La hora de las religiones

Los recientes atentados de París han convertido a la religión en un tema inusitado de atención. Todo el mundo ha expresado ya alguna opinión (analistas políticos, líderes religiosos, intelectuales, humoristas), todos menos, sorprendentemente, los estudiosos de las religiones. ¿A qué se debe este silencio? Las cuestiones que los atentados han traído a debate no son nuevas para ellos. Al contrario, el conflicto, a veces violento, constituye la esencia del devenir histórico de las religiones y en algunas de ellas, como en el cristianismo y el islam, ha sido el motor de su propia construcción y supervivencia. Existen centenares de estudios sobre esto. Quizás por eso, porque poco nuevo puede decirse ya, los expertos se han abstenido de contribuir a la discusión mediática de estos días; quizás, también, por el convencimiento de que su discurso, crítico y equidistante, tiene poco interés en el fragor de la batalla iniciada contra el radicalismo.

No son los actos de violencia en París en sí mismos los que me han llevado a escribir aquí, sino las soluciones que desde Occidente se proponen al problema. Europa está en guerra contra el islamismo (radical) y los franceses, tras “un debate en profundidad” (en palabras de su primer ministro, Manuel Valls), han asumido el liderazgo sugiriendo medidas que comprenden el control sobre Internet y las redes, el reforzamiento de las unidades antiterroristas, el registro de los datos sobre pasajeros, el aislamiento de los presos en las cárceles, la vigilancia de los imanes radicales (“predicadores del odio”), así como un programa de adoctrinamiento en los valores del laicismo en la escuela. Todo el mundo está esencialmente de acuerdo. A raíz de esto, en España se ha alcanzado un pacto de Estado histórico entre los dos grandes partidos, PP y PSOE, el primero que se logra desde 2011. Las medidas contemplan la ampliación del delito de terrorismo y el endurecimiento de las penas. El texto del acuerdo señala cuáles son los mejores instrumentos para combatir la violencia irracional: la acción de las fuerzas de seguridad, la actuación de jueces y tribunales y la cooperación internacional, garantizando que habrá suficientes recursos humanos y materiales para ello. El recientemente aprobado PEN-LCRV (Plan Estratégico Nacional de Lucha Contra la Radicalización Violenta) incluye en su último punto la puesta en marcha de “programas de formación integral sobre el fenómeno de la radicalización” –sin que pueda adivinarse cuáles– dirigidos a las fuerzas y cuerpos de seguridad, a órganos de las Administraciones Públicas, ONG y colectivos vulnerables.

En esta marabunta de medidas represivas se atisba entre los gobernantes la intuición de que, para esta guerra, la educación tiene algún valor instrumental. Francia pretende implicar a todo el sistema educativo en el combate de las “ideologías excluyentes”, explicando los principios de laicidad como sustentadores de la República. Es la guerre des laïcs, como la ha llamado Marion Cocquet (Le Point, 21 de enero de 2015). El pacto alcanzado en España no establece ni una sola medida dirigida a combatir el extremismo dentro de un plan educativo. Si las religiones están implicadas, ¿por qué no hacer de su enseñanza un instrumento contra el fanatismo? El desconocimiento de las religiones de “los otros” es enorme en Europa, como enorme es el desconocimiento de la religión “propia”. Laicidad y enseñanza de las religiones no son incompatibles. Bien al contrario, lo que ha propuesto el Observatorio de la Laicidad en Francia es el desarrollo de la enseñanza laica del hecho religioso, tomando en cuenta todas las culturas y la convicciones religiosas presentes en el Estado.

No sólo las religiones presentes en los Estados europeos deberían estudiarse en la escuela, sino todas las grandes religiones del mundo en términos comparados, una disciplina –las Religiones Comparadas– con larga tradición académica. Todos los países de Europa incluyen en sus programas escolares una materia de religión, en la inmensa mayoría de los casos de religión cristiana, con un carácter confesional, impartida por docentes que suelen carecer de una formación específica de calidad. Quizás ha llegado la hora de hacer el cambio, sustituyendo el monopolio de la educación confesional cristiana por un programa que incluya las otras religiones, sin campañas de adoctrinamiento, creando un espíritu crítico que merme la fuerza del radicalismo.

A las mentes racionalistas y las sociedades laicas de Occidente puede disgustarnos el hecho religioso. Debemos ser críticos con las religiones como sistema, sobre todo si promueven la discriminación y sirven de sustento para actos de violencia. Podemos desear que las creencias permanezcan en la intimidad del individuo y que las religiones no interfieran en lo público, pero esto no es así y no va a serlo en el futuro próximo. La modernidad no ha disminuido el sentimiento religioso, ni ha relegado las religiones al ámbito privado ni, mucho menos, ha hecho que decrezca su influencia. Las religiones no nos son ajenas, hay que contar con ellas, conocerlas.

Para contribuir al abanico de acciones propuestas en los últimos días para acabar con el radicalismo religioso, sugiero que el estudio comparado de las religiones se incluya en los programas escolares en todos los niveles y que sean docentes con formación académica quienes las enseñen. En España hay un buen número de universitarios expertos en las diversas ramas del estudio de las religiones. Es cierto que los efectos de esta educación en la transformación de las mentalidades serán lentos y no evitarán que se produzcan otros atentados –tampoco lo conseguirán, seguramente, las nuevas medidas antiyihadistas–. Al menos esta propuesta no es represora, ni fuerza los límites del Estado de derecho ni exige a Occidente el sacrificio de inevitables recortes de las libertades cívicas.

Mar Marcos es profesora de Historia en la Universidad de Cantabria y presidenta de la Sociedad Española de Ciencias de las Religiones (SECR).

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