La hora de los chilladores

Está enrareciéndose el temple de los ciudadanos. O para ser más exactos, comienza a cambiar su percepción de ese gran hecho, económico al principio pero ya mucho más que económico, que llamamos «la crisis». La crisis con artículo determinado; la conmoción, o el desorden, o el desconcierto, que trae al retortero a las administraciones y los analistas económicos desde hace tres años por lo menos. O quizá más, según el país y las circunstancias. Delego en los expertos la fechación rigurosa de los procesos, causas y concausas cuyo desenlace fue eso, la crisis. El caso es que para los profanos, quiero decir, para casi todo el mundo, la crisis ha dejado de integrar un evento, una súbita frustración de las expectativas, para convertirse en una situación. Políticamente, y vitalmente, las situaciones se caracterizan por no estar circunscritas en el tiempo. El asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo fue un evento. Pero la Gran Guerra, hacia 1917, no constituía un evento sino un estado de ánimo: una manera de sufrir las cosas que había anulado el recuerdo de la historia anterior y que obligaba a los europeos a existir de otra manera. No pretendo que se desmesure la analogía, y que se me interprete en clave cataclísmica. A lo mejor resulta, vaya usted a saber, que los síntomas de recuperación en dos o tres economías se extienden y que dentro de un par de años volvemos a estar la mar de contentos. Todo lo que quiero decir es que la mayoría hemos renunciado a cerrar los ojos y contener la respiración a la espera de que, ¡hop!, haya pasado la crisis. A decir verdad, no esperamos nada en especial, sino más de lo mismo. Somos como el pasajero que, aburrido de que no llegue el tren que ha ido a coger a la estación, abandona la posición sedente en el banquito de madera —una posición de alerta— y acomoda su anatomía al decúbito supino, fijos los ojos en el techo. Por el techo se deslizan sombras, espectros de cosas en movimiento. Y el pasajero se pone a imaginar historias, al borde del sueño o del caos. Un examen rápido, objetivo, de las especies que atraviesan la opinión confirman que esta ha ingresado en una fase inédita de volubilidad y, me aventuraría a añadir, de potencial peligrosidad.

Tras una primera etapa en que se cedió la palabra a los economistas profesionales, en ocasiones insoportablemente reiterativos, han empezado a entrar desde los arrabales otras voces, desmarcadas de la disciplina partidaria y de la circunspección que se gasta en los ámbitos académicos. Hasta cierto punto, esto es saludable, ya que los problemas de todos son eso, de todos, y por tanto no deben quedar confinados en el área jurisdiccional del que exhibe un diploma o un premio Nobel. Pero la novedad también representa, o podría representar, una señal incipiente de descomposición. Entiéndanme, de descomposición del sistema. Durante la Revolución, Marat agitaba los distritos de París echando por delante a los colporteurs, a los vendedores de periódicos ambulantes. Los buhoneros perforaban con noticias delirantes un espacio público que se había hecho vulnerable precisamente porque nadie mandaba: no mandaba la corte, no mandaba la Iglesia, y empezaban a no mandar los philosophes, entregados a la tarea infinita de construir castillos en el aire desde los escaños de la Asamblea Nacional. Yendo a lo nuestro: tras una reacción muy conservadora de los gobiernos, conservadora por cuanto se ha procurado preservar al máximo la estructura financiera, a costa en esencia del dinero del contribuyente, lo que ha venido a ocurrir es que nos encontramos en un cruce de caminos verdaderamente delicado. Los problemas se despejan a medias en tal o cual enclave y en absoluto en tal otro, no es posible seguir haciendo lo mismo, y no se atisban alternativas, dentro de la política regular, a eso que no se puede seguir haciendo. Financieros, políticos, instituciones, aparecen, vistos desde fuera, y aunque su grado de responsabilidad sea muy distinto, formando un solo cuerpo. Si la cosa sale mal, que quiera Dios que no, financieros, políticos, instituciones, serán recordados, sin meterse en dibujos, como matices, expresiones diversas, de un Antiguo Régimen que experimentó su asalto a la Bastilla con la quiebra, digamos, de Lehman Brothers. Tal principian a proclamar los buhoneros. Unas veces con cierto grado de elaboración, y otras dando al aire mensajes pintorescos.

En el haber de la buhonería inteligente, hay que incluir Inside Job, uno de los pocos filmes que lleva aguantando meses en las carteleras de Madrid y de todo el mundo. La tesis de Inside Job, un documental premiado con el Óscar, es que una oligarquía rapaz e improvisada ha secuestrado a la clase política y desviado la acción del Gobierno en provecho propio. No se salva nadie: ni Reagan, ni Clinton, ni Bush, ni Obama ni, por descontado, los peces gordos de Wall Street. Aunque panfletaria, la película logra, como se dice en los policiales, montar bien el caso. Un libro reciente y serio —Winner-Take-All-Politics: How Washington Made The Rich Richer And Turned Its Back On The Middle Class—, firmado por un catedrático de Yale y otro de Berkeley, redunda, fundamentalmente, en la misma idea, y según revela la adenda al título, insiste mucho sobre el grado creciente de desigualdad que las malas prácticas económico-políticas han introducido en la sociedad americana. El mensaje de Inside Jobsuena a izquierdas. Pero podría sonar igualmente a las protestas del Tea Party, descalificado en España como de extrema derecha. ¿Lo es? Permítanme que no me tome estas excomuniones demasiado en serio. Cuando el núcleo se fragiliza, lo extremo se hace ambidiestro: dice más la distancia respecto de los poderes establecidos que el corrimiento hacia a un lado u otro del espectro.

El segundo gran suceso ha sido literario. Stéphane Hessel, un hombre de noventa y tres años y antiguo resistente, invita, desde un panfleto mínimo —¡Indignaos!— a nacionalizar la economía, levantarse contra los periódicos cómplices del desaguisado —no los enumera, pero se tiene la impresión de que no se salva ninguno con más de diez mil ejemplares de tirada— y poner a los ricachones cleptómanos en su sitio. En la edición española, José Luis Sampedro, el prologuista, desciende a precisiones y empeora todavía más el portentoso ensayo del prologado. Sampedro iguala a los pudientes con los que se han quedado con el dinero de todos. La ecuación, leída de derecha a izquierda, identifica como pudientes a Madoff y compañía. Recorrida de izquierda a derecha, condena como ladrón a Bill Gates o un empresario que haya tenido suerte vendiendo utillaje agrícola. Dado que Sampedro no distingue entre condiciones necesarias y suficientes, ahí se vaya lo comido por lo servido, y a quien Dios se la dé san Pedro se la bendiga.

No creo que el rugido de dinosaurio que han emitido estos escritores célebres, airados, e infantiles, señale el curso de las cosas por venir, incluso en la peor de las hipótesis. El hecho, sin embargo, de que su libro se esté vendiendo como rosquillas anuncia que los clamores y las invectivas irán subiendo tanto más de tono cuanto más tarden los que están arriba, bien a impulsos del voto, bien del dinero, en sacar el negocio adelante. La voz del socializante Krugman era, si bien se mira, una voz de felpa, de esas que glosan jazz minoritario en FM a altas horas de la madrugada. Ahora llegan los auténticos chillones. Esperemos, por el bien de todos, que no tengan ocasión ni coartada para chillar por mucho tiempo.

Por Álvaro Delgado-Gal, escritor.

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