La hora de la interdependencia

La cuestión de la independencia ha irrumpido con fuerza en la escena política tras el órdago de Artur Mas de convocar un referéndum para que el pueblo catalán decida libremente, que no legítimamente, sobre el futuro de Cataluña. Me parece que, a estas alturas del siglo XXI, cualquier debate centrado en el binomio dependencia-independencia ha quedado superado por obsoleto, excepción hecha del supuesto de flagrante vulneración de los derechos humanos, que evidentemente no es el caso de España. Si algo está claro tras el imparable desarrollo de la globalización, es que todas las comunidades políticas (entre ellas, Cataluña, España y Europa) han dejado de ser políticamente dependientes o independientes, para convertirse en políticamente interdependientes. El viejo concepto de soberanía ha perdido su carácter exclusivista, que es tanto como decir independentista, con la finalidad de adaptarse a los nuevos tiempos. De otra forma, hubiera sido retirado del vocabulario jurídico hace ya un par de decenios.

Con la globalización, ha dejado de existir en cada comunidad política, sea grande o pequeña, un único centro de decisión. Más bien existe un entramado flexible, disperso e interconectado, organizadamente desorganizado, a modo de red, que se adecua mucho mejor a nuestra coyuntura histórica. Las decisiones que afectan a Cataluña no se toman ya solo en Cataluña, del mismo modo que las decisiones que afectan a España no se adoptan solo en la piel de toro. La firme decisión, por ejemplo, de limitar la jurisdicción universal en el ordenamiento español, que contó con un apoyo abrumador en el Congreso, no se tomó en España, sino en Estados Unidos. Por lo demás, las grandes decisiones sobre la economía española viajan a Madrid desde Bruselas o Berlín. Esta nueva realidad ha venido impuesta por las circunstancias, y no aceptarlo sería no reconocer las nuevas reglas de juego que gobiernan nuestro mundo globalizado.

Cualquier debate, decisión o consulta política planteada en términos soberanistas, excluyentes, o independentistas, es, cuando menos, una pérdida de tiempo, una quimera intelectual, y, en estos momentos de crisis profunda, una grave irresponsabilidad política. Si algo no se pueden permitir hoy Cataluña y España es la irresponsabilidad de centrar la atención, si quiera un segundo, en cualquier cuestión ajena a la extenuante crisis económica. En la medida en que la falta de estabilidad política es un factor que agudiza la crisis debe evitarse como la peste. Cataluña y España están demasiado ocupadas ahora como para «odiarse mutuamente», por recordar la expresión con la que quedó zanjada en Atlanta, en los años 60, la cuestión sobre las barreras segregacionistas. Esas barreras hubieran impedido el espectacular desarrollo económico que tuvo la metrópoli en los decenios posteriores: The city is too busy to hate!, fue el lema elegido por la activa sociedad civil sureña de Estados Unidos.

Sí, Cataluña y España no tienen más salida que trabajar juntas. La propuesta de Mas, poco ayuda. Si en algo tiene razón es en que siempre se puede consultar al pueblo en una democracia. Pero eso nunca puede llevar consigo saltarse a la torera el derecho. Personalmente pienso que, en este punto, se equivocó la Constitución, pero la acato. Por lo demás, pensar que por el hecho de que los catalanes decidan votar a favor de la independencia Cataluña pasaría a ser ipso iure independiente carece de consistencia, pues una cosa es la libertad de opinión y otra muy distinta la legitimidad constituyente.

Artur Mas se queja de que Cataluña no ha sido bien tratada por el resto de España. Y creo que tiene parte de razón, pero quizás no haya que dramatizar las cosas ni caer en el victimismo. En mi opinión, un mal entendido sentido de la unidad de España y de la propia idea de solidaridad ha frenado el intento de Cataluña de desarrollarse plenamente como comunidad interdependiente. Pienso que esto es también aplicable a otras comunidades. Un nuevo pacto fiscal y un avance sin fisuras hacia el federalismo, que exigiría, en su día, la reforma de la Constitución, contribuirían sin duda a la consecución de este objetivo. Entiendo, pues, a Mas, pero repudio cualquier forma de oportunismo partidista, de rentabilizar políticamente la aguda crisis económica que atravesamos, como rechazo cualquier ejercicio consciente y meditado de insolidaridad. Si algo no pueden hacer los políticos catalanes es azuzar al pueblo catalán (un gran pueblo, con su historia, su cultura y tradiciones que tanto aprecio) con el fin de alimentar unos sentimientos independentistas trasnochados.

La interdependencia se funda en la idea de que el centro de la comunidad política es la persona, y no el territorio. Y en que la persona puede formar parte simultáneamente de diversas comunidades políticas interdependientes, nunca excluyentes. Así, se puede ser catalán, español y europeo, pero también incluso miembro de una comunidad política global. Es una cuestión de affectio communitatis, que, como el buen patriotismo, no conoce la idea de barrera. La interdependencia es precisamente la que permite la existencia de una comunidad política global, ajena a la idea de Estado, con el fin de gestionar y regular los bienes públicos globales, es decir, aquellas cuestiones que afectan a la humanidad en su conjunto. Si aplicamos el viejo esquema soberanista, que es el defendido por el independentismo de cualquier género, esta comunidad global solo podría constituirse en un Estado mundial, lo que constituiría el principio del fin de la vida política, como bien escribió Hannah Arendt.

Naturalmente, para desarrollarse, cada pueblo requiere un territorio («a cada pueblo, su suelo», decía con acierto mi maestro Álvaro d'Ors), pero ese territorio no se halla en modo alguno en propiedad exclusiva de la comunidad política que en él habita, sino que ésta ejerce sobre él tan solo un derecho preferencial y solidario. Cataluña es más de los catalanes que de los españoles, y España más de los españoles que de los europeos, y Europa más de los europeos que del resto del mundo. Pero esto no significa que Cataluña sea exclusivamente de los catalanes, como España tampoco lo es de los españoles, o Europa, de los europeos. Ninguna comunidad política tiene un derecho soberano exclusivo y excluyente sobre un territorio. El llamado derecho a la autodeterminación no constituye a la comunidad política en pleno propietario de una parte de la tierra.

El problema de nuestra Constitución es que no permite decir con claridad que España es sobre todo de los españoles y Cataluña sobre todo de los catalanes, sino tan solo que España es de los españoles, y Cataluña, también. Si el catalanismo radical peca de nacionalismo independentista, la Constitución lo hace de nacionalitis uniformista. La interdependencia que aquí defiendo está regida por dos principios: solidaridad y subsidiariedad. Ambos son complementarios, y, bien equilibrados, logran la estabilidad y convivencia entre comunidades políticas diferenciadas e interconectadas. El principio de subsidiariedad exige que sea la comunidad política menor, y no la mayor, la que decida el nivel competencial y las cargas que puede asumir de forma razonable y responsable, es decir, con todas sus consecuencias económicas y políticas; el principio de solidaridad, por su parte, reclama que el bien de la comunidad menor esté siempre al servicio de un bien común más amplio y general. Nuestra Constitución de 1978 ha estimulado la solidaridad entre comunidades, pero no suficientemente la subsidiariedad. Y, por eso, aquéllas con una identidad más definida no acaban de encajar adecuadamente en nuestro marco constitucional, que es demasiado uniforme. Siendo esto cierto, no puede justificar la lucha por la independencia a toda costa, sino un empeño sereno y sincero por alcanzar un nuevo consenso constitucional que apueste en serio por la interdependencia. Este, y no otro, es el reto de Mas.

Rafael Domingo Oslé es catedrático y profesor visitante de la Emory Law School.

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