón estos últimos años, junto con la presencia de instrumentos estabilizadores de precio en el SECE, sugieren que esta opción puede ser especialmente útil en España. En este caso el impuesto podría tomar como referencia una senda creciente de precios del CO2 que recoja los daños ambientales y sea compatible con la evolución del SECE y los objetivos de descarbonización.

No podemos finalizar sin referirnos a los aspectos distributivos y de competitividad de estas reformas, el discurso central de muchos de sus detractores. En cualquier caso, hay que subrayar la prevalencia del principio de quien contamina paga en estas figuras: los precios de un producto (sea diésel o electricidad) deben reflejar los daños asociados a su producción y lanzar las señales adecuadas a los consumidores. Por ello, las posibles medidas compensatorias deben evitar subvencionar directamente su consumo y han de canalizarse a través de otras vías a familias y empresas. Los efectos son, además, muy distintos dependiendo del tipo de bien afectado (claramente regresivos en la electricidad, mucho menos en los carburantes) y de los sectores involucrados (con mayor o menor exposición a la competencia internacional) y deben considerarse de forma cuidadosa a la hora de definir exenciones o compensaciones.

Xavier Labandeira y José M. Labeaga son catedráticos de Economía y forman parte del centro de investigación Economics for Energy.

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