La hora de la verdad para Europa

Termino la conversación con el eurodiputado laborista irlandés Proinsias de Rossa -con el que trabajé codo a codo en la convención que elaboró la Constitución Europea- y cuelgo el teléfono sabiendo que el no ha ganado en el referéndum sobre el Tratado de Lisboa celebrado en su país. Retorno a mayo de 2005, cuando recibí en Beirut la noticia del no francés. Pero ahora la situación es más difícil.

La razón es sencilla: entonces era posible imaginar un plan b para recuperar los principales contenidos de la Constitución Europea, de forma que el escollo de París -y luego también de La Haya- pudiera solventarse presentando un texto pasado por las manos del Gatopardo. Así lo hicimos... y lo hicimos bien: el Tratado de Lisboa. Ahora, sin embargo, ya hemos gastado ese cartucho.

Me temo, además, que ni el Gobierno ni la oposición de Dublín van a presentar a los socios comunitarios una propuesta de cambios en el Tratado de Lisboa que abra la puerta a un segundo referéndum, como ocurrió con Niza. Primero, porque hasta el electorado que esta vez ha votado podría entrar en rebelión democrática; segundo, porque el no ha ganado por oposición a asuntos tan centrales del Tratado (como la toma de decisiones por mayoría) que retirarlos lo mataría, por temas que no están en ese texto o por oposición a la existencia misma de la UE.

Así que imagino que Irlanda va a decir algo tan sencillo como que el nuevo Tratado debe entrar en vigor por unanimidad y que no piensa convocar una segunda consulta por mucho que se le maquille, lo que por otra parte implicaría reiniciar su proceso de ratificación en todos aquellos Estados que lo han terminado ya (17).

Por eso creo que ha llegado el momento de la verdad en la construcción europea. De tirar la toalla nada, de poner las cosas en su sitio, todo.

Lo primero a hacer es proseguir el proceso de ratificación del Tratado de Lisboa, porque todos los Estados miembros tienen el derecho y el deber de pronunciarse sobre el mismo. Una vez sepamos el número de Estados que lo suscriben, habrá que afrontar la gran decisión: el Tratado de Lisboa no entrará en vigor a 27, pero nada impide que aquellos que quieran establecerlo como acuerdo vinculante lo hagan a 26, 25 o 24. ¿Qué hacer, pues, con el Tratado ahora vigente y con los países incapaces de seguir la marcha? Dejar las normas actuales en funcionamiento para todos, paralelamente a la aplicación de las nuevas para casi todos, u ofrecer a los rezagados la negociación de un acuerdo multilateral con los que sí han decidido seguir hacia adelante. En los borradores de la Constitución Europea ya preveíamos un escenario como éste: ni jurídica ni políticamente es imposible y, racionalmente, es el más deseable.

De esa manera, no perderíamos todo lo ganado hasta la fecha tras más de cincuenta años de construcción europea, nadie quedaría aislado y, sobre todo, la UE no empezaría a oxidarse en un mundo que exige que los valores, los objetivos, los derechos, las políticas y las instituciones que contiene el Tratado de Lisboa, por herencia de la Constitución Europea, se apliquen en el día a día.

Sea como sea, el Consejo Europeo tiene que abrir el debate y los países pronunciarse con claridad. Podemos y debemos estar juntos sin desperdiciar nada de lo conseguido. Pero no es obligatorio que todos vayamos a la misma velocidad o a igual altitud en todo momento. Por interés y por principio democrático, ¿cómo aceptar con resignación que un puñado de votos pueda parar lo que casi 500 millones de ciudadanas y ciudadanos han decidido poner en marcha?

Si los países que han ratificado o van a ratificar el Tratado de Lisboa (como España, que se apresta a hacerlo en las próximas semanas) tienen ese coraje y actúan con inteligencia en esa dirección, no sólo solventaremos el escollo de Irlanda, sino que habremos dado un auténtico paso de gigante para culminar la unión política europea. Algo que podrían sancionar en las urnas las elecciones a la Eurocámara de junio de 2009.

Una cosa más: el pleno respeto por la decisión del electorado irlandés debe incluir también el pleno respeto por la figura del referéndum. Por favor, no disparemos sobre el pianista. El problema no es convocar una consulta popular (en España la ganamos holgadamente en febrero de 2005), sino que reside en otras cosas: la ausencia de información, la carencia de combatividad política de los europeístas y, ante todo, la ruleta rusa de un procedimiento asimétrico en la forma y en el tiempo regido por la unanimidad.

Por eso, lo mismo que propusimos en su día muchos miembros de la Convención, hace falta instituir la figura del referéndum europeo para que todo el cuerpo electoral vote el mismo día sobre el mismo tema, llegándose a un resultado de doble mayoría de papeletas y países.

No es el momento de tirar la toalla, sino de ser europeos valientes. Como constituyente europeo, creo que ya toca.

Carlos Carnero, vicepresidente del Partido Socialista Europeo, fue miembro de la Convención Europea.