La exposición que dedica el Museo del Prado a Luis de Morales va a suponer la definitiva revalorización de este gran artista extremeño: para la mayoría de los historiadores, el mejor pintor español del siglo XVI, si exceptuamos al Greco. Por sus temas y por su excelencia, le llamaron «el Divino» (todo lo contrario que el «humano, demasiado humano», de Nietzsche).
Su estilo singular, personalísimo, ha atraído siempre a los estudiosos. Posee, además, lo que Bergamín llamaba «percha literaria», algo que da pie a no pocas divagaciones. No ha llegado a ser popular para el gran público, aunque puede conectar bien con la sensibilidad actual (como le sucedió al Greco, revalorizado a comienzos del siglo XX). De hecho, su cotización en las subastas internacionales ha subido de modo espectacular: hace poco, una obra suya se vendió, en Sotheby’s, por 1’8 millones de euros.
Se centra Morales casi obsesivamente en unos pocos temas. Ante todo, la Pasión: el Ecce Homo, Cristo atado a la columna, la Piedad; también, la Virgen con el Niño Jesús, en unas escenas hieráticas, ingenuas, muy conmovedoras. En «La Virgen de la leche», prescinde de toda posible sensualidad. Aunque tenga en brazos al Niño, María no sonríe. Incluso en las representaciones del Niño Jesús se han visto prefiguraciones de la Pasión: la cabecita infantil que su madre acaricia será coronada de espinas; los pañales anticipan el sudario...
No hace falta ser un experto para reconocer el sello de su personalidad: los fondos oscuros, las figuras estilizadas, la piel de tonalidades azuladas, los dedos largos y delgados, los nudillos muy salientes... Todo ello respira un hondo sentimiento religioso, en una línea patética, muy crispada, que responde plenamente al estilo manierista –transición del Renacimiento al Barroco–, pero también a la atmósfera tridentina de la España de Felipe II. Morales es coetáneo de los ascetas y místicos, pero también de los herederos del erasmismo, de los alumbrados, de no pocos procesos inquisitoriales. (Una coincidencia curiosa: pinta un retablo para Barcarrota, el pueblo extremeño donde, en 1992, se ha encontrado un ejemplar de una edición desconocida del «Lazarillo de Tormes», escondida en la pared, con otros libros, por un judaizante).
Esa honda religiosidad inspira también a un polifonista tan extraordinario como Tomás Luis de Victoria, que dedica a Felipe II su «Libro de Misas»: «Desde el principio me propuse no fijarme en el solo deleite de los oídos y del ánimo (...) Pues ¿a qué mejor fin debe servir la música sino a las sagradas alabanzas de aquel Dios inmortal de quien procede el ritmo y el compás y cuyas obras están dispuestas en forma tan portentosa que ostentan cierta armonía y cánticos admirables?».
La biografía de Luis de Morales está llena de lagunas; su estilo, de misterios. Por un lado, recuerda el miniaturismo flamenco, al pintar una gota de sangre o unos cabellos tan perfectos que –según Palomino– «ocasiona a querer soplarlos para que se muevan, porque parece que tienen la misma sutileza que los naturales».
A la vez, conoce y practica el «sfumatto» de Leonardo, quizá por haber estado en Italia o a través de sus discípulos españoles. «Leonardo a lo divino», lo llamó Camón Aznar.
Creo que algunas de estas contradicciones pueden explicarse por la teoría de Menéndez Pidal de los «frutos tardíos»: algunos fenómenos culturales llegan a España tarde pero con gran intensidad, con un sabor reconcentrado. (La gran mística, por ejemplo, se da en Europa, sobre todo, en la Edad Media; en la literatura española, en la segunda mitad del XVI). Según eso, Morales sería un tardío continuador del espíritu medieval, al que añade algunas técnicas de Leonardo Da Vinci y Miguel Ángel.
La espiritualidad que se respira en sus obras no coincide con la de los grandes místicos, Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, sino con la de ascetas como Fray Luis de Granada, tal como puede verse en este texto:
«Para que sientas algo, ánima mía, ante paso tan doloroso, pon primero ante tus ojos la imagen antigua de este Señor. Mira la grandeza de su hermosura, la mesura de sus ojos, la dulzura de sus palabras, su autoridad, su mansedumbre, su serenidad... Y, después, vuelve los ojos a mirarle tal como aquí le ves, cubierto con aquella púrpura de escarnio, la caña por cetro real en la mano, aquella horrible diadema en la cabeza, aquellos ojos mortales, aquel rostro difunto... y aquella figura toda borrada con la sangre y afeada con las salivas que por todo el rostro están tendidas. Y no pienses esto como cosa ya pasada sino como presente; no como dolor ajeno sino como tuyo propio... Yo soy, Señor, tu verdugo, yo soy la causa de tu dolor».
Esta invitación a la meditación sensible, ¿no parece hermana de un «Ecce Homo» de Luis de Morales?
No cabe olvidar tampoco su origen extremeño, en una época en la que –según la frase de Rafael García Serrano– «los dioses nacían en Extremadura»: la tierra de donde salieron tantos héroes que asombraron al mundo. En pintura, eso suponía la cercanía a Sevilla (Pedro de Campaña) y a Portugal (escuela de Évora) y el ser precursor de Zurbarán. Gaya Nuño advirtió que Morales «prefirió lo seco, austero, duro y rústico... quizás obedecía a las exigencias de la clientela extremeña, gustosa de lo expresionista y austero». Pero también le encargó varias obras alguien tan refinado como el obispo San Juan de Ribera (amigo, por cierto, de Fray Luis de Granada).
El «Divino» Morales es un ejemplo más de la grandeza y la complejidad de aquella España, que no puede reducirse a tópicos manidos: la de Santa Teresa y Berruguete, San Juan de la Cruz y Hernán Cortés, Fray Luis de León y Elcano, Ignacio de Loyola y Francisco de Vitoria, el Greco y Cabezón, Cervantes y Tomás Luis de Victoria... La nación que, según J. H. Elliot, produjo «un nuevo tipo de civilización, que habría de constituir una aportación única a la tradición cultural europea». No sentir orgullo por aquella España es prueba indiscutible de ignorancia.
Nos emociona hoy Luis de Morales como un pintor sutil, misterioso, lleno de atractivos para la sensibilidad actual. Esta exposición del Museo del Prado va a marcar que ha llegado definitivamente su hora.
Andrés Amorós, escritor.