Por Marwan Bishara, profesor de la Universidad Norteamericana de París y autor de Palestine/ Israel: peace or apartheid (Zed Press). Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 01/07/06):
El nuevo plan de reconciliación nacional iraquí constituye un importante paso adelante en el plano político que podría preparar el terreno para un acuerdo entre la mayoría de las facciones, un acuerdo basado en la creciente toma de conciencia de que la actitud del ojo por ojo obstruye y ciega la senda futura del país, aparte de arrastrarlo a una escalada de violencia y destrucción.
La iniciativa en cuestión no sólo reconoce los errores del pasado, sino que prevé una amnistía a los presos y compensa los perjuicios causados a los expulsados de la escena política por parte de las fuerzas de ocupación como consecuencia de la desbaasificación del país (el desbaratamiento de las estructuras creadas por el partido Baas durante el mandato de Saddam Hussein, con el consiguiente boicot de sus miembros) y las medidas concomitantes de violencia de Estado. Y viene a confirmar, por añadidura, que numerosas declaraciones políticas sufren de miopía a la vista del callejón sin salida reinante.
La Administración Bush sostiene por su parte que su política de fuerza se ha anotado algunos tantos contra la insurgencia y las acciones terroristas y ha reforzado tanto la moral de sus tropas como de sus aliados. Asimismo, su éxito a la hora de patrocinar un nuevo gobierno de coalición tras las exitosas elecciones parlamentarias, seguido de diversas operaciones militares contra la resistencia concentrada en el triángulo suní, en unión de la liquidación del líder de Al Qaeda Musab al Zarqaui, han reforzado sus expectativas de vencer en Iraq.
Por su parte, la agonía de la resistencia ha logrado provocar estragos y confusión entre las líneas de defensa norteamericano-iraquíes, con audacia verdaderamente implacable. En efecto, desbaratan las operaciones de suministro de energía y reconstrucción del país, asesinan a líderes políticos y a sus seguidores, aterrorizan a las fuerzas de seguridad y horrorizan a los funcionarios del Gobierno iraquí, así como a los colaboradores de las fuerzas de ocupación norteamericana.
En tanto la Administración norteamericana va logrando articular las estructuras institucionales de la nueva república posterior a la era de Saddam, incluido un Parlamento constitucional electo y la creación de fuerzas armadas y de seguridad propias, lo cierto es que el fracaso a la hora de poner en pie las necesarias infraestructuras y el tejido nacional y económico del país, la creciente violencia interétnica y la proliferación de redes de crimen organizado ofrecen de hecho a la insurgencia un gran aporte de reforzadas fuerzas del pozo sin fondo de la airada, conturbada y maltrecha población iraquí. A juzgar por el grado y proliferación de la violencia, el número de iraquíes que se suman a las filas de la insurgencia parece superar a las decenas de miles detenidos o muertos por las fuerzas norteamericanas e iraquíes.
El tipo de guerra asimétrica que devasta Iraq ha causado sus indudables efectos para ventaja y beneficio de la insurgencia.
Desde comienzos del siglo XX, poderosos países como Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y la URSS han perdido con diferencia guerras asimétricas contra enemigos y opositores autóctonos defensores apasionados de sus respectivas causas y dispuestos al sacrificio, dotados de permanente movilidad y capaces de sorprender al enemigo en el curso de emboscadas y ataques por sorpresa. Paradójicamente, cuanto más desigual era la potencia de fuego y más se prolongaban las hostilidades, mayores eran las pérdidas y humillación del enemigo más poderoso, como pudo comprobarse en los casos de Afganistán y Vietnam. Yla ocupación de Iraq no difiere en este sentido: combatir al débil debilita...
El éxito de Estados Unidos debe decidirse, en primer lugar, por su capacidad de alcanzar la paz, garantizar la seguridad y fomentar los negocios y la prosperidad económica en tanto que la insurgencia por su parte se beneficia constantemente del caos, el empobrecimiento y la inestabilidad crecientes..., mucho más fáciles de instigar. Los insurgentes se benefician, asimismo, de la proliferación de milicias armadas, escuadrones de la muerte y redes criminales que exacerban las tensiones interétnicas, incrementan la violencia y colman la paciencia de los pueblos ante la presencia extranjera.
A diferencia del caso de la resistencia, Estados Unidos es permanentemente vigilado y supervisado, de modo que debe cumplir y acatar - o, al menos, pretender y sostener que así lo hace- las leyes internacionales relativas a la guerra y los derechos humanos..., mientras que la insurgencia procede como le viene en gana, guiada siempre por el objetivo de desmoralizar y aterrorizar a sus adversarios, como ha podido comprobarse recientemente con la tortura y mutilación de soldados norteamericanos. Todo ello, en definitiva, resulta en el hecho de que las fuerzas de ocupación deben, en cierto sentido, plegarse y acomodarse a las tácticas de la insurgencia que condicionan y en el fondo implican el principio del fin de su ocupación, mientras que por otra parte la opinión pública se le vuelve en contra tanto en casa como en el extranjero.
Desde las torturas en la cárcel de Abu Graib hasta la masacre de Hadita, pasando por el bombardeo de Faluya, el papel de Estados Unidos en Iraq se ve crecientemente moldeado y condicionado por la ira, la impaciencia y la criminalidad que conducen a la derrota. Tales hechos explican, asimismo, la desfavorable opinión sobre Bush y su política según las encuestas en su propio país, y también el odio creciente contra Estados
Unidos en el extranjero, como indican los recientes sondeos del organismo de informes y encuestas sobre la opinión pública internacional Pew Global Attitudes Project.
A todo ello obedece la necesidad, como indicamos, de que Estados Unidos señale como importante e imprescindible prioridad la modificación de sus códigos y normas de actuación y compromiso en Iraq. Y no sólo según los términos de su presencia militar en las áreas pobladas del país, sino también según el enfoque de las relaciones con la insurgencia en el plano político en colaboración con el Gobierno iraquí.
Alentado por los últimos progresos, el primer ministro iraquí proyecta lanzar una operación militar de amplios vuelos, abriendo a un tiempo las puertas a la reconciliación nacional y el diálogo con condiciones con la insurgencia. Iniciativa que debe ciertamente impulsarse hasta el máximo, por ser la única forma de escapar a los horrores de la guerra en Iraq, aunque comporte una derrota humillante y por más que Al Maliki se muestre en ocasiones vacilante y dude en emprender efectivamente la vía del diálogo.
Varios portavoces de la insurgencia han expresado ya su asentimiento con condiciones a las conversaciones. No incluyen a los terroristas de Al Qaeda, que constituyen una reducida porción de la resistencia, ni a quienes perderán sus refugios si se alcanza un acuerdo con la insurgencia. Además, resulta ciertamente cruel y bárbaro mantener a Iraq en calidad de rehén de la guerra contra el terrorismo que abandera Washington.
La resistencia iraquí autóctona abriga motivos de queja y agravio más susceptibles de ser abordados mediante negociaciones que por medios violentos. La cuestión en juego significa de hecho garantizar la igualdad interétnica, la salvaguarda de la unidad y soberanía de Iraq y un plan de retirada de Estados Unidos. No puede decirse que no sea razonable.
Tal vez vaya siendo hora de que Estados Unidos mire francamente a los ojos al pueblo iraquí y le garantice que retirará todas las fuerzas norteamericanas de su territorio cuando se alcance un acuerdo iraquí con la insurgencia.