La hora de la verdad

Una vez aparcadas –que no resueltas– las dificultades para acomodar a Grecia en las normas y procedimientos de la moneda común, la atención de los analistas se vuelve de nuevo a problemas más generales pero, en el fondo, más decisivos para el futuro de la Unión. Cabe así recordar que, durante los últimos años, el debate sobre la economía de la Eurozona, y en consecuencia sobre la economía española, estuvo centrado en decidir qué tipo de políticas podrían aplicarse para estimular la demanda y superar, por esa vía, los efectos de la larga y profunda crisis financiera.

Argumentaban algunos que la solución a los problemas residía en la política presupuestaria. Se aducía que Europa era víctima de un supuesto «austericidio» fiscal, no practicado en otras áreas del mundo y que, a modo de chaleco de fuerza, impedía nuestro crecimiento económico. Se afirmaba también que unos gobiernos europeos más gastadores podrían cebar la bomba de la demanda y estimular, por esa vía, el gasto privado. Las resistencias a tal tipo de pretendidas soluciones keynesianas se cargaban en el debe de una mentalidad germánica, encarnada por el Gobierno de Angela Merkel, y supuestamente obsesionada con el equilibrio fiscal.

La hora de la verdadPara otros, el necesario estímulo (sumado, o no, al anterior) debería proceder del Banco Central Europeo, al que se acusaba de excesivas precauciones a la hora de lanzar dinero a la circulación, también bajo una supuesta presión de freno por parte de las autoridades monetarias alemanas. Se pedía a gritos que el BCE imitara a la Reserva Federal norteamericana, mediante compras masivas de deuda pública, a través de lo cual se generaría más base monetaria e incluso podrían aliviarse los déficits públicos, en cuanto que su financiación en el mercado resultaría más barata. Ese masivo aumento de la liquidez –se aseguraba– no sólo estimularía el crédito bancario, sino que ejercería presión a la baja en la cotización de nuestra moneda respecto al dólar, con el consiguiente beneficio para la competitividad internacional de la Eurozona.

Pero todo aquello ya pasó. Nadie en su sano juicio puede hoy mantener que un área económica como la Eurozona haya incurrido jamás en «austericidio», y mucho menos que continúe haciéndolo hoy. De hecho, las administraciones públicas de los países incorporados a la moneda común registran todavía un déficit anual combinado próximo a 300.000 millones de euros, y han acumulado deudas gubernamentales más allá del 90% del PIB, es decir, treinta puntos más que el máximo previsto en el Tratado Fundacional. Se han generado así una carga y una amenaza que, a modo de espada de Damocles, gravitarán sobre la economía europea en años venideros. Si ello supone «austeridad» fiscal, ¿a qué debemos llamar «despilfarro» en Europa? No hace falta ser alemán para pedir un poco de cordura.

En cuanto al BCE y su política monetaria, las posibles resistencias iniciales a seguir el modelo norteamericano fueron definitivamente arrinconadas, tras situar su tipo de interés ordinario en un nivel próximo al cero por ciento, abrir el grifo de créditos de largo plazo a la banca europea y aplicar un programa sucesivo de compras de deudas soberanas (60.000 millones de euros al mes) desde el pasado mes de marzo hasta octubre de 2016. Como era previsible, la paridad internacional del euro se desplomó tras esta expansión monetaria, y no fueron pocos los títulos de deuda pública que, por primera vez en la historia, pasaron a cotizarse a tipos de interés negativos.

¿Y ahora qué? El año 2015 puede pasar a la historia como el ejercicio económico en el que la Eurozona, y España con ella, ha agotado todos los mecanismos disponibles para gestionar la demanda agregada. Ya no hay más que pueda hacerse en ese sentido. Se acabaron los instrumentos keynesianos y monetarios que tanto apasionan a distintas escuelas teóricas. Sencillamente, toca ahora darnos de bruces con las auténticas dificultades, es decir, con aquellas que no proceden de una demanda insuficiente, sino de una oferta inadecuada que plantea, a su vez, la necesidad imperiosa de acometer todo un programa de reformas. Ha llegado, pues, la hora de la verdad.

No es pequeña ni trivial la tarea pendiente. La Eurozona (incluyan siempre España) debe abordar serios problemas de cambio estructural, y cuanto antes lo haga, mejor. Son muchos los frentes abiertos y, aunque no se trata aquí de redactar un catálogo de retos políticos, pueden quizá subrayarse los tres o cuatro más acuciantes.

Nadie se extrañaría si destacásemos, en primer lugar, la parálisis demográfica de Europa, un continente aquejado de escasa natalidad. El factor demográfico amenaza con reducir seriamente el crecimiento potencial de la Unión, a menos que propiciemos avances sustanciales de la productividad que, por lo demás, no se vislumbran en el contexto actual. Así lo explicaba el Fondo Monetario Internacional en su último informe periódico para el conjunto de la economía mundial, pero el caso europeo es al menos tan pronunciado como el de Japón, y conlleva una pérdida continuada de nuestro peso relativo en el escenario económico global. Si a ello añadimos el envejecimiento progresivo de esa estancada población, no es difícil avistar nubarrones próximos en ámbitos como el de la tasa de actividad, la sanidad, las pensiones, etcétera. No disponemos de demasiado tiempo para afrontar tales problemas y arbitrar medidas que nos permitan aliviar sus negativas consecuencias.

Por su parte, en varios países de la Eurozona los mercados laborales continúan mostrando excesivas rigideces que, bajo la excusa de «proteger a los trabajadores», blindan a los sindicalmente instalados, a costa de quienes buscan su primer empleo. Los jóvenes son, así, expulsados del mercado laboral y privados en la práctica de su derecho al trabajo, lo que no solo constituye una flagrante injusticia, sino que cuestiona la capacidad europea para crecer a un ritmo apropiado. La Europa de los privilegios debe avanzar hacia una sociedad de incentivos y oportunidades.

La Eurozona constituye, por lo demás, un escenario de alta fiscalidad relativa, que entorpece el flujo de inversiones internacionales e inhibe gran parte de las energías creadoras de sus propios ciudadanos. Tan altos gravámenes tributarios fueron sucesivamente diseñados para poder financiar el cúmulo de subvenciones directas e indirectas que, como una red opaca, integran el llamado Estado del bienestar, pero ningún poder político parece molestarse en aplicar serios análisis coste/beneficio para cada una de tales transferencias de renta. Llegada es, sin embargo, la hora de poner sobre la mesa una discusión serena y ordenada acerca del esquema de protección asistencial en Europa, así como su coste, su racionalidad, su sostenibilidad y sus efectos inhibitorios sobre la actividad económica. No muestra más sensibilidad social ni humana quien a más populismos se apunta, sino aquel que más se esfuerza en aplicar soluciones inteligentes a los problemas colectivos.

Europa dispone de suficiente capital tecnológico, humano e institucional para acometer con éxito las reformas pendientes. Es «sólo» cuestión de un buen espíritu y una buena gobernanza.

Juan José Toribio, profesor emérito del IESE.

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