La hora del patriotismo constitucional

España va a vivir su 12 de octubre más incierto de su historia reciente. La fiesta nacional no puede tener este año mucho de fiesta, ya que nuestro país está gravemente amenazado por los golpistas de Cataluña. Lo que debería ser una celebración de lo que nos une, de 40 años de democracia, libertades y derechos, se convierte en un día de preocupación. Sin embargo, el 12 de octubre ha representado y sigue representando lo mejor que España ha producido en toda su historia. Defenderlo es patriotismo constitucional, y debería servirnos a la vez de consuelo y de guía en estas horas oscuras.

El desleal presidente autonómico catalán ha proclamado la independencia, por increíble que parezca. Unos golpistas se han apoderado en Cataluña de los derechos de todos. Han seguido un plan que busca sembrar el caos del cual surja la secesión. Están jugando con los derechos de todos, han violentado la ley, han insultado a los españoles. Con sus mentiras, persiguen un estallido de violencia y en sus fantasías imaginan que Europa y el mundo espera a su quimérica república con los brazos abiertos. ¿Cómo debemos actuar los españoles ante esto? Como patriotas.

El rey Felipe fue un patriota cuando dio su discurso del pasado día 3. En su alocución está todo: al hablar de la ley de las instituciones dibujaba un lugar en el que todos podemos vivir. No un lugar idílico, en el que no hay problemas -eso no existe- sino un espacio en el que resolver los conflictos de manera civilizada y en el que cada cual es dueño de sus decisiones. Un entorno para el acuerdo siempre que sea posible y para la protección de las minorías siempre que no lo sea. Un buen lugar para vivir, que es lo que ha sido España desde 1978.

Este espacio no se corresponde con un paisaje, con una ciudad, con un territorio, pero existe y todos los ciudadanos estamos en él. Uno puede irse a vivir a otro continente, pero mientras siga siendo español seguirá en el lugar que describió el rey. La bandera de España y el resto de símbolos constitucionales no simbolizan una forma de ser ni unas ideas, sino que representan a este lugar de encuentro. Debe ser así para que en él puedan convivir los diferentes. Para un nacionalista esto es difícil de entender: están obsesionados con las fronteras y sólo desean la convivencia con quienes comparten ciertos rasgos culturales o étnicos como un idioma o un apellido. Es paradójico: la España constitucional que describió Felipe VI acepta a quienes la rechazan. Lo que no puede aceptar es que la destruyan.

El patriota constitucional puede lucir con orgullo los símbolos constitucionales porque sabe que no son excluyentes, que los comparte con todos los ciudadanos. Por eso la manifestación del pasado domingo en Barcelona fue tan hermosa: porque no se exhibía lo particular, sino lo común. No era un nacionalismo contra otro, sino la defensa de un espacio democrático para todos, que es justo lo que celebramos todos los 12 de octubre. Lo que sucedió el domingo sí que fue revolucionario. En una Cataluña sitiada por el separatismo, los ciudadanos salieron a la calle para dejar entrar aire en los pulmones de una inmensa mayoría silenciosa y para escuchar su clamor: libre, aliviado, alegre, reviviendo. Con la autoestima recuperada.

Un patriota constitucional está siempre, repito, siempre a favor del diálogo, ya que comprende que para ser libre y tener derechos tiene que saber renunciar. Las cosas en su país serán a veces como él desea y otras veces como desean otros. Mientras las acciones no se salgan del marco legal, del espacio de convivencia que describió el rey, todo se puede hablar y negociar. Pero el patriota constitucional sabe perfectamente que fuera de ese espacio no hay diálogo, sino chantaje. El que se salta la ley pide un precio para volver a ella. Si se paga, el espacio de convivencia quedará debilitado. Y, además, no habrá garantía alguna de que el otro cumpla su parte. Por tanto, no es que no se deba dialogar con los golpistas: es que es imposible. No habría equilibrio, habría abuso. No habría acuerdo, habría rendición. Los que piden diálogo (a veces con banderas blancas) deberían reflexionar sobre ello.

Un patriota constitucional valora lo que tiene, ese lugar de convivencia y libertad. Sabe que no es gratis y que no se mantiene solo. Entiende que no es un lugar idílico y que exige determinación y compromiso. Y, en ocasiones, cuando no queda más remedio, el empleo de la fuerza por orden de un juez. No desea que las cosas lleguen a ese punto, pero apoya a sus legítimos Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado cuando actúan en defensa de la democracia. Sabe que los hombres y mujeres que los forman están ahí por todos los ciudadanos y que se juegan su integridad física. Por eso es buena idea que en el desfile de este año participe la Policía Nacional junto a la Guardia Civil y al Ejército.

Por tanto, un auténtico patriota acepta las reglas del juego y, si no le gustan, trata de cambiarlas legalmente. Un patriota entiende que en política lo contrario de la igualdad no es la diferencia, sino el privilegio. Un patriota valora la inmensa riqueza de la variedad humana que surge de la libertad. Un patriota habla poco de pueblos y mucho de ciudadanía. Un patriota no sacrificaría nunca el bienestar de su país por una lamentable victoria. Un patriota es solidario. Un patriota quiere más compatriotas, no menos; quiere menos fronteras, no más; quiere sus derechos y libertades para todos los seres humanos. Un patriota es, en resumen, lo contrario de un nacionalista.

Este 12 de octubre nos recuerda que es el momento de los patriotas constitucionales. El Gobierno debe aplicar las leyes y la Constitución votadas y aprobadas por el conjunto de los ciudadanos. Repitámoslo: por el conjunto de los ciudadanos, y no sólo por una parte. No voy a entrar aquí en qué artículos concretos es necesario activar: ya he dado mi opinión y es el momento de confiar en los poderes del Estado. Lo único que pedimos los patriotas es eficacia. Nos jugamos mucho.

Esto no va a acabar pronto, por desgracia. El daño que han causado los golpistas es tal que va a tener consecuencias durante mucho tiempo. Antes o después habrá que acometer la reconstrucción del espacio democrático en Cataluña, gravemente dañado. Y entonces seguirá siendo el momento de los patriotas constitucionales. No impondremos en Cataluña una cultura sobre otra ni una visión sobre otra, como han hecho los nacionalistas. Pero debemos esforzarnos por transformar una sociedad dominada por el nacionalismo en otra donde florezca y se vea el pluralismo que en efecto existe -como se vio en la manifestación del pasado domingo-. Cuando el rey describió el lugar democrático que habitamos quedó claro que tal lugar había sido arrasado en Cataluña. La aplicación de la ley es sólo el comienzo. Luego será necesario cambiar lo que ha hecho posible que, durante tanto tiempo, se haya silenciado y estigmatizado a una parte -de hecho una mayoría- de los catalanes. El trabajo tendrá que ver con reformar los medios públicos de comunicación y evitar el adoctrinamiento en las escuelas, pero también con desmontar las mentiras. Hay catalanes que se han creído que Dinamarca apoya la secesión y que la Unión Europea espera al nuevo estado con los brazos abiertos. Fuera de España, muchos creen que el 90% de los catalanes quieren la independencia. Luchar contra las mentiras y hacer lucir la verdad es también tarea del patriota constitucional.

Visto así, tal vez estemos ante el 12 de octubre más crucial. No hay lugar para la autocomplacencia ni para la retórica vacía. En política todo parece muy abstracto hasta que llegan los hechos consumados. Entonces, las amenazas toman cuerpo y las consecuencias sobre las vidas de la gente se vuelven muy concretas. Los principios adquieren su verdadero valor a la hora de aplicarlos. Es la hora de los patriotas, la hora de poner a prueba nuestras convicciones. Ellos son capaces de acabar con la convivencia por la causa. Nosotros sabemos que la causa es la convivencia. Por eso ganaremos.

Beatriz Becerra es vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos en el Parlamento Europeo y eurodiputada del Grupo de la Alianza de Liberales y Demócratas por Europa (ALDE).

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