La hora del Rey

España atraviesa una situación de la que se pueden derivar grandes males y también grandes bienes para muchos años, aunque de momento tenemos negros nubarrones en el horizonte. No estamos ante un problema de pactos que hagan posible la investidura de un nuevo presidente del Gobierno –cosa ciertamente necesaria–, sino de algo más profundo en lo que nos jugamos mucho. En la Historia, los pueblos atraviesan momentos cruciales que les marcan para largo tiempo. España ha vivido desde hace doscientos años (Constitución de Cádiz) varios de esos momentos, algunos aciagos y trágicos, y el último en 1978 –la Transición a la democracia– que marcó el comienzo de una etapa venturosa, con muchas más luces que sombras y que nos ha llevado a codearnos con los grandes países y a tener unos estándares de bienestar y prosperidad nunca vistos. Vino la crisis, con una gestión política muy mejorable y desde hace pocos años, con grandes sacrificios y recortes importantes, hemos comenzado a remontar la situación. Sacrificar la parte para salvar el todo. Sería una catástrofe que no supiéramos tener la visión de altura necesaria para evitar caer de nuevo en el hoyo. Ello exigirá sacrificar intereses partidistas, pensar en lo global, dejar posiciones ventajosas, pero habrá merecido la pena y nuestros hijos y nietos nos lo agradecerán. Y si no nos lo demandarán.

La hora del ReyEspaña ha sido y es un gran país –dijo el Rey en el mensaje de Navidad– que tiene una larga historia, y ha vivido graves situaciones, siempre superadas. La Constitución del 78 ha dado a España unos valores y principios inspiradores de las libertades, la primacía de los derechos fundamentales, la forma de Estado y la economía social de mercado. Pero el tiempo no pasa en balde. La crisis económica e institucional que ha atravesado nuestro país en los últimos años ha desencadenado un malestar social profundo y ha puesto de manifiesto la necesidad de reformas en el sistema político y económico. Parece existir un consenso en el diagnóstico de la situación, que se centra en tres grandes cuestiones:

1) Asegurar la recuperación económica y la creación de empleo; un empleo digno, decente, que lleve consigo la reducción de desigualdades y el fortalecimiento de los derechos sociales.

2) Regenerar la democracia y reconstruir el Estado, acabando drásticamente con la corrupción e introduciendo reformas sustanciales en el sistema político-institucional; entre ellas, la reforma del sistema electoral, la democratización de los partidos, la independencia judicial, la autonomía de los entes reguladores y la transparencia en la gestión pública.

3) El tercer campo de actuación es la reformulación del modelo territorial, reconociendo la singularidad de algunos territorios y precisando el marco competencial y financiero de las distintas Regiones españolas. Todo ello, con fidelidad al ser de España y sin abdicar en lo esencial.

Algunos de estos grandes retos exigen una reforma de la Constitución, tema sobre el que se ha ido forjando también en los últimos tiempos una opinión general entre las fuerzas políticas y desde hace años en el mundo académico. No hay que tener miedo a este proceso de cambio, pero hay que prepararlo con cuidado, con tiempo y con la participación de todas las fuerzas políticas y sociales. Todo proceso constituyente requiere una preparación meditada, debatida amplia y públicamente, y esa sería la principal tarea de un próximo Gobierno, deseablemente de amplia concentración, que debe superar en su formación las mezquinas cuestiones personales y de partido hasta ahora existentes. Hay que recuperar el espíritu de la Transición. Estamos, ahora sí, de verdad, ante una segunda transición, ante uno de esos momentos históricos a que antes nos referíamos, que puede determinar el futuro para muchos años. A esta tarea deben ser llamados todos los españoles, todos, con todas sus diferencias y con aquella voluntad de concordia que presidió la primera.

Las recientes elecciones nos han dejado un panorama muy enrevesado del que sobresale, como voluntad mayoritaria, el deseo de cambio en el modo de ejercer la Política y de la actuación de los Partidos protagonistas de la Transición del 78, que al cabo de los años no han sabido captar los nuevos vientos, las nuevas aspiraciones, el sentir de la calle. Pero tampoco podemos olvidar que la mayoría, muy amplia, del electorado se ha decantado por soluciones políticas, vamos a llamar, centradas. No radicales. Y tal comportamiento, lo que está pidiendo es altura política de los dirigentes. Para ello es muy necesario que alguien convoque, a esa gran tarea, a las fuerzas políticas y a los grupos sociales. Y ese alguien es y debe ser el Rey. Es el único que puede hacerlo.

Entre las funciones que la Constitución le encomienda a la Corona, se da, a nuestro juicio la que aquí señalamos. Al Rey como Jefe de Estado le corresponde «guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las comunidades autónomas». Es obvio, después de las últimas elecciones, locales, autonómicas y generales, que el pueblo español desea un cambio; no sólo de Gobierno, sino de sistema político en algunos de sus elementos fundamentales. La Corona es la única Autoridad con capacidad de convocatoria de las fuerzas políticas y sociales –y del país entero– a la hora de hacer frente a esa nueva Transición que reclama la ciudadanía. Su función garantizadora de la unidad nacional y del sistema político está amparada en sus cometidos de «arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones» (art. 56.1 CE) que hoy, en España, pueden verse paralizadas. El Rey está para poner remedio a situaciones como ésta. Moderar, en este caso, significa impulsar.

La intervención del Rey en la vida pública de una Monarquía Parlamentaria es limitada y siempre discreta, porque así lo quisieron los Constituyentes, con una visión un tanto estrecha de lo que puede ser tal tipo de Monarquía, según nos enseña el ejemplo de otros países europeos. Pero eso no significa que El Rey –que es el Jefe del Estado– deba permanecer inactivo cuando el ambiente se ennegrece y se pone en riesgo la misma Constitución, de la que debe ser máximo defensor. Al Rey no le corresponde imponer soluciones, pero sí ofrecerlas y convocar a las fuerzas políticas para que retomen el camino de la reforma y de la concordia, adoptando para ello las acciones necesarias: mediar, arbitrar, impulsar. El Rey Juan Carlos I fue hacedor del entendimiento que presidió la primera Transición y su hijo Felipe VI puede y debe liderar una segunda transición, impulsando el acuerdo de los principales líderes políticos para un proceso de reforma de la Constitución que corrija los errores en que se haya podido incurrir en la actual. Es una tarea difícil; sin duda alguna. Pero hay que acometerla, con tacto, dotes de persuasión, esfuerzo generoso y dosis de ilusión por la grandeza de España. Y nuestro Rey puede hacerlo con la entrega, valía y mesura que está demostrando. Luego ya vendrá la voluntad popular a dar su opinión en un referéndum constituyente. Tenemos una ocasión histórica para que nuestro Jefe del Estado haga historia, junto con el pueblo español.

Somos muy conscientes de que esto entraña riesgos incluso para la Corona, y de que algunos destinatarios de su convocatoria pueden no aceptarla. Serán ellos los que se autoexcluyan del acuerdo nacional que este país necesita y la gente lo sabrá. El pueblo español juzgará su actitud y su aislamiento, sabrá quienes están por el diálogo y la concordia y quienes por el enfrentamiento. Pero los riesgos merecen la pena si la meta también la merece, como es obvio. Y en estos momentos España requiere soluciones valientes, unitarias, sensatas, que sepan combinar la eficiencia económica con la social, en un entorno político de libertad y estabilidad. Y todo ello, especialmente la iniciativa y el empuje para emprender tan titánica tarea, debe provenir de quien ostenta la Jefatura del Estado. El Rey.

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea y Gaspar Ariño, catedráticos de Universidad y del Colegio Libre de Eméritos.

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