La hora de la Infanta Cristina

Desde que en 2011 saltara a la prensa el caso Urdangarin, la imagen de la Casa Real se ha ido deteriorando paulatinamente. No han faltado otros sucesos desgraciados que han contribuido a ello, pero éste quizás sea el de más calado y repercusión mediática. Las idas y venidas, vueltas y revueltas de todo tipo de escritos y documentos procedentes de las más variadas instancias judiciales e instituciones jurídicas han convertido el proceso de Iñaki Urdangarin en «el caso español» por excelencia. Para la Casa Real, se trata de una verdadera pesadilla, de una suerte de angustioso y desasosegante goteo monótono e ininterrumpido de malas noticias capaz de perforar cualquier institución por enraizada que esté en un pueblo. Con la reciente imputación de la Infanta Cristina por un supuesto delito fiscal y de blanqueo de capitales, la Monarquía española ha vuelto a sufrir un nuevo varapalo del que sólo con gran esfuerzo y, en mi opinión, con un cambio radical de estrategia podrá recuperarse.

La hora de la Infanta CristinaNo pretendo con estas líneas cuestionar la honorabilidad de Su Alteza Real. Vaya todo mi respeto para ella. Menos todavía, romper su presunción de inocencia. Siento repugnancia por aquellas actitudes que condenan antes de tiempo, que tiran la piedra y esconden la mano, que se precipitan frívolamente por el resbaladizo sendero de la murmuración y la difamación, por el comentario fácil y atrevido, pero también me repele la postura de aquellos que cierran infantilmente los ojos ante la cruda realidad o hacen oídos sordos ante hechos relevantes y argumentos jurídicos de peso. Creo, por desgracia, que estas dos actitudes se han dado cita, más que de sobra, en este penoso caso que está minando la credibilidad de la Corona. Tampoco es mi deseo añadir un nuevo argumento jurídico a los miles que se han esgrimido en todo tipo de sedes a favor y en contra de los pronunciados por los agentes jurídicos involucrados en este espinoso affaire. Un buen día, leeré con la calma requerida la sentencia del caso. Entonces, sólo entonces, será el momento de opinar con cierto fundamento jurídico.

Mi propósito es más complejo. Lo que trato de defender es que una sociedad democrática moderna y avanzada como la nuestra no puede permitirse el lujo de jugárselo todo a la carta del derecho penal. Se trata de un órdago que no suele conducir a buen puerto. El derecho penal es necesario, imprescindible, sí, pero la justicia no puede quedar aprisionada entre los férreos barrotes de un ordenamiento punitivo altamente minucioso y tecnificado por tratarse de la vía que abre la puerta a la coerción legítima. La Justicia, en su sentido más pleno y noble, es más, mucho más, que todo eso. De ahí que no todo tipo penal sea justo por definición o que se puede hablar de la justicia o injusticia de una imputación, como es la del caso de la Infanta Cristina. La política, el derecho, la moral, pero también, por qué no, la comunicación como tal, convergen y participan de la idea de justicia democrática. La Justicia, por eso, no es plana, sino poliédrica.

La dimensión ética, social, política, e incluso mediática, como digo, de la Justicia no queda del todo satisfecha con la simple aplicación de un ordenamiento punitivo por muy válido y necesario que parezca. Sería del todo injusto, aunque no punible, por ejemplo, que un medio de comunicación de tendencia monárquica no diera cuenta suficiente de una supuesta condena de la Infanta con el fin de proteger a la Corona, así como que un medio republicano no tratara con el respeto merecido una sentencia absolutoria. La justicia mediática no necesariamente coincide con la justicia penal, ni con la justicia social. Por eso, las distintas dimensiones de la Justicia no se superponen, sino que se complementan. La dimensión jurídica, y específicamente la punitiva, es constitutiva de toda sociedad democrática anclada en el Estado de Derecho, pero, repito, no es la única, y menos todavía la más importante de las dimensiones de una sociedad madura bien constituida. Lo jurídico es cimiento, pilar, anclaje de toda sociedad, pero no es tejado ni muro ni puerta, y una buena casa necesita de todos sus componentes.

Me he detenido en este punto porque, en mi opinión, para alcanzar la solución social más justa de nuestro caso es clave separar el aspecto jurídico de los aspectos político y mediático. Dejemos que el proceso penal siga su escrupuloso y minucioso ritmo, que el juez Castro realice su labor instructora, que los abogados de la Infanta cumplan su función de asistencia, que la Fiscalía y el sursuncorda hagan su papel, que se pronuncie la sentencia, se recurra, si es el caso, y un largo y casi interminable etcétera, y preguntémonos, en cambio, con miras más amplias, lo siguiente: ¿Debería la Infanta Cristina saltar a la palestra y dar cuenta a la sociedad española, no sólo al juez Castro, en primera persona, sobre los supuestos hechos que a ella se refieren? Mi respuesta es clara, contundente, nítida. Sí, la Infanta Cristina ha de dirigirse a la opinión pública porque la responsabilidad social sobrepasa con creces los estrechos límites de la responsabilidad penal. Sí, Su Alteza Real la Infanta Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad de Borbón y Grecia, Duquesa de Palma de Mallorca, séptima en el orden sucesorio a la Corona de España, debería hablar a toda la sociedad española sobre su supuesta corrupción política antes de que se pronuncie el juez. Después, será demasiado tarde. Pienso que ese es el mejor camino para cerrar cuanto antes la herida por la que sangra la Monarquía.

Todos somos iguales ante la ley. Todos los ciudadanos tenemos la misma responsabilidad ante el derecho, pero no todos los ciudadanos tenemos la misma responsabilidad ante la sociedad. A mayor influencia social, mayor responsabilidad social. La Infanta tiene el derecho de callar ante el juez, de defenderse empleando todos los medios jurídicos a su alcance, pero tiene el deber (no estrictamente jurídico, pero sí social) de informar a la ciudadanía, de justificar su conducta, para bien o para mal. Más: de pedir perdón, si fuera el caso. Desde el punto de vista mediático, este valiente acto de Su Alteza Real frenaría en seco la caída libre de la Monarquía española y la reconciliaría con su gente. Es cierto que nadie tiene obligación de declarar contra sí mismo, que de nadie se espera que tire piedras contra el propio tejado, pero también lo es que cuando las piedras que caen sobre el propio tejado rebotan sobre el tejado de los demás (en este caso la Monarquía, e indirectamente la imagen de España) existe el deber social de actuar para evitar el daño indirecto. Las reacciones en cadena hay que cortarlas de plano. En este caso, el interés público prevalece sobre el interés privado de la Infanta, por muy loable que sea.

No podemos aplicar en este caso una política de mínimos, sino una política generosa, de largo alcance, que marque un nuevo estilo de comportamiento ante supuestos casos de corrupción política. La transparencia política no va a remolque de la transparencia jurídica, cuando ya no hay nada que perder porque la sentencia ha sido ya dictada, sino que se anticipa, con el fin de evitar males mayores. Aquí radica el heroísmo de un comportamiento ejemplar no exigido por los cánones penales, pero sí pedido a gritos por el pueblo. La sociedad española perdonó al Rey de su infame cacería en Botsuana cuando, nada más salir de su habitación del hospital, reconoció con sencillez y humildad que se había equivocado y prometió no volver a hacer cosa semejante. Algo parecido ocurrió en el caso Lewinsky, si bien Bill Clinton tardó en reaccionar. Cuando el cuadragésimo segundo presidente de los Estados Unidos reconoció públicamente su «terrible error moral», el pueblo mostró una generosidad inesperada por los analistas políticos más expertos. En el lado completamente opuesto, se halla el caso Watergate, que acabó con un presidente Nixon empecinado, arrinconado y sepultado por pruebas y evidencias concluyentes.

El principio de transparencia social, que, repito, va más allá de la transparencia jurídica, está en la base de cualquier confianza que una sociedad pueda depositar en una persona pública, como es SAR la Infanta Cristina. No es una cuestión de coerción penal, sino de lealtad social. Por ello, la Infanta debería hablar ante los medios de comunicación, justificar ante la sociedad española su actuación y comportamiento y asumir responsabilidades políticas y sociales, en su caso. Como en todo Estado de Derecho, la última palabra la tendrá el juez, pero la última palabra no es la única palabra. Antes que la del juez, la voz que espera oír la sociedad es la de la Infanta. Es, pues, la hora de la Infanta Cristina de Borbón y Grecia.

Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra y profesor visitante de la Emory University.

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